09/06/2007
En un vuelo reciente a España desde Nueva York, me tocó de compañera de asiento una señora muy cordial que antes de abrocharnos los cinturones ya me había interrogado sobre el motivo del viaje. Al mencionarle que iba a dar una conferencia sobre la autoestima, la inquisitiva mujer exclamó: "¡Pues de eso en España andamos fatal!". Quise indagar en qué basaba tan contundente afirmación y me dijo sin vacilar: "Mire, vivimos rodeados de maltratadores y terroristas". Sorprendido, le pregunté si conocía a muchos de estos desalmados. La afable señora deliberó unos minutos y respondió con extrañeza: "Ahora que me paro a pensar, la verdad es que a mi alrededor no hay maltratadores, y tampoco conozco a ningún terrorista". Seguidamente, los dos guardamos silencio.
Mi compañera de viaje había reaccionado con lo que llamamos en psiquiatría pensamientos automáticos. Estos pensamientos se forjan con prejuicios o generalizaciones irreflexivas y suelen derivar en juicios tan negativos como desacertados. Para hacerle justicia a mi interlocutora, explicaré que al despedirnos me comunicó con emoción: "¡La culpa de lo que le dije la tienen los telediarios!". Deduje que después de razonar se percató de que había confundido la noticia o lo aberrante con la vida normal o lo habitual.
En un vuelo reciente a España desde Nueva York, me tocó de compañera de asiento una señora muy cordial que antes de abrocharnos los cinturones ya me había interrogado sobre el motivo del viaje. Al mencionarle que iba a dar una conferencia sobre la autoestima, la inquisitiva mujer exclamó: "¡Pues de eso en España andamos fatal!". Quise indagar en qué basaba tan contundente afirmación y me dijo sin vacilar: "Mire, vivimos rodeados de maltratadores y terroristas". Sorprendido, le pregunté si conocía a muchos de estos desalmados. La afable señora deliberó unos minutos y respondió con extrañeza: "Ahora que me paro a pensar, la verdad es que a mi alrededor no hay maltratadores, y tampoco conozco a ningún terrorista". Seguidamente, los dos guardamos silencio.
Mi compañera de viaje había reaccionado con lo que llamamos en psiquiatría pensamientos automáticos. Estos pensamientos se forjan con prejuicios o generalizaciones irreflexivas y suelen derivar en juicios tan negativos como desacertados. Para hacerle justicia a mi interlocutora, explicaré que al despedirnos me comunicó con emoción: "¡La culpa de lo que le dije la tienen los telediarios!". Deduje que después de razonar se percató de que había confundido la noticia o lo aberrante con la vida normal o lo habitual.
La realidad es que la autoestima de los españoles, hombres y mujeres, mayores y pequeños, se sitúa actualmente entre las más saludables y elevadas del planeta. Ésta es la conclusión a la que llegan, con singular consistencia estadística, estudio tras estudio. Expertos como Michael Argyle y Ruut Veenhoven, de las universidades de Oxford y Erasmus de Rotterdam respectivamente, ya revelaron esta tendencia positiva en los años noventa. En 2000, un sondeo Demoscopia elaborado mediante entrevistas a domicilio señalaba que seis de cada diez españoles decían sentirse bien consigo mismos, además de confiar en un mundo cada vez más sano, libre y feliz. Dos años más tarde, la agencia oficial Eurobarómetro mostraba que la población española, junto con la holandesa, obtenía la cota más alta en bienestar psicológico. En 2006 este mismo organismo documentó que el 84% de los españoles afirmaba estar muy o bastante satisfechos con su vida, cuatro puntos por encima del resto de los europeos. Entre los jóvenes, el termómetro de la autoestima también marca niveles superiores a la mayoría de los países de la UE, como reflejó el informe Juventud en España 2004 y confirmó recientemente Unicef.
Es verdad que todos conocemos paisanos que viven hundidos en el autodesprecio y hasta piensan que no merecen vivir. Pero incluso si usamos la tasa de suicidios como indicador del estado emocional de un pueblo -algo que propuso el respetable sociólogo francés Émile Durkheim-, la proporción de estas trágicas despedidas en España se encuentra entre las más bajas de Occidente (según Eurostat, en 2005 se contabilizaron 6,6 suicidios por cada 100.000 habitantes en este país, mientras que la media en el resto de Europa y Estados Unidos rozaba 11 muertes).
Es cierto también que una alta autovaloración no es siempre un dato beneficioso. Como ocurre con el colesterol, existe una autoestima "buena" o socialmente constructiva y otra "mala", o narcisista, que se basa en el dominio sobre los demás. ¿Quién no se ha topado con algún déspota de ego inflado que practica el abuso de poder? Estos verdugos prepotentes son minoría, pero mantienen su capital de amor propio a costa de robárselo a otros, y hacen estragos en el ámbito social, laboral, escolar o familiar.
La autoestima, entendida por la valoración que hacemos de la idea de nosotros mismos, es subjetiva. No podemos medirla como el pulso o la temperatura del cuerpo. El único método para estudiarla es preguntar. Además es personal; a la hora de autovalorarnos no distinguimos entre mí y mío, y, de acuerdo con nuestras prioridades, ponemos en la balanza desde la habilidad para relacionarnos hasta nuestras posesiones, pasando por el físico, la aptitud para el trabajo o para desempeñar nuestro papel familiar o social, los talentos, los logros o los fracasos. También sopesamos el grupo social al que pertenecemos y las opiniones que creemos tienen de nosotros los demás. Al autovalorarnos, casi todos nos protegemos excluyendo del cómputo los problemas que consideramos fuera de nuestro control o los infortunios inevitables.
La buena autoestima de los ciudadanos es un dato de gran relevancia que debemos celebrar. Pocas cosas son más determinantes en la vida de las personas que cómo se sienten consigo mismas. Una autoestima sana suele ir de la mano de la participación constructiva en la sociedad, de la capacidad para adaptarnos a los cambios y superar la adversidad y de la satisfacción con la vida en general.
Siempre me ha llamado la atención el hecho de que mientras los estadounidenses tienden a presumir sin reparos de autovalorarse generosamente, mis paisanos españoles no suelen hablar, y mucho menos vanagloriarse, de su probada autoestima. Creo que esta actitud se debe, en parte, a que en España, tradicionalmente, la percepción favorable de uno mismo se ha teñido de ignorancia o de egocentrismo. Otro condicionante es la exaltación de la modestia, bien como virtud espiritual o por aquello de que "la uña que sobresale es la que recibe los golpes".
Finalmente, no puedo evitar volver a la anécdota del principio para expresar mi convencimiento de que los pensamientos automáticos derrotistas, que tanto abundan en este Reino, nos roban continuamente la conciencia de nuestro alto y saludable bienestar emocional.
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