Hay en el De re publica (III, 17) de Cicerón uno de los párrafos más hermosos que se han escrito sobre ese derecho natural cuya existencia discuten tanto los juristas (la traducción es la española de 1818, poco después de que el cardenal Ángelo Mai descifrara con la ayuda de los reactivos químicos de Niebuhr el palimpsesto que contenía gran parte del texto perdido de obra:
Existe una ley verdadera, la recta razón, conforme a la naturaleza, universal, inmutable, eterna, cuyos mandatos estimulan al deber y cuyas prohibiciones alejan del mal. Sea que ordene, sea que prohíba, sus palabras no son vanas para el bueno, ni poderosas para el malo. Esta ley no puede contradecirse con otra, ni derogarse en alguna de sus partes, ni abolirse toda entera. Ni el Senado ni el pueblo pueden libertarnos de la obediencia a esta ley. No necesita un nuevo intérprete, o un nuevo órgano: no es diferente en Roma que en Atenas, ni mañana distinta de hoy, sino que en todas las naciones y en todos los tiempos esta ley reinará siempre única, eterna, imperecible, y la guía común, el rey de todas las criaturas, Dios mismo da el origen, la sanción y la publicidad a esta ley, que el hombre no puede desconocer sin huir de sí mismo, sin desconocer su naturaleza y sin sufrir por esta sola causa la más cruel expiación, aunque haya evitado en otro tiempo lo que se llama suplicio.
Para mí hay algo de poético en que el derecho natural se encontrara perdido y se recuperara en unos años tan trascendentales como esos, en plena época de las revoluciones.
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