lunes, 15 de junio de 2015

Un error de Leonardo Padura

Acaban de otorgar (muy merecidamente, sin duda) el premio Princesa de Asturias de este año a Leonardo Padura, el gran escritor cubano. Pero llama la atención que nadie haya hecho notar el profundo error en que se incurre en su obra más célebre, si bien no lo cometió él directamente, sino el autor de una de las fuentes en que inspira su Novela de mi vida (2002), cuyo complejo argumento se centra en la biografía del primer gran poeta romántico cubano, José María Heredia (1803-1839). En esta obra Padura imagina que la primera novela histórica escrita en español en América, el Jicoténcal (Filadelfia, 1826), publicada anónima, fue compuesta en realidad por el citado Heredia (antepasado, por cierto, del famoso poeta simbolista francés homónimo). Esta otra novela desarrolla principalmente la resistencia del general indígena tlascalteca Jicoténcal a la alianza de su pueblo con Hernán Cortés para conquistar el imperio azteca, su fracaso y su ejecución por parte del conquistador español, y utiliza varios textos de los cronistas de indias Las Casas y Solís.

Padura se inspiró en las teorías del cubano exiliado en México Alejandro González Acosta (Habana, 1953-), investigador al que he tratado personalmente solo por correo electrónico (ha intentado convencerme en vano de su parecer). Es doctor en Letras Iberoamericanas por la UNAM, investigador titular del prestigioso Instituto de Investigaciones Bibliográficas (Biblioteca y Hemeroteca Nacionales) y profesor y catedrático de la División de Estudios de Postgrado de la Facultad de Filosofía y Letras de esa misma universidad mexicana o mejicana. Es, además, correspondiente de la RAE (1983) y miembro de la Academia Cubana de la Lengua en el exilio (está en México desde 1987). Ha colaborado en Gramma, Bohemia, Cine Cubano, Revolución y Cultura, El Caimán Barbudo, La Nueva Gaceta, Juventud Rebelde, Paz y Soberanía, Mujeres, Cartelera, Uno más uno, Excélsior, Cuadernos Americanos y Plural (México), Revista de Historia de América (Argentina), Anthropos (España) y Revista Iberoamericana (EE. UU.) y... no les voy a aburrir con su dilatado currículum.

El caso es que se equivoca de medio a medio al suponer, muy sibilinamente y poco a poco, por cierto, que José M.ª Heredia es el autor del Jicotencal (Filadelfia: Stavely & Bringhurst, 1826, 2 vols.). Esta entelequia se fue levantando en dos libros sucesivos suyos:  El enigma de Jicotencal (México: UNAM, 1997), donde no se atreve sino a insinuarlo, acumulando falacia tras falacia, y en su posterior edición de la novela, que ya osa atribuir al gran poeta cubano y publica junto con la réplica española nacionalista de Salvador García Ba(h)amonde Jicotencal / José María Heredia, Xicoténcal, príncipe americano / (México: UNAM, 2002). Su edición es buena en los detalles técnicos; Acosta es un filólogo solvente, pero la tesis de atribución es, por completo, tan errónea en su planteamiento como en sus conclusiones. Para ser justos, hay que admitir también, pese a todo, que se trata de uno de los problemas ecdóticos más complejos que existen por arreglar en el hispanoamericanismo. Pero hoy que conocemos mejor el contexto de esa época, algunos contornos empiezan a vislumbrarse con claridad y en ellos no se percibe lo que adivina González Acosta.

Cuando se imprimía en Filadelfia el Jicotencal el ciudarrealeño Félix Mejía llevaba allí emigrado varios años a la fuerza, protegido por una serie de liberales y masones norteamericanos después de evadirse con otros periodistas (entre ellos el futuro amigo de Larra y responsable de sus fracasados devaneos políticos, Ramón Ceruti) de la prisión en que los tenían en la isla de El Hierro (Canarias), la más alejada de la Península, poco antes de que llegara desde Madrid la orden de ejecutarlos que había sido promulgada por los secuaces absolutistas de Fernando VII. La prensa estadounidense declara que todos marcharon a México o Méjico, salvo el ciudarrealeño o ciudadrealeño, que se quedó en Estados Unidos para escribir la historia de la revolución española... una revolución fracasada que había tirado todos los palos del sombrajo al deprimido manchego. Lo hizo, a fe mía, a conciencia, primero con las duras notas a la Carta de su fusilado amigo y coeditor de El Zurriago (1821-1823) Benigno Morales, y después (de forma anónima, para evitar los problemas diplomáticos que podrían sobrevenir tras el advenimiento del Congreso Anfictiónico de Panamá y la subsecuente doctrina Monroe) en su aspérrima Vida de Fernando VII y los Retratos políticos de la Revolución en España, publicados también anónimos en 1826 y que quienes no los han leído atribuyen a su editor (o, según  la legislación estadounidense, proprietor de la obra, no autor de la misma), Charles Le Brun, un intérprete francés naturalizado estadounidense que era la cara visible de los diversos grupos americanos interesados (no solo política, sino económicamente) en desprestigiar a Fernando VII (y más en general, a los Borbones). Félix Mejía, por su parte, sí firmaba con su nombre otras publicaciones que no podían conducir a su expatriación de los Estados Unidos por motivos políticos ante las presiones de España, ya que carecía de pasaporte y se proclamaba apátrida o refugiado político sin status legal; solo a fines de 1827 marchó del país con un pasaporte guatemalteco para defender las libertades democráticas en América Central.

Reemprender todas estas investigaciones me ha supuesto cierto esfuerzo; había dejado los cinco tomos y las tres mil setecientas páginas de mi tesis hace once años, trabajo largo, caro (fotocopias, viajes, libros) difícil y detectivesco, y le cogí bastante antipatía a un personaje cuya trayectoria tantos problemas me había ofrecido despejar; pero la insistencia del señor González Acosta en afirmar cosas que no son ciertas me ha hecho retomar estos trabajos, volver a la carga y centrarme, en el escaso tiempo de que dispongo, en escribir artículos donde divulgo y amplío las informaciones de mi tesis, no informatizada aún ni divulgada en la red, pero premiada por individuos como Diego Carcedo o Román Gubern y cuyas conclusiones conocen bien los especialistas. Jicoténcal fue escrita por Félix Mejía, un manchego. Y por razones mucho más sólidas que las que imputan esta novela a Félix Varela o a su discípulo Heredia. Y son estas:

1. Los usos ortográficos de la novela son los de un europeo, y más en concreto Félix Mejía. Por ejemplo, un mexicano o un cubano habrían titulado su novela Xicoténcatl. Es más, hay rasgos dialectales manchegos que identifican la lengua de la obra como de Félix Mejía (esto se verá en el artículo que preparo)

2. Hay muchos textos en las obras de Félix Mejía que se parafrasean en el Jicoténcal, y después de la novela el mismo autor usa un párrafo de ella con otro propósito. Pero González Acosta no aduce sino fuentes comunes que ambos escritores conocían de sobra, y alega semejanzas de palabras, no de textos; apurando ese tipo de argumentos podría decirse que todas las obras del mundo han sido escritas por el mismo autor porque usan las mismas palabras. 

3. El Jicotencal se publicó en la misma imprenta en la que Félix Mejía publicó sus otras obras, en las que, además, hay textos, puntos de vista, ideologías, pensamientos e intenciones semejantes a los que aparecen en el Jicotencal.

4. Heredia proyectó escribir una tragedia sobre Xicoténcatl y nos han quedado los restos de ese plan: ninguno de los personajes, aparte de Xicoténcatl, que aparecen en esos apuntes, pertenece a la novela publicada en 1826. Y eso es imposible si realmente Heredia hubiese escrito la novela: basta recordar las adaptaciones de Galdós de sus propias novelas, en las que los mismos personajes reaparecen y se sigue el mismo argumento. 

5. La novela histórica posee una interpretación histórica concreta que obedece a los intereses revolucionarios del carbonarismo, al cual pertenecía Félix Mejía, como he demostrado en mi tesis; Mejía estaba relacionado con el carbonario Orazio Atellis y vendía sus obras sobre el Congreso Anfictiónico de Panamá: se temía una intervención de la Santa Alianza en México y la novela identifica a Cortés como símbolo de la misma; en otras obras contemporáneas Mejía refleja esta preocupación.

Ideológicamente, Mejía, declarado lector en América de Thomas Paine y conocedor de su polémica con Edmund Burke, asume la defensa de una concepción del derecho iusnaturalista según la cual todos los hombres son iguales y el derecho antiguo debe adaptarse a los nuevos tiempos para poder estar vivo: los pueblos pueden derogar las leyes y forjarse ellos mismos otras nuevas, frente a una concepción del derecho positivista y consuetudinarista, según la cual los hombres son esclavos de las leyes antiguas y no las pueden derogar, adaptar o renovar. Exactamente el gran problema político del paso de una sociedad estamental reaccionaria a una sociedad burguesa liberal y revolucionaria. En la novela de Mejía, el personaje de Jicoténcal, un indígena que se expresa, poco verosímilmente, como uno de los griegos de Plutarco, al igual que en la crónica de Antonio de Solís que sigue principalmente, representa esa primera actitud en dos esferas distintas: una, moral y ética; la otra, política; Hernán Cortés, su oponente finalmente victorioso, representa la segunda: pura hipocresía en el primer caso y pura razón de estado en la segunda. El personaje del héroe tlascalteca Jicoténcal parafrasea en la novela de Mejía el De officiis ciceroniano; Cortés, por el contrario, El príncipe de Maquiavelo. Y eso es muy frecuente en otras obras contra los tiranos de Félix Mejía, incluso en varias casi coetáneas.

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