Varios artículos recientes de José Antonio Millán:
I
José Antonio Millán "El lugar del español en Internet", El País, 24-IV-2015:
La ciudadanía lingüística no coincide necesariamente con la política. Nuestro idioma está entre la tercera y la cuarta posición en la Red: es rico en relaciones internas pero tiene notables notables carencias en contenidos
¡Últimas noticias! A lo largo de los últimos años la situación de nuestra lengua en Internet ha ¿mejorado?, ¿empeorado?, ¿variado significativamente?, ¿ganado o perdido sectores clave? La noticia es que no lo sabemos bien…
Repitámoslo: en el principal terreno en el que hoy en día nos relacionamos, compramos, vendemos, nos informamos, leemos, escribimos o estudiamos, estamos lamentablemente carentes de estudios sobre su situación. ¿Es creíble que sobre un sector económico y cultural de primera importancia sólo tengamos informaciones sesgadas, interesadas o incompletas? Pues esa es la realidad. Las razones de esta insuficiencia de conocimientos son la complejidad de la materia, su policentrismo, la carencia de una auténtica política digital en los países hispanohablantes, y la falta de un liderazgo claro entre ellos, como el que Francia ejerce entre la francofonía.
Conocer el español en la Red abarca no sólo el uso de nuestra lengua en ordenadores o en tabletas, sino en artefactos que, como los que aún llamamos impropiamente teléfonos, están en todos los bolsillos, y los que pronto estarán en muchas muñecas. Estamos inmersos en nuestra lengua materna, y tan natural es su uso cotidiano que no nos damos cuenta de que es nuestra principal interfaz: la usamos para buscar una información en Internet, para dar una orden a nuestro teléfono móvil, para traducir un artículo, y ese uso digital moviliza un conjunto inmenso de disciplinas y técnicas, y compendia los saberes que han destilado millones de datos acumulados. Por otro lado, una lengua geográficamente tan extendida como el español se manifiesta digitalmente en un espacio que no pertenece a ninguna nación. Éste lo constituyen por una parte los habitantes de países oficialmente hispanohablantes (que, no lo olvidemos, tanto en España como en América son en una gran proporción bilingües), pero además, está la población emigrada que utiliza su lengua materna en el seno de comunidades extranjeras. Es el caso del español en Estados Unidos, pero también del árabe marroquí dentro de España. Hasta aquí, podemos tener datos de censos de población, que nos dan sin embargo muy poca información sobre el uso real que se hace de las lenguas. Además, está la población dispersa que utiliza por motivos empresariales o académicos una lengua que no es la suya: por ejemplo, los hispanistas estadounidenses o los estudiantes de español de Alemania. No: la ciudadanía lingüística no coincide necesariamente con la política, y cada vez coincidirá menos.
Estas poblaciones, con comportamientos lingüísticos heterogéneos, tienen un acceso diferencial a la Red. En primer lugar, y aunque muchos parecen olvidarlo, no todo el mundo está conectado a Internet. Tampoco todos los que lo están tienen el mismo tipo de acceso ni dispositivo. Es muy diferente la persona con móvil y una cuenta limitada de datos del que dispone de tableta y un ordenador de sobremesa con fibra óptica: pueden hacer cosas muy distintas. Los datos sobre acceso y su modalidad no son uniformes en todos los países hispanohablantes: disponemos sólo de los que proporcionan los Gobiernos o compañías, y pueden estar sesgados por motivos comerciales o políticos. E incluso los más fiables cuantitativamente son poco finos: ¿los usuarios utilizan el 3G para ver el fútbol en sus móviles, o como herramienta de trabajo?
Y estos hablantes de español como primera o segunda lengua además hacen un uso de los medios digitales muy variado. No sólo escriben correos electrónicos y crean documentos y presentaciones; también se relacionan con sus amigos en una red social (aunque no necesariamente todos utilizan la misma en todos los países), para navegar por la Web utilizan buscadores (y, de nuevo, pueden no ser los mismos según los lugares), hablan con sus conocidos utilizando voz por IP, leen periódicos, pero también revistas o blogs; consultan enciclopedias y diccionarios; compran libros; se matriculan en moocs, acuden a webinars, escuchan lecciones por podcast, debaten en foros, participan en videoconferencias, estudian lenguas en sitios web y tienen tutores remotos por Skype; los más activos de ellos además escriben, tuits, blogs o colaboraciones en la Wikipedia, cuelgan vídeos y fotos en distintas redes sociales. Detrás de cada una de estas acciones hay tanto opciones culturales como implicaciones empresariales; los numerosos servicios gratuitos obtienen retornos a través de la publicidad, cada vez más dirigida y segmentada por lo mucho que la Red sabe de nosotros, o mediante la explotación de nuestros datos.
Querríamos saber cuántos hispanohablantes utilizan cada uno de estos servicios, y cómo, pero, ¡ay!: estamos ya en el dominio de empresas privadas, de corporaciones a veces gigantescas y con intereses comerciales planetarios, que no van a desvelar su funcionamiento. Determinadas iniciativas tienen políticas de transparencia envidiables, como la Wikipedia, que es precisamente una mina de datos sobre las lenguas en que está escrita. Pero es la excepción. Otros servicios pueden rastrearse para analizar sus datos, y gracias a eso sabemos, por ejemplo, que el español es la tercera lengua más seleccionada por los usuarios de Twitter (es decir: la lengua de su interfaz; no necesariamente la lengua en que más tuitean o leen).
Por otra parte, es difícil saber cuánto material en español hay en la Web. Por supuesto, no conoceremos los contenidos de la llamada “Web oculta” (protegidos por claves o inaccesibles). Pero los buscadores tampoco indizan todo lo que está visible, porque la Web ha adquirido una magnitud inmanejable, y deben limitarse a rastrear un subconjunto de ella, que comprende los sitios más visitados, que por supuesto estarán en las lenguas dominantes en poder, producción científica... Es decir, los buscadores favorecerán los sitios en inglés. Sí: puede haber datos de cuántos servidores (los ordenadores que constituyen la Internet) hay en cada país hispanohablante, pero no sabremos bien cuántos sitios web contiene cada uno, y además puede haber servidores con contenidos en español en otros lugares. Por otro lado, la lengua que las estadísticas atribuyen a una web suele ser la de su portada, que quizá no refleje los contenidos de su interior.
Dado este complejo conjunto de infraestructuras, servicios y contenidos que definen el español en la Red es más explicable que, pese a su gran importancia, ningún país individual ni organismo transnacional haya abordado su análisis. Pero ¿podría éste llevarse a cabo? Al menos puede intentarse reunir críticamente los distintos indicadores existentes y extrapolar los que faltan, para llegar a resultados coherentes que creen un marco de comparación para evoluciones futuras. Esto lo ha hecho para el francés la organización para la diversidad lingüística Maaya (http://maaya.org), por encargo de la Organización Internacional de la Francofonía. Y la buena noticia es que dos de sus miembros, Daniel Pimienta y Daniel Prado, están preparando un documento con las bases metodológicas para el español, que verá pronto la luz. Del borrador que hemos consultado se desprende que el español estaría entre la tercera y la cuarta posición entre las lenguas en la Red, por factores como su extensa demografía y la cobertura de población con acceso, pero sus mayores fortalezas estarían en el uso de redes sociales y la descarga de archivos: es decir, se trataría de un espacio lingüístico consumidor, muy rico en relaciones internas, pero con notables carencias en contenidos.
Como recoge el Libro de los Proverbios hacia el siglo IV antes de Cristo, versificó el poeta persa Ferdusí en el siglo XI y repitió Francis Bacon en el XVII, “conocimiento es poder”. Ojalá haya nuevos esfuerzos en el abandonado terreno del análisis de nuestra lengua en Internet y así se puedan llevar a cabo las acciones, institucionales y privadas, para darle el lugar que podría tener.
José Antonio Millán publicó en 2001 el primer libro sobre una lengua y la Red: Internet y el español.
II
Destrozos en el idioma
Isaías Lafuente retrata en 'Y el verbo se hizo polvo' el modo en que maltratamos el español.
Hace un siglo se publicaba un libro que llevaba por título ¡Pobre lengua! Catálogo en que se apuntan y corrigen cerca de seiscientas voces y locuciones incorrectas. No era ni mucho menos el primero de su género, ni fue el último... La sensación general de que se habla y escribe “mal” tiene su correlato en los esfuerzos, a veces denodados, de quienes intentan solucionar ese estado de cosas. El periodista Isaías Lafuente lleva diez años haciéndolo en la radio, desde la llamada Unidad de Vigilancia Lingüística de la Cadena SER. El blanco de sus críticas es el propio medio radiofónico, del que selecciona semanalmente perlas, gazapos y meteduras de pata variadas, que ahora ha reunido (junto con muchas más cosas) en Y el verbo se hizo polvo. El título, por cierto, ya se encarga de responder a la más cauta pregunta del subtítulo: “¿Estamos destrozando nuestra lengua?”.
Por supuesto, en el trasfondo de cualquiera que hoy escriba o hable sobre estos temas alienta el espíritu de ese gramático e insomne ilustre que fue Fernando Lázaro Carreter, quien se dedicó a fustigar malos usos, fundamentalmente periodísticos y radiofónicos, primero en artículos y luego en forma de un libro que tuvo mucho éxito: El dardo en la palabra (1997).
Lafuente, que es autor también de libros sobre nuestra historia próxima, no se ha limitado a engarzar disparates y barbaridades (por citar otro libro que critica cómo se habla, publicado esta vez hace 70 años), sino que los incluye en un contexto amplio. Comienza nada menos que por una panorámica a cámara rápida de la historia de la lengua humana, y entre otras cosas habla de los orígenes de la Real Academia, una breve historia de la publicidad, los precedentes de los tuits (que hace remontar hasta un tejedor de Tebas de hace 3000 años), de las abreviaturas en los SMS, los emoticonos, las reformas ortográficas, el lenguaje sexista… Incluye también un breve tratado sobre cómo tomar la palabra en público y reflexiones sobre el porvenir del papel en un mundo digital. Como vemos, un recorrido vertiginoso, que a ratos resulta muy divertido, sobre todo cuando políticos y periodistas le proporcionan un manantial inagotable de deslices, bajo la forma de confusiones de términos (infringir por infligir), nuevas acuñaciones (austericidio), eufemismos (cese temporal de la convivencia en vez de divorcio), verborrea pseudotécnica (solución habitacional, por hogar), y contaminaciones fraseológicas (“se le ponen los pelos de gallina”) o de léxico (“magistrados que amputan delitos”).
Vistos con calma, los errores y barbaridades se producen a veces por ignorancia o por un prurito de complicar lo simple, pero otras porque los humanos no somos máquinas y la urgencia, la presión psicológica o, sencillamente, las muchas horas pasadas frente a un micrófono pueden hacer que a uno se le cruce un cable y suelte perlas como “ya se ve la zanahoria al final del túnel”. Ojalá…
Y el verbo se hizo polvo. ¿Estamos destrozando nuestra lengua? Isaías Lafuente. Espasa. Madrid. 2014. 304 páginas. 19,90 euros (digital, 12,99)
Isaías Lafuente retrata en 'Y el verbo se hizo polvo' el modo en que maltratamos el español.
Hace un siglo se publicaba un libro que llevaba por título ¡Pobre lengua! Catálogo en que se apuntan y corrigen cerca de seiscientas voces y locuciones incorrectas. No era ni mucho menos el primero de su género, ni fue el último... La sensación general de que se habla y escribe “mal” tiene su correlato en los esfuerzos, a veces denodados, de quienes intentan solucionar ese estado de cosas. El periodista Isaías Lafuente lleva diez años haciéndolo en la radio, desde la llamada Unidad de Vigilancia Lingüística de la Cadena SER. El blanco de sus críticas es el propio medio radiofónico, del que selecciona semanalmente perlas, gazapos y meteduras de pata variadas, que ahora ha reunido (junto con muchas más cosas) en Y el verbo se hizo polvo. El título, por cierto, ya se encarga de responder a la más cauta pregunta del subtítulo: “¿Estamos destrozando nuestra lengua?”.
Por supuesto, en el trasfondo de cualquiera que hoy escriba o hable sobre estos temas alienta el espíritu de ese gramático e insomne ilustre que fue Fernando Lázaro Carreter, quien se dedicó a fustigar malos usos, fundamentalmente periodísticos y radiofónicos, primero en artículos y luego en forma de un libro que tuvo mucho éxito: El dardo en la palabra (1997).
Lafuente, que es autor también de libros sobre nuestra historia próxima, no se ha limitado a engarzar disparates y barbaridades (por citar otro libro que critica cómo se habla, publicado esta vez hace 70 años), sino que los incluye en un contexto amplio. Comienza nada menos que por una panorámica a cámara rápida de la historia de la lengua humana, y entre otras cosas habla de los orígenes de la Real Academia, una breve historia de la publicidad, los precedentes de los tuits (que hace remontar hasta un tejedor de Tebas de hace 3000 años), de las abreviaturas en los SMS, los emoticonos, las reformas ortográficas, el lenguaje sexista… Incluye también un breve tratado sobre cómo tomar la palabra en público y reflexiones sobre el porvenir del papel en un mundo digital. Como vemos, un recorrido vertiginoso, que a ratos resulta muy divertido, sobre todo cuando políticos y periodistas le proporcionan un manantial inagotable de deslices, bajo la forma de confusiones de términos (infringir por infligir), nuevas acuñaciones (austericidio), eufemismos (cese temporal de la convivencia en vez de divorcio), verborrea pseudotécnica (solución habitacional, por hogar), y contaminaciones fraseológicas (“se le ponen los pelos de gallina”) o de léxico (“magistrados que amputan delitos”).
Vistos con calma, los errores y barbaridades se producen a veces por ignorancia o por un prurito de complicar lo simple, pero otras porque los humanos no somos máquinas y la urgencia, la presión psicológica o, sencillamente, las muchas horas pasadas frente a un micrófono pueden hacer que a uno se le cruce un cable y suelte perlas como “ya se ve la zanahoria al final del túnel”. Ojalá…
Y el verbo se hizo polvo. ¿Estamos destrozando nuestra lengua? Isaías Lafuente. Espasa. Madrid. 2014. 304 páginas. 19,90 euros (digital, 12,99)
III
Jugando al juego del ‘mouse’ y el ratón. La 23ª edición del 'Diccionario', publicado 13 años después que la anterior, trata de abrirse a América y huir de la perspectiva exclusivamente española. Le queda camino por recorrer.
Jugando al juego del ‘mouse’ y el ratón. La 23ª edición del 'Diccionario', publicado 13 años después que la anterior, trata de abrirse a América y huir de la perspectiva exclusivamente española. Le queda camino por recorrer.
José Antonio Millan 20 OCT 2014 - 10:17 CEST5
Una nueva edición del Diccionario por antonomasia siempre es un acontecimiento. Pero este 23º diccionario no se limita a dar fe de novedades que ya conocíamos por su web: aprovechando la oportunidad, se ha modernizado la obra y mejorado su utilización. Recordemos que en el origen remoto de los diccionarios académicos está el de Autoridades (acabado en 1739). Desde entonces ha habido una veintena de ediciones, la última hace 13 años, que mantenían la mayoría del vocabulario y parte de las definiciones presentes en su lejano progenitor, añadiendo por supuesto muchas otras: esta edición cuenta con 4.600 entradas más que la anterior. Por eso el Diccionario es una obra singular, que conserva la herencia (y a veces el peso) de sus orígenes, que lleva siglos gozando de gran popularidad, pero que no renuncia a reflejar la modernidad, y eso es problemático. El edificio de la lengua cambia ante los mismos ojos del lexicógrafo: áreas enteras del vocabulario se convierten en ruinas (que tendrá que etiquetar como tales), mientras que debe construir alas nuevas con ladrillos de estabilidad incierta.
La televisión puede extender una forma antes regional, como viejuno, o un dispositivo novedoso puede introducir palabras extranjeras: selfie o guasap. Ninguna de estas figura aún en el Diccionario, aunque sí acaban de entrar términos tecnológicos (tuit), de la moda (metrosexual) e incluso de registros más coloquiales de la lengua (subidón o muslamen). Pero estar en el Diccionario tampoco garantiza que pervivan…
Una nueva edición del Diccionario por antonomasia siempre es un acontecimiento. Pero este 23º diccionario no se limita a dar fe de novedades que ya conocíamos por su web: aprovechando la oportunidad, se ha modernizado la obra y mejorado su utilización. Recordemos que en el origen remoto de los diccionarios académicos está el de Autoridades (acabado en 1739). Desde entonces ha habido una veintena de ediciones, la última hace 13 años, que mantenían la mayoría del vocabulario y parte de las definiciones presentes en su lejano progenitor, añadiendo por supuesto muchas otras: esta edición cuenta con 4.600 entradas más que la anterior. Por eso el Diccionario es una obra singular, que conserva la herencia (y a veces el peso) de sus orígenes, que lleva siglos gozando de gran popularidad, pero que no renuncia a reflejar la modernidad, y eso es problemático. El edificio de la lengua cambia ante los mismos ojos del lexicógrafo: áreas enteras del vocabulario se convierten en ruinas (que tendrá que etiquetar como tales), mientras que debe construir alas nuevas con ladrillos de estabilidad incierta.
La televisión puede extender una forma antes regional, como viejuno, o un dispositivo novedoso puede introducir palabras extranjeras: selfie o guasap. Ninguna de estas figura aún en el Diccionario, aunque sí acaban de entrar términos tecnológicos (tuit), de la moda (metrosexual) e incluso de registros más coloquiales de la lengua (subidón o muslamen). Pero estar en el Diccionario tampoco garantiza que pervivan…
Para acabarlo de complicar, la Academia (con las otras 21 de los países americanos) intenta que su diccionario recoja todo el español. Para las palabras propias de América se compiló en 2010 un Diccionario de americanismos, que fue objeto de críticas, y parte de su caudal se ha usado para esta obra. En total, un 10% de las acepciones actuales son americanas. El Diccionario quiere ser "panhispánico", con lo que debe huir de la perspectiva peninsular. Valga el ejemplo de amarillo, definido por la Academia en 1726 como el color del oro y la flor de la retama, hasta que en 1869 se equipara también al del limón. En 2001 (y dado que, como señaló García Márquez, en América los limones son verdes), queda sólo el color del oro y de la retama, pero, ante la evidencia de que ésta es una planta mediterránea, en esta edición se ha convertido en el color del oro y la yema de huevo (que para mí muchas veces es anaranjada…).
Ya en la anterior edición empezó a usarse la marca geográfica "España", para señalar usos del español europeo ausentes en América. Esto supuso toda una revolución, porque rompía la asunción implícita de que toda palabra usada en España era también americana. La marca Esp., se afirma cautamente en el prefacio, "se ha procurado incorporar en un mayor número de ocasiones", pero aún quedan muchas por señalar. Por ejemplo, ratón, en su acepción informática, no lleva la indicación de su uso, que es predominantemente español porque en América se emplea sobre todo mouse (Google lo detecta en casi 1,3 millones de páginas en español). Por cierto, mouse no figura en este Diccionario, como tampoco liga en la acepción de "enlace de una página web", dominante en México; claro que también falta link. Han mejorado algo las definiciones relacionadas con nuevas tecnologías, y ha habido incorporaciones como blog, o la acepción informática de nube, aunque no estén bug, "error en un programa", o backup, "copia de seguridad".
La nueva edición ha aprovechado para mejorar la claridad y uniformidad de tratamiento. Las marcas que en la edición anterior indicaban "anticuado" y "desusado" se han fusionado en esta última. Pero subsisten numerosas palabras que carecen de esa indicación: "Rompesquinas: valentón que está de plantón en las esquinas". Las marcas "malsonante", "vulgar" o "coloquial" abarcan cada vez más términos, como una útil guía de uso. En el paréntesis inicial de entrada, además de la etimología, ahora hay otras informaciones, como variantes ortográficas, aunque hay que lamentar que entre ellas no figure la pronunciación en los contados casos en que se aleja de la grafía (flaubertiano). Mejora también la claridad tipográfica en la separación de los grupos de acepciones.
El volumen es muy manejable: es más pequeño que sus antecesores, lo que provocará la alarma de los coleccionistas de diccionarios académicos, porque rompe la alineación en la estantería (pero hay una edición especial al tamaño clásico). También pesa menos, porque tiene un papel fino aunque de transparencia aceptable. La tipografía es muy legible, y la composición, a "párrafo francés" (expresión que, por cierto, no figura en el diccionario: con la primera línea llena y las demás sangradas), facilita localizar las entradas. Está impreso, algo sorprendentemente, en Italia.
Los consultantes del Diccionario académico querrán poder encontrar palabras antiguas, pero protestarán cuando hallen expresiones derogatorias, incluso marcadas como desusadas. Querrán los términos técnicos más comunes, pero también el penúltimo argot. Considerarán superfluas ciertas incorporaciones, pero otras se echarán en falta. Rezongarán ante las palabras extranjeras, aunque no tengan equivalentes españoles. Fijar un medio cambiante (una lengua extendidísima geográficamente) entre demandas tan variadas es todo un reto y, si se me permite la opinión, no va saliendo nada mal.
Diccionario de la lengua española. 23ª edición. Edición del tricentenario. Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española. Espasa. Barcelona, 2014. LVIII + 2.318 páginas. 99 euros.
Ya en la anterior edición empezó a usarse la marca geográfica "España", para señalar usos del español europeo ausentes en América. Esto supuso toda una revolución, porque rompía la asunción implícita de que toda palabra usada en España era también americana. La marca Esp., se afirma cautamente en el prefacio, "se ha procurado incorporar en un mayor número de ocasiones", pero aún quedan muchas por señalar. Por ejemplo, ratón, en su acepción informática, no lleva la indicación de su uso, que es predominantemente español porque en América se emplea sobre todo mouse (Google lo detecta en casi 1,3 millones de páginas en español). Por cierto, mouse no figura en este Diccionario, como tampoco liga en la acepción de "enlace de una página web", dominante en México; claro que también falta link. Han mejorado algo las definiciones relacionadas con nuevas tecnologías, y ha habido incorporaciones como blog, o la acepción informática de nube, aunque no estén bug, "error en un programa", o backup, "copia de seguridad".
La nueva edición ha aprovechado para mejorar la claridad y uniformidad de tratamiento. Las marcas que en la edición anterior indicaban "anticuado" y "desusado" se han fusionado en esta última. Pero subsisten numerosas palabras que carecen de esa indicación: "Rompesquinas: valentón que está de plantón en las esquinas". Las marcas "malsonante", "vulgar" o "coloquial" abarcan cada vez más términos, como una útil guía de uso. En el paréntesis inicial de entrada, además de la etimología, ahora hay otras informaciones, como variantes ortográficas, aunque hay que lamentar que entre ellas no figure la pronunciación en los contados casos en que se aleja de la grafía (flaubertiano). Mejora también la claridad tipográfica en la separación de los grupos de acepciones.
El volumen es muy manejable: es más pequeño que sus antecesores, lo que provocará la alarma de los coleccionistas de diccionarios académicos, porque rompe la alineación en la estantería (pero hay una edición especial al tamaño clásico). También pesa menos, porque tiene un papel fino aunque de transparencia aceptable. La tipografía es muy legible, y la composición, a "párrafo francés" (expresión que, por cierto, no figura en el diccionario: con la primera línea llena y las demás sangradas), facilita localizar las entradas. Está impreso, algo sorprendentemente, en Italia.
Los consultantes del Diccionario académico querrán poder encontrar palabras antiguas, pero protestarán cuando hallen expresiones derogatorias, incluso marcadas como desusadas. Querrán los términos técnicos más comunes, pero también el penúltimo argot. Considerarán superfluas ciertas incorporaciones, pero otras se echarán en falta. Rezongarán ante las palabras extranjeras, aunque no tengan equivalentes españoles. Fijar un medio cambiante (una lengua extendidísima geográficamente) entre demandas tan variadas es todo un reto y, si se me permite la opinión, no va saliendo nada mal.
Diccionario de la lengua española. 23ª edición. Edición del tricentenario. Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española. Espasa. Barcelona, 2014. LVIII + 2.318 páginas. 99 euros.
IV
El nombre del partido. La tendencia actual es buscar palabras bellas que expresen ideas positivas.
José Antonio Millán 3 FEB 2015 - 00:00 CET
Da la impresión de que las denominaciones sólidamente descriptivas de los partidos políticos del pasado están perdiendo fuerza, junto al desdibujamiento de las ideologías que los sustentaban. Están lejos los tiempos en que podía existir un “Partido Comunista Marxista-Leninista Pensamiento Mao Tse Tung”. Hoy, una agrupación como Syriza debería incluir en su nombre, si quisiera que fuera un reflejo adecuado de su ideología, el euroescepticismo, el ecosocialismo, el secularismo, la alter-globalización y varios ismos más, con lo que sería difícil de manejar. Por eso se limita a llamarse Coalición de Izquierda Radical, por cuyas siglas griegas se conoce. Pero la tendencia más actual creo que es la síntesis, a ser posible opaca, como vemos en nuestro Partido X. De modo que quizás sea el momento de plantearse: ¿qué hay exactamente en el nombre de un partido?
Clásicamente, la denominación incluía una descripción del programa y tal vez de sus constituyentes. Agrupaciones políticas de la actualidad arrastran etiquetas históricas (Partido Socialista Obrero Español), alguno de cuyos componentes hoy tal vez les suponga un lastre. Eran también muy frecuentes los posicionamientos ideológicos, usando la terminología surgida de un azar espacial de la Revolución Francesa: Esquerra Republicana, Centro Canario Nacionalista, o Derecha Navarra y Española. Pero también en estos temas hay curiosos desplazamientos: “popular”, es decir, “del pueblo”, en los años 30 del siglo pasado aludía a coaliciones de izquierda (como en el Frente Popular), para acabar siendo prácticamente monopolizado por la derecha (Alianza Popular, Partido Popular). También hay connotaciones que cambian con la geografía: “Radical” hoy en Grecia indica algo mucho más suave que en otros lugares.
En estos tiempos da la impresión de que el nombre de una agrupación política camina en dos direcciones. Una es expresar su especialización, el nicho al que se dirigen, pasados ya los tiempos de programas omniabarcadores: los Verdes son eso, ecologistas; el Partido Pirata sueco (con emulaciones en otros lugares) hace bandera de su lucha relacionada con el copyright. Hay también nichos de edad, denominados por sus circunstancias, como el italiano Partido de los Pensionistas, o —en agrupaciones más informales— de forma humorística, como los Panteras Grises o los Yayoflautas. Pero el nombre puede mostrar también el afán de no excluir a nadie a priori, como el indio Aam Aadmi, “Partido del Hombre Corriente” (¿y quién no se incluiría en esta categoría?), o incluso entre nosotros Ciudadanos (¿qué votante no lo es?). Fijémonos en que en este último caso se prescinde incluso del rótulo “Partido”. Sí: los partidos han tenido mala prensa en diferentes momentos históricos, lo que ha hecho que existieran agrupaciones que, por huir de la etiqueta, se autodenominaban Movimiento o Frente, y por eso también hay algunos partidos recientes que paradójicamente no proclaman que lo son.
La otra tendencia es un puro ejercicio de naming: apelar a palabras bellas, preferentemente vagas, que diferencien de la competencia, y que expresen ideas positivas. En esto hay que reconocer que el sector político no está demasiado lejos de otros sectores del consumo, de las compañías de telefonía a las marcas de vino. En el pasado ha habido diversos grupos y plataformas llamados Convergencia, que es un nombre con raíces geométricas y que tiene resonancias técnicas. Pero el reciente partido griego To Potami, “El río”, expresa la misma idea bajo la metáfora de la reunión de distintas corrientes de agua en una sola (es decir: la confluencia, en sentido propio). Podemos, que también carece de la palabra “Partido”, es otro buen caso de mensaje borroso e implícito. El origen es la consigna que utilizó Barack Obama en su campaña (quien la tomó a su vez del sindicalismo campesino estadounidense de décadas atrás): “Yes we can”. Pero una cosa es una consigna y otra es el nombre de una agrupación. Podemos es una expresión abierta (¿podemos qué?, podría preguntarse) y por otra parte hace la pequeña trampa de traer a su campo al que pronuncia su nombre. Por eso algunos han acogido con alborozo la humorada de llamarle Podéis. Un problema lateral de este tipo de denominaciones es cómo llamar a sus miembros. Si en el Partido Comunista militaban comunistas y en el Popular, populares, para los miembros de Podemos se ha acuñado “podemitas”.
Guanyem —“Ganemos”, movimiento social en el trance de convertirse en partido— es otro caso de enunciación abierta, y en primera persona del plural. Pero que no nos engañe la rima: mientras que Podemos, con su uso del presente de indicativo, es la expresión de una certidumbre, el imperativo Ganemos refleja más su origen combativo, y quien lo dice casi pronuncia una arenga.
Los breves y desprogramados nombres de estos partidos modernos, que en muchos casos ni dicen que lo son, representan bien a las claras lo que les alienta: con mucha frecuencia solamente la voluntad de poder. O el enigma de lo que contienen: ríos, gente corriente, incógnitas y proclamas… Algunos por suerte los conocemos: llevan tiempo en el activismo, ayudando a la gente. De otros, lamentablemente, no sabemos nada más que lo que (no) dice su nombre.
Clásicamente, la denominación incluía una descripción del programa y tal vez de sus constituyentes. Agrupaciones políticas de la actualidad arrastran etiquetas históricas (Partido Socialista Obrero Español), alguno de cuyos componentes hoy tal vez les suponga un lastre. Eran también muy frecuentes los posicionamientos ideológicos, usando la terminología surgida de un azar espacial de la Revolución Francesa: Esquerra Republicana, Centro Canario Nacionalista, o Derecha Navarra y Española. Pero también en estos temas hay curiosos desplazamientos: “popular”, es decir, “del pueblo”, en los años 30 del siglo pasado aludía a coaliciones de izquierda (como en el Frente Popular), para acabar siendo prácticamente monopolizado por la derecha (Alianza Popular, Partido Popular). También hay connotaciones que cambian con la geografía: “Radical” hoy en Grecia indica algo mucho más suave que en otros lugares.
En estos tiempos da la impresión de que el nombre de una agrupación política camina en dos direcciones. Una es expresar su especialización, el nicho al que se dirigen, pasados ya los tiempos de programas omniabarcadores: los Verdes son eso, ecologistas; el Partido Pirata sueco (con emulaciones en otros lugares) hace bandera de su lucha relacionada con el copyright. Hay también nichos de edad, denominados por sus circunstancias, como el italiano Partido de los Pensionistas, o —en agrupaciones más informales— de forma humorística, como los Panteras Grises o los Yayoflautas. Pero el nombre puede mostrar también el afán de no excluir a nadie a priori, como el indio Aam Aadmi, “Partido del Hombre Corriente” (¿y quién no se incluiría en esta categoría?), o incluso entre nosotros Ciudadanos (¿qué votante no lo es?). Fijémonos en que en este último caso se prescinde incluso del rótulo “Partido”. Sí: los partidos han tenido mala prensa en diferentes momentos históricos, lo que ha hecho que existieran agrupaciones que, por huir de la etiqueta, se autodenominaban Movimiento o Frente, y por eso también hay algunos partidos recientes que paradójicamente no proclaman que lo son.
La otra tendencia es un puro ejercicio de naming: apelar a palabras bellas, preferentemente vagas, que diferencien de la competencia, y que expresen ideas positivas. En esto hay que reconocer que el sector político no está demasiado lejos de otros sectores del consumo, de las compañías de telefonía a las marcas de vino. En el pasado ha habido diversos grupos y plataformas llamados Convergencia, que es un nombre con raíces geométricas y que tiene resonancias técnicas. Pero el reciente partido griego To Potami, “El río”, expresa la misma idea bajo la metáfora de la reunión de distintas corrientes de agua en una sola (es decir: la confluencia, en sentido propio). Podemos, que también carece de la palabra “Partido”, es otro buen caso de mensaje borroso e implícito. El origen es la consigna que utilizó Barack Obama en su campaña (quien la tomó a su vez del sindicalismo campesino estadounidense de décadas atrás): “Yes we can”. Pero una cosa es una consigna y otra es el nombre de una agrupación. Podemos es una expresión abierta (¿podemos qué?, podría preguntarse) y por otra parte hace la pequeña trampa de traer a su campo al que pronuncia su nombre. Por eso algunos han acogido con alborozo la humorada de llamarle Podéis. Un problema lateral de este tipo de denominaciones es cómo llamar a sus miembros. Si en el Partido Comunista militaban comunistas y en el Popular, populares, para los miembros de Podemos se ha acuñado “podemitas”.
Guanyem —“Ganemos”, movimiento social en el trance de convertirse en partido— es otro caso de enunciación abierta, y en primera persona del plural. Pero que no nos engañe la rima: mientras que Podemos, con su uso del presente de indicativo, es la expresión de una certidumbre, el imperativo Ganemos refleja más su origen combativo, y quien lo dice casi pronuncia una arenga.
Los breves y desprogramados nombres de estos partidos modernos, que en muchos casos ni dicen que lo son, representan bien a las claras lo que les alienta: con mucha frecuencia solamente la voluntad de poder. O el enigma de lo que contienen: ríos, gente corriente, incógnitas y proclamas… Algunos por suerte los conocemos: llevan tiempo en el activismo, ayudando a la gente. De otros, lamentablemente, no sabemos nada más que lo que (no) dice su nombre.
V
¿Se puede enseñar a escribir?
¿Se puede enseñar a escribir?
Patricia Highsmith sostiene que “es imposible explicar cómo se escribe un buen libro. Pero esto es lo que hace que la profesión de escritor sea apasionante"
Ernesto Mallo / José Antonio Millan 16 MAR 2015 - 10:25 CET
Aprender a leer y a fracasar
Por Ernesto Mallo
Sabido es que el talento para cualquier actividad no puede ser enseñado, ni aprendido. Viene determinado por el pool genético. Tenerlo carece de mérito, es como ser alto, bajo, bien parecido o moreno, nada de lo cual uno pueda legítimamente vanagloriarse. El talento por sí solo no significa gran cosa si no está acompañado por aquella capacidad que lo hará brillar y prosperar: el trabajo. La contracción al trabajo, en cambio, no es parte del equipo original. Somos por naturaleza indolentes y tendemos a adoptar la línea del menor esfuerzo para todo. Esto es lo que sí puede y debe enseñarse y aprenderse: el trabajo. Dada una cuota de talento, escribir bien requiere de una gran inversión de tiempo y esfuerzo, para que el texto resulte fluido, dinámico, significativo.
Todo lo que es fácil de leer es difícil de escribir, y viceversa. Stephen King, en su obra Mientras escribo, un libro más que interesante sobre el arte de poner una palabra detrás de la otra, se refiere a la necesidad de disponer de una “caja de herramientas”. Para el escritor que comienza, esta caja está vacía y es él quien debe llenarla. No hay instrumentos prefabricados que puedan usarse, como el artesano, el escritor fabrica los que necesita para la obra que quiere realizar. Aquí es donde el maestro puede hacer un aporte significativo. Escribir es un acto tan racional como irracional, en el cual es de fundamental importancia saber detectar cuándo hay un concepto, una idea, un línea narrativa potente y verdadera, y también cuándo esa misma línea desentona con el resto de la narración. El maestro puede perfectamente enseñar a “leerse” uno mismo, despojado de condescendencia y de exceso de crítica. Esto implica aprender a corregir, a cortar, a eliminar todo lo superfluo, ya que en arte, lo que no es imprescindible es un estorbo. García Márquez dice que un escritor vale más por lo que bota que por lo que publica.
El maestro debe ser cruel, el mundo y los editores van a serlo y es preciso aprender a sobrevivir a la crítica despiadada. Patricia Highsmith sostiene que “es imposible explicar cómo se escribe un buen libro. Pero esto es lo que hace que la profesión de escritor sea apasionante: la constante posibilidad de fracasar”. A fracasar, y a sobreponerse, también se aprende, y esta es una práctica ineludible para quien quiera dedicarse a escribir. Hay cantidad de libros sobre el arte de escribir que pueden resultar provechosos, Para ser escritor, de Dorotea Brande; La preparación de la novela, de Roland Barthe; Suspense, de Patricia Highsmith, por nombrar sólo tres, son guías excelentes de las que se puede sacar muchísimo provecho. Para mí, el libro más importante sobre la escritura es Seis propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino. Todo autor y toda obra se inscriben en una tradición, sus lecturas ayudarán al autor en ciernes a encontrar la suya. Para escribir, la clave es leer, y a leer se aprende.
Ernesto Mallo es escritor argentino.
Aprender a leer y a fracasar
Por Ernesto Mallo
Sabido es que el talento para cualquier actividad no puede ser enseñado, ni aprendido. Viene determinado por el pool genético. Tenerlo carece de mérito, es como ser alto, bajo, bien parecido o moreno, nada de lo cual uno pueda legítimamente vanagloriarse. El talento por sí solo no significa gran cosa si no está acompañado por aquella capacidad que lo hará brillar y prosperar: el trabajo. La contracción al trabajo, en cambio, no es parte del equipo original. Somos por naturaleza indolentes y tendemos a adoptar la línea del menor esfuerzo para todo. Esto es lo que sí puede y debe enseñarse y aprenderse: el trabajo. Dada una cuota de talento, escribir bien requiere de una gran inversión de tiempo y esfuerzo, para que el texto resulte fluido, dinámico, significativo.
Todo lo que es fácil de leer es difícil de escribir, y viceversa. Stephen King, en su obra Mientras escribo, un libro más que interesante sobre el arte de poner una palabra detrás de la otra, se refiere a la necesidad de disponer de una “caja de herramientas”. Para el escritor que comienza, esta caja está vacía y es él quien debe llenarla. No hay instrumentos prefabricados que puedan usarse, como el artesano, el escritor fabrica los que necesita para la obra que quiere realizar. Aquí es donde el maestro puede hacer un aporte significativo. Escribir es un acto tan racional como irracional, en el cual es de fundamental importancia saber detectar cuándo hay un concepto, una idea, un línea narrativa potente y verdadera, y también cuándo esa misma línea desentona con el resto de la narración. El maestro puede perfectamente enseñar a “leerse” uno mismo, despojado de condescendencia y de exceso de crítica. Esto implica aprender a corregir, a cortar, a eliminar todo lo superfluo, ya que en arte, lo que no es imprescindible es un estorbo. García Márquez dice que un escritor vale más por lo que bota que por lo que publica.
El maestro debe ser cruel, el mundo y los editores van a serlo y es preciso aprender a sobrevivir a la crítica despiadada. Patricia Highsmith sostiene que “es imposible explicar cómo se escribe un buen libro. Pero esto es lo que hace que la profesión de escritor sea apasionante: la constante posibilidad de fracasar”. A fracasar, y a sobreponerse, también se aprende, y esta es una práctica ineludible para quien quiera dedicarse a escribir. Hay cantidad de libros sobre el arte de escribir que pueden resultar provechosos, Para ser escritor, de Dorotea Brande; La preparación de la novela, de Roland Barthe; Suspense, de Patricia Highsmith, por nombrar sólo tres, son guías excelentes de las que se puede sacar muchísimo provecho. Para mí, el libro más importante sobre la escritura es Seis propuestas para el próximo milenio, de Italo Calvino. Todo autor y toda obra se inscriben en una tradición, sus lecturas ayudarán al autor en ciernes a encontrar la suya. Para escribir, la clave es leer, y a leer se aprende.
Ernesto Mallo es escritor argentino.
La arquitectura del escrito
Por José Antonio Millán
La reciente aparición de las 500 páginas de un Manual de escritura académica y profesional (Ariel) debería bastar para contestar afirmativamente a esta pregunta. Y sin embargo… La verdad es que, a pesar de tanta televisión y tanto YouTube, de tanta multimedia y multimodalidad, la escritura, el texto sigue siendo fundamental no sólo para la comunicación académica (donde sigue imperando el agorero “publica o perece”), sino en el mundo profesional. Desde la engañosa brevedad de un tuit hasta el correo, el informe, el análisis, las instrucciones, el prospecto, el manual, la ley, la sentencia…, un caudal de palabras rige, certifica, alerta o resume las relaciones entre los hombres. Puede que vivamos la eclosión de una civilización de la imagen, pero no se puede negar que está sostenida por torrentes de escritura. Y claro: esas extendidísimas creaciones textuales tienen sus leyes propias.
No sólo hay que respetar la ortografía (por supuesto), que puntuar adecuadamente y que utilizar vocablos ajustados, sino que además las ideas tienen que estar ordenadas; los argumentos, claros, y los procedimientos para mover el corazón de los lectores, oportunos. Todo esto se plasma además a través de un entramado de conectores léxicos que estructuran y ordenan los argumentos: “ahora bien”, “de esto se deduce fácilmente que”, “se engañaría quien pensara”… Los señaladores internos tienen que estar afinados (“ello”, ¿se referirá a la frase, al párrafo, a todo el argumento anterior?). Y un amplio etcétera. ¿Cómo se puede transmitir este complejo saber a las personas que generan escritos? Pensemos que esta categoría debe englobar al que redacta una memoria anual, al doctorando que ultima una tesis, al departamento de marketing que pule el prospecto de un medicamento o al abogado que asesora en la redacción de una ley. Ese saber especializado se transmite compartimentando adecuadamente la materia (en este manual, un tomo se dedica a “estrategias gramaticales” y otro a las “discursivas”), desmenuzando los múltiples aspectos que comprende el tema (“la planificación”, “el párrafo”, “la argumentación”), estudiando los subgéneros (el “resumen”, la “escritura web”), dando instrumentos para contrastar y mejorar (“donde no llega el corrector automático”, “recursos online”) y, por fin, proponiendo ejercicios que permitan al lector comprobar que ha comprendido.
Todo este cuidadoso planeamiento, por supuesto, sólo surtirá efecto si los usuarios, ya sean académicos o profesionales, se toman la molestia de leer, releer y, por último, ejercitar las cuidadosas explicaciones y consejos que constituyen la obra. Y ésa es precisamente su potencial debilidad: que sus destinatarios no dediquen a semejante —y exhaustivo— conjunto de recomendaciones la atención y el trabajo que merecerían. El receptor, como en todo acto de comunicación, también tiene que poner de su parte. ¿Es imprescindible haber asimilado este manual único (que tan bien ha dirigido Estrella Montolío) para ser un buen escritor académico o profesional? Está claro que no: hay por ahí textos irreprochables, en muy distintos géneros. Pero el hecho de que sean una minoría dentro del nutridísimo universo textual de la modernidad demuestra que aún queda camino por recorrer.
José Antonio Millán es lingüista y editor.
Todo este cuidadoso planeamiento, por supuesto, sólo surtirá efecto si los usuarios, ya sean académicos o profesionales, se toman la molestia de leer, releer y, por último, ejercitar las cuidadosas explicaciones y consejos que constituyen la obra. Y ésa es precisamente su potencial debilidad: que sus destinatarios no dediquen a semejante —y exhaustivo— conjunto de recomendaciones la atención y el trabajo que merecerían. El receptor, como en todo acto de comunicación, también tiene que poner de su parte. ¿Es imprescindible haber asimilado este manual único (que tan bien ha dirigido Estrella Montolío) para ser un buen escritor académico o profesional? Está claro que no: hay por ahí textos irreprochables, en muy distintos géneros. Pero el hecho de que sean una minoría dentro del nutridísimo universo textual de la modernidad demuestra que aún queda camino por recorrer.
José Antonio Millán es lingüista y editor.
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