Hace algunos años perpetré un inocente genocidio; mi instrumento fueron las armas del videojuego Doom, al que estaban también enganchados los títeres de Columbine y el zombi de Newtown, amantes igualmente de este género de entretenimiento popular. Todo consistía en matar y pegar continuamente para evitar que te pegaran y mataran, manejando unos controles en primera persona que ponían en tu mano un arma cada vez. Era tan adictivo que no lo dejé hasta que exterminé a todo el planeta como un Ender cualquiera en el último nivel. Mientras lo jugaba y encontraba la mejor manera de matar el máximo en el menor tiempo posible no dejé de apercibir la sombría y solipsista visión del fin del mundo que exponía el deprimente juego: sombría no solo en lo afectivo, sino en el visual, porque los penumbrosos y lunares decorados invitaban a todo menos a la excursión y el turismo: un infierno de pasillos interminables como los de un Instituto, salas de gimnasio iluminadas igual que en ellos y habitaciones atestadas de soldados y demonios, como si fuesen clases de ESO en época de crisis; al final de toda esa sanguinaria y gorrina matanza no había, desde luego, princesa alguna a la que rescatase ningún simpático Mario, ni ningún premio o redención; el héroe, que no tenía nombre o los tenía todos, como el Diablo, podía ser y era en efecto la persona que tomaba el arma, es decir, tú mismo. Y ya nada más podías pasear de un lado al otro del último escenario buscando alguna salida sin encontrar nada, porque el único fin que había era el final de todos. Sólo quedabas tú. La única acción posible era tan obvia como la que tomaron los títeres de Columbine y el zombi de Newtown, quinta ciudad más segura de los Estados Unidos, según las estadísticas (ya se ve cuánto pueden creerse): game over, muchacho, pero en otro juego más llameante y caluroso, incluso más que este tan parecido a causa del calentamiento global (cuánto se va pareciendo esto al Infierno). La que yo tomé no fue ampliar el juego a la realidad, sino aficionarme a otro sin violencia en el que pudiera perder alguna vez y no se matara a nadie: el Mahjong. Todavía sigo fiel a él, con alguna escapadita a aventuras gráficas de ficción menos pobre.
Uno es lo bastante sensible como para quedarse ligeramente enajenado con la turbia poesía de estas planas fantasías fascistas; como algunas drogas, el perjuicio que causan depende de la persona que las asimila. Y yo apercibí en seguida el peligro de ese invento: el programa del juego puede programar a su vez al jugador que, inteligente, pero desprovisto de toda creatividad y empatía, no puede abstraerse en un nivel ajeno de irrealidad, cierra con llave todo horizonte y se embotella en un sistema delirante. A la inversa de lo que, citando al poeta ateo y matemático persa Omar Kayyam escribía Borges en su soneto al ajedrez:
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y este, la pieza.
¿Qué dios detrás del Dios la trama empieza
de polvo y muerte y sueño y agonías?
Los grandes ajedrecistas solían jugar más fuera del tablero que dentro, siguiendo la máxima de Sun Tzu de que las guerras hay que ganarlas antes de empezarlas y con medios no bélicos. Bobby Fisher, por ejemplo, que jugaba todo el tiempo, incluso cuando no jugaba, presionando antes del juego, durante el juego y después del juego de mil maneras diferentes a jueces, adversarios, patrocinadores y público, moviéndolos a todos como marionetas; también sabía defenderse muy bien, escondiéndose con sus planes más que una lagartija; incluso, ya al final de su vida, cambió las reglas del juego para hacerlo menos previsible. Los jugadores psicópatas, con menos fantasía que el psicópata Bobby, siempre han sido incapaces de madurar, de observar la puerilidad de lo que simplemente es eso, un juego, porque existe otro más complejo que lo supera y en la que ninguno de nosotros sabemos jugar demasiado bien, gracias a Dios: la vida.
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