Las ideas constitucionales antiguas de los manchegos no son muy diversas entre sí: las de Arroyal, las de Mejía y las del ilustrado daimieleño Pedro Estala, un canónigo masón y afrancesado, son muy parecidas a las de Mejía. Cuando escribió El Imparcial en 1809 las divulgó a través de dos artículos principalmente, uno, incluido en el número primero, intentaba sentar la verdad de que la Constitución de Bayona había venido a restaurar las libertades perdidas por obra de las últimas dinastías de reyes españoles. Así, Jean Baptiste Busaal afirma en su "Le règne de Joseph Bonaparte: une expérience décisive dans la transition de la Ilustración au Libéralisme Modéré", en Historia Constitucional, número 7 (Septiembre 2006), párr. 28-30, que "l’afrancesado en abordant la question des origines anciennes de la liberté espagnole s’inscrivait pleinement dans le débat constituant de la crise de la Monarchie dont ce thème constituait un enjeu central". Como la mayor parte de sus contemporáneos favorables a las reformas, el excanónigo vuelto periodista consideraba que los españoles habían tenido ya una Constitución, «esto es, aquellos fueros o leyes fundamentales que ataban las manos a los príncipes». Gracias a los legendarios fueros de Sobrarbe, Aragón properó hasta que Felipe II, incitado por la Inquisición, impuso su tiranía. No quedaban más que unas migajas de la de Navarra, recuerdo antiguo de la de Castilla, perpetuado por el fantasma de las Cortes y si la "provincia" vasca estaba en calma, era porque la suya era la única aún en pie. Los Borbones terminaron de instalar la opresión y desde entonces la caída de España no pareció tener fin. Pero gracias «a la generosidad del gran Napoleón», las libertades se restablecieron y el buen gobierno no dependía ya de la personalidad del titular de la función real. El artículo termina con la promesa de un análisis, que no llegó a presentarse jamás, de los artículos de esta Constitución. El segundo artículo, sobre el Patriotismo, exponía las ventajas de la libertad de los modernos; la Patria que la nueva constitución había creado verdaderamente sería «aquel país nativo del hombre, que le proporciona todas las ventajas de una sociedad bien arreglada, y [le permite] gozar de sus derechos imprescriptibles ». La máxima política que guiaba en el pasado el poder hacía del rey el dueño de la vida y de los bienes, lo que volvía ilusorios todos los derechos individuales, sin contar que todo espíritu de protesta era extiguido por la ausencia de garantía jurídica para el goce de sus rentas. Los «prodigios de una constitución liberal» convencerían a los escépticos con una libertad individual asegurada, una justicia imparcial y el fin de las exacciones económicas.
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