Hoy es treinta de mayo; he estado pensando de qué podría escribir en la bitácora hoy; volví a ver mi escena favorita de Mulholland Drive, de David Lynch, la del teatro de las sombras, donde se dice aquello de "No hay orquesta. Todo está grabado" y contemplé después lo que da a entender cuán frecuentemente nos olvidamos de que "todo está grabado" por el destino y que, por tanto, nada tiene sentido ni origen, y nada "merece la pensa", ni siquiera el sufrimiento, porque no es real, sino simulacro o ilusión. ¿Estamos separados de algo más auténtico o sencillamente distinto? La barrera puede ser, para los sentimientos, la juventud, que nos separa de la inocencia; puede ser, en abstracto, la muerte. He podido sacar algo en limpio de ese cine, tan lírico en su sustancia, de David Lynch, de sus símbolos (la luz, el sonido, los pájaros, los micrófonos, las carreteras, las casas en llamas, las filas de ventanas sombrías), sus alegorías, sus personajes intercambiables, sus aparentemente confusas estrategias narrativas etcétera. Los poetas nos leemos, bien o mal, unos a otros; y Lynch, pintor y cineasta, es sobre todo un poeta.
Luego recordé una frase que oí en una película mala: "El amor es lo que hacemos con él"; las frases así se me suelen quedar pegadas; a las cornejas y a los cuervos les pasa igual, llevan a sus nidos todo lo que ven relucir en sus largos vuelos por lo alto; los artístas plásticos también reúnen en sus estudios los cacharros cuyos brillos, colores o texturas les impresionan e intentan reproducir. Los adoptan como partes de su mundo; muchas veces, sencillamente, porque son bolos alimenticios que no han terminado de digerir, y necesitan más procesamiento: de algún modo han impresionado simultáneamente muchos niveles de atención, no necesariamente consciente, en la conciencia, y necesitan procesar el elemento extraño con cuidado para sacarle todo su jugo, toda la sustancia que puede añadir nuevos colores a su universo, aprovecharlo como material de algo más grande o hacerlo fructificar como una semilla en el jardín -o en la selva, si uno es muy desordenado- que constituye el propio mundo de uno. En consecuencia, pensé en glosarla un poco; pero tampoco me sentía con ganas; me parecía como un deber escolar poco emotivo.
Por fin vine a parar en mi madre, mater dolorosa, como la de la pieza inmortal de Pergolesi, en quien no suelo pensar, no ya por sufrimiento, sino porque siempre la he tenido presente -soy mis padres, pues de ellos vengo y con ellos me crié-. Nació en este día, en que fue quemada Juana de Arco. Y yo, emperador de siete pies de tierra manchega, o, ya que soy tan alto, un poco más, quise hacer el mismo ejercicio de honestidad que el emperador Marco Aurelio, quien, en sus Meditaciones, hacía la larga lista de todo lo que le debía a sus familiares genesíacos y adoptivos, así como a esos otros familiares, los educadores y los amigos; dones que no eran sólo positivos, si os fijáis, sino negativos: de algunos aprendía también lo que no debía ser, postura muy sensata, que ya recomendaban los egipcios: "Para saber no preguntes sólo al que sabe, sino también al que no sabe". El que no sabe también puede ser un magnífico profesor. No incluía anécdotas específicas, sino, a causa del prejuicio retórico de uno de los progymnasmata del que ya no me acuerdo, las virtudes abstractas que creía dignas de imitar y de que le habían sido ejemplo, aunque muy personalizadas. ¿Qué le debo a mi madre, qué a mi padre? ¿Qué soy ahora que ellos han sido? ¿De qué manera siguen viviendo en mí?He mascado esto antes, en mis largos pero furiosos silencios de giro interior. Mi padre construía casas y maquetas, yo construyo libros; mi padre se sintió toda su vida marginado por su padre; yo también; mi padre nunca recibió apoyos ni aprecios de su padre; yo tampoco, aunque sé que, un poco a su modo, me apreciaba, y me llevaba al campo con sus casetes de flamenco y su sábana de nicotina, a recoger setas, a ver pueblos, a pasear por el campo simplemente, recorriéndonos toda la provincia de esa manera, desde el puerto de Niefla a las Minas de Almadén o las tablas de la Yedra; respetaba los libros, de que me permitió tener larga cuenta, pero le seducían más los circuitos y las radios de galena que mi despabilado hermano le construía; yo era el raro, el niño fugitivo, el disgusto que di cuando me marché de casa en Jaén cuando tenía apenas unos años; no lo recuerdo, pero me lo han dicho; más de una vez me volví a perder y me volví a encontrar extraviado entre jardines de rosas giennenses, yo, el niño oculto en las montañas de leña de olivo que quemaban por San Antón; yo, el que dibujaba submarinos de tiza en la calle para que los borrara la lluvia cuando en la tele echaban Tierra de gigantes y Viaje al fondo del mar... El que leía todo lo que encontraba a su alcance, el que se extasiaba viendo a Zaqueo subido en una higuera en el libro de religión, el que escuchaba la voz de los monstruos en el viento y en el agua, y oía arañar a las sombras en los cristales de la escuela, el que paseaba por las arenas y las montañas de ladrillos de las obras a oscuras y se internaba en la oscuridad en busca de grillos misteriosos, o jugaba con chapas de cervezas El Alcázar en las aceras, el que dormía en el suelo y se iba a buscar renacuajos al río, el que escalaba pedruscos y se metía en las zanjas, el que combatía a pedrada limpia con los del barrio de Peñamefeci, el que cavaba tumbas a gatos muertos y curioseaba entre las botellas de cerveza y las barras de hielo de los bares, el que se quedaba a pasarle la mano a la perra Linda, el que se abrió la cabeza al caerse de la escalera, el que se escondía en cajas de cartón y corcho blanco, el que levantaba míseras cabañitas de vigas de madera el año en que vivió en Elizondo, entre bosques llenos de duendes y ortigas y cementerios pequeños con ataúdes blancos...
He saltado la valla de la infancia y me ha vuelto a salir el hilo lírico; no he podido cumplir con mi voto de analizar las versiones de mis padres que tengo en mí. En otra ocasión lo continuaré, mientras lo maduro más.
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