Oigo y leo a muchos mustios tristones y cansados de la vida que han aprendido con el tiempo y por las malas, que es como se aprenden bien las cosas, que nada satisface, ni siquiera los pequeños y humildes consuelos o la conformidad con el todo; si resisten es porque el valor de un hombre lo mide su capacidad de sacrificio, de aguantar el dolor propio y paliar el ajeno y sacar adelante a los demás, constituyéndose en ejemplo para ellos: por compasión, que es la versión traducida al romance del griego simpatía. Pero suele ser cierto que racionalizan mal sus motivos: hay que informarse bien y no sacar la melancolía solo de los resbalones y tortazos que nos damos por los altibajos de la vida, ni del mismo saco de carne hormonada del que extraemos las emociones. El universo tiene esa misma moral malvada, perdón, estúpida (hay que tener en cuenta el Principio de Hanlon). Bastan para comprenderlo la entropía y sus humorísticos corolarios, las leyes de Murphy y de Hofstadter. Como dice Octavio Paz: "El tiempo que nos hace, nos deshace"; o Góngora: "Desatando se va la tierra unida".
Ha tiempo escribí, o amplié, no recuerdo, un artículo de la Wikipedia sobre uno de mis poetas favoritos, Leopardi, padre decimonónico del pesimismo lírico como Thomas Hardy lo es del narrativo y Schopenhauer del filosófico. Dejemos aparte a Egesias, Mainländer y otros miserables lacayuelos de la muerte. A todos esos habría que recordarles las elegantes ironías de Auden:
Los solipsistas afirman
que nadie más existe,
pero siguen escribiendo... para otros.
Los conductistas sostienen
que los que piensan no aprenden,
pero siguen pensando... sin desanimarse.
Los subjetivistas descubren
que todo está en la mente,
pero siguen sentándose... en sillas de verdad.
Los seguidores de Popper niegan
la posibilidad de probar,
pero siguen buscando... la verdad.
Los existencialistas afirman
que están completamente desesperados,
pero... siguen escribiendo.
Sigo escribiendo que no hay que confundir el Pesimismo humano con el cósmico o natural. El humano se confunde con el individual de la depresión, pero hay otro social que nace cuando empiezan a vislumbrarse nuestros límites como especie humana. Lo vemos en la economía, que nos dice que pronto consumiremos todos los recursos rentables del planeta; lo proclama la genética, que dentro de poco nos obligará a reformular y diferenciar brutalmente el concepto de lo humano. Lo palpamos incluso en la física, en la que pronto no podremos sino especular, porque ya nos será imposible hacer experimentos lo bastante baratos como para sustituir a la mera imaginación, y en la que la materia ya no se compone sino de nada más que doce partículas. Hablo de las mismas matemáticas, que están llegando al límite de lo inteligible y, en la simple cuestión mensurable del cálculo, no podrán rebasar la computación cuántica. Repetimos así la situación de crisis de fines del siglo XIX y nos topamos con la reverdecida modernidad de muchas de las posturas que emergieron entonces, antes de un desastre quizá inevitable como los grandes exterminios de la primera mitad del XX. Y no creo en ese determinismo, cuya formulación aparece en lo tercero que afirma Leopardi en su famosa frase del Diálogo entre Tristán y un amigo: "El género humano no creerá nunca no saber nada, no ser nada, no poder llegar a alcanzar nada. Ningún filósofo que enseñase una de estas tres cosas habría fortuna ni haría secta, especialmente entre el pueblo, porque, fuera de que todas estas tres cosas son poco a propósito para quien quiera vivir, las dos primeras ofenden la soberbia de los hombres, la tercera, aunque después de las otras, requiere coraje y fortaleza de ánimo para ser creída". Y desmentir esa tercera cosa solo será posible si los hombres logran unirse para conseguir fines que beneficien a todos y no solo a unos pocos. Felices Navidades a todos.
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