Esta actitud no deja de ser razonable -mejor dicho, racional- en el mundo postmoderno en el que nos hallamos inmersos, donde la verdad es relativa y los valores no son firmes. Quizá ser un profesor desdeñoso, apático y perezoso sea un valor al alza mientras que, por el contrario, comprometerse con la enseñanza y cumplir con esmero y alegría el noble oficio de educar haya pasado de moda. Quizá, incluso, no solo ser buen profesor esté demodé sino que el alumnado no sea digno merecedor del desparpajo optimista porque no lo saben apreciar o, lo más probable, porque no les reporte ningún beneficio pragmático para el mundo que les va a tocar vivir.
Se suponía que educábamos para construir un mundo más justo pero indefectiblemente hemos perdido esta perspectiva. En realidad educamos como quien sirve hamburguesas en un McDonnald´s; enseñamos para construir un mundo en el que se venda mejor la basura, en el que se optimice la velocidad de intercambio de bostas y en el que domestiquemos a nuestros jóvenes para enriquecer, sin quejas, a otros que, casualmente, no se encuentran estudiando en la enseñanza pública.
En esta sociedad líquida, por sus valores cambiantes y la puesta en escena narcotizada, ser profesor no consiste en amar la sabiduría y transmitirla a los alumnos con amor y entusiasmo, sino en aleccionar de forma aburrida, despotricar contra el sistema educativo e irse a casa cuanto antes -y antes de tiempo-, amargado si es posible para que la ética no desentone de la estética en su solitario juego autodestructivo y aniquilador. Ser fiel a los principios de la excelencia educativa no garantiza el éxito del profesor ni, por tanto, de los estudiantes.
Al decir de algunos, para solucionar los problemas que nos acechan la clave consiste en cambiar la forma de afrontarlos. ¿Qué mejor forma de enfrentarlos que ignorarlos? o, mejor, ¿no es preferible resolverlos desde la superficialidad más irreflexiva, el comentario falaz, la queja ignorante, la abyecta falta de iniciativas, el incomprensible desprecio por la formación pedagógica y la arrogancia más despreciable desde la que se pontifica sobre la bondad de la basura?
Este ejercicio de autocrítica, quizá hiperbólicamente pesimista, lo explica mejor que yo Zygmunt Bauman en Mundo consumo, su reciente y recomendable ensayo publicado por Paidós:
Sólo puedo estar seguro de una cosa: que el mes o el año siguiente (y, con toda seguridad, los años que vendrán después), no se parecerán al momento que estoy viviendo ahora. Y, al ser diferentes, invalidarán buena parte de los conocimientos teóricos y prácticos que estoy aplicando actualmente (aunque no hay manera de adivinar cuál será esa parte). Tendré que olvidar mucho de lo que he aprendido y tendré que deshacerme de numerosas cosas e inclinaciones de las que ahora hago gala y presumo poseer (aunque no hay manera de saber cuáles). Las elecciones que hoy consideramos más razonables y dignas de elogio serán vistas mañana como lamentables errores garrafales y serán condenadas por ello. Lo que cabe deducir de todo lo anterior es que la única aptitud que realmente necesito adquirir y ejercitar es la flexibilidad: la habilidad para deshacerme con prontitud de habilidades inútiles, la capacidad de olvidar con rapidez y de eliminar activos pasados que hoy han devenido en pasivo, la aptitud necesaria para cambiar de enfoque y de vía sin apenas aviso y sin lamentarlo, así como para eludir juramentos de lealtad a nada o a nadie para toda la vida. A fin de cuentas, los giros inesperados a mejor tienden a aparecer súbitamente y como surgidos de ninguna parte, y con la misma brusquedad cambian de signo. ¡Pobres imbéciles aquellos que, deliberadamente o no, se comportan como si fueran a conservar esa buena suerte para siempre! (p. 183).
No hay comentarios:
Publicar un comentario