No se suele insistir lo suficiente en el hecho de que Cervantes llegara a ser esclavo, y así resulta que uno de los grandes temas de su obra, al que consagró un libro entero Luis Rosales, fue la libertad. Incluso ha sido considerado el primer escritor liberal de nuestras letras... si no lo hubiera sido ya antes otro alcalaíno, Juan Ruiz, arcipreste de Hita.
Cervantes amaba la libertad y luchó en Lepanto por libertar a Europa del yugo musulmán, algo de lo que se sintió siempre orgulloso. Sus redaños excedían lo común: aunque entonces estuvo enfermo, eligió el lugar más peligroso del combate para que no se dudara de él. Es más, se jugó la vida en al menos otras cuatro ocasiones: cada vez que organizó una evasión de esclavos españoles en Argel. Y se libró de la muerte por los pelos, aunque no de la tortura. Algunos dirán que tenía baraka, pero seguramente el bey esperaba un gran rescate por él (le habían interceptado cartas del gran coco de la Sublime Puerta, Juan de Austria, nada menos) y no querría arriesgar su salud. En Argel lo llamaban ya en árabe dialectal Shaibedraa o Saavedra, "el tullido", mote que a partir de entonces se añadió como un segundo apellido sin descender realmente de ese solar gallego. Provenía en realidad de una familia cordobesa de médicos, de la que su padre, un cirujano sordo (por lo cual no pudo obtener el título) representaba la rama menos favorecida. Por entonces ser cirujano y sordomudo era una ventaja: operar sin la molestia de oír los gritos que producía la falta de anestesia era una garantía de frialdad y celeridad en la labor.
¿Y qué pensaba Miguel de Cervantes de Cortinas sobre la libertad? Que exigía actividad, elección y compromiso. Como escribió en su Quijote es "uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede (y debe) aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres". En su Numancia es preferible el suicidio a la esclavitud y Cervantes fue el creador y más importante autor de un género teatral de esa época que lo reflejaba, la comedia de cautivos, con alrededor de 16 textos conservados. Pero el liberalismo de Cervantes le hace comprender las razones de los otros, aunque no las comparta. Su morisco Ricote contó que en Alemania "cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia" [II, 54] y los varios viajes del alcalaíno, como los del Tomás Rodaja de El licenciado Vidriera, le hicieron escribir aquello tan repetido de que "las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos". Defensor de la Edad de Oro, concede primacía a la ley natural frente a la positiva y libera por ello a los galeotes. El "perspectivismo" que define al Don Quijote como la primera "novela polifónica" moderna es, de hecho, la asunción del principio de que no hay una sola versión posible de la realidad, sino muchas que deben integrarse en una mayor cuya exclusiva nadie posee. No en vano pudo escribir Antonio Rey Hazas que "la REALIDAD con mayúsculas, absoluta y única para todos, no existe en el mundo del Quijote, sino puntos de vista concretos, personales y diferentes sobre ella". Esa idea perspectivista, cuyo origen se atribuye a las Meditaciones del Quijote de Ortega, se encuentra ya en la correspondencia que mantuvo con el gran cervantista manchego Francisco Navarro Ledesma, un ensayista toledano de La Sisla a quien Ortega había leído y que pertenecía a la Generación del 98. Navarro era un crítico cultísimo pero algo destemplado: a Pardo Bazán la llamaba "Pardo Bacín" y le dio tal bofetada a Leopoldo Alas que casi lo tiró por las escaleras del Ateneo.
Para Cervantes el hombre no solo está obligado a luchar por su propia libertad hasta el fin, sino que debe hacerlo, y también por la de los demás: perderla representa no solo perder toda dignidad humana (el "honor", en la lengua de la época), sino toda dignidad social (u "honra"). Una actitud pasiva, silenciosa y cobarde, un no elegir era ya para Cervantes una elección, la de la condena moral y social que supone la falta absoluta de conciencia. Él estaría de acuerdo en aquello que dijo también otro famoso liberal, Edmund Burke: "Para que triunfe el mal basta con que los hombres de bien no hagan nada." De hecho, eso fue lo que sacó a su Alonso Quijano de su lugar de La Mancha: no hacer nada, el deporte político nacional. La ética cervantina reclama, como bien vio Unamuno, luchar por la libertad ajena incluso aunque fuera en perjuicio propio, como hizo don Quijote al liberar a los galeotes (uno de los cuales, el famoso Ginés, sustrajo el rucio a Sancho) o incluso en perjuicio de alguien que te amara (como es el caso de la pastora Marcela), ya que el amor no debe ser tampoco una cadena para el libre albedrío.
Para una mentalidad explotadora como la actual este modo de pensar parece un poco marciano, pero era el de los españoles con hidalguía de la época que ya no somos. Como escribió el más cervantino de los escritores actuales, Pérez Reverte, los caballeros están obligados a lo imposible contra el precepto jurídico positivo: "Dios tolera lo intolerable; es irresponsable e inconsecuente. No es un caballero" (El maestro de esgrima). Don Quijote no tenía libros devotos en su librería y, aunque en el libro figuren curas, no se habla casi nunca de Dios: era un tema tan peligroso que se soslayaba, como en el itinerario de Don Quijote las grandes poblaciones, que hubieran obligado a la Santa Hermandad a tomar cartas en el asunto y encerrar al loco.
Pero la España de entonces no era menos esclavista que Berbería. Aunque tengamos a un abolicionista manchego tan importante como el jurista Bartolomé de Albornoz, al que no se le hizo ni puto caso por mor de la censura inquisitorial, o a un titán de los derechos humanos como el dominico fray Bartolomé de las Casas, al que se le hizo un poco más (en España siempre han mandado más las autoridades eclesiásticas que las civiles, y hasta hace bien poco había más iglesias que escuelas). Alguien como él, que era dominico y, por tanto, con mano en la orden inquisitorial, tenía suficiente predicamento como para paralizar la colonización y obligar a reescribir las Leyes de Indias. Porque en nuestra colonización los españoles fueron más listos (y más vagos) que los anglosajones y prefirieron vivir de los indios en vez de trabajar duro compitiendo con ellos y exterminándolos. Y para ello se valieron del mecanismo feudal de las encomiendas.
Así, nos cuenta el dominico que, para asegurarse su obediencia, lo primero que hacían los conquistadores al llegar a un nuevo pueblo era preguntar por el mandamás o "cacique" en su lengua; y con una denuncia o falsedad cualquiera, como en la Guerra civil, tenían ya el pretexto perseguido perfecto para ejecutarlo. Con eso se aseguraban el miedo y, por tanto, la obediencia ciega de todos los débiles y acojonados indígenas del pueblo, la gran mayoría. Después se repartían las encomiendas para que los españoles fueran servidos más que "para evangelizarlos", que era el pretexto oficial. Por suerte la Iglesia moderó ese precapitalismo cerril y estableció, al contrario que los anglosajones, universidades en que pudieron estudiar, integrando a los indígenas; incluso aprendió sus lenguas y toleró en cierto modo algo de su cultura sin que hubiera un excesivo apartheid. El procedimiento es menos asesino que otros, pero también se las trae; la explicación es que, como estábamos saliendo de la Edad Media, aún no se había desarrollado demasiado el capitalismo buitre a la manera norteña y por eso pudo realizarse un cierto mestizaje cristiano que creó una cierta "casta" criolla a la que las repúblicas hispanoamericanas deben bastante de su idiosincrasia y, por qué no decirlo, de su pobreza y de su ruina. Esa casta se constituyó en una especie de aristocracia americana sin mérito que pretendía servirse de indios y esclavos sin trabajar duro al modo anglosajón, postura que representaba el gran contradictor de Las Casas, el aristotélico Ginés de Sepúlveda, un defensor de la esclavitud, que veía como algo tan natural como el mismo Aristóteles. Cuando el ciudarrealeño Mejía pudo conocer el paño de cerca como periodista, militar y juez en Guatemala durante diez años al servicio del liberalísimo gobierno de Gálvez y Morazán, que pertenecían a esa aristocracia, y tuvo que huir del golpe de estado del dictador mulato Rafael Carrera, dejó su opinión bien clarita y resumida en una sola frase: "Nuestros hermanos de América, que cada vez están más pobres y revueltos". Dos adjetivos que los definen no solo a ellos, sino a nosotros.
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