La idea de Dios me inspira cierta ternura; uno se lo querría llevar a la tumba, como tantos otros juguetes que le han servido para entretenerse en su infancia mental; como otros lenitivos y placebos, nos sirvió, nos sirve para mantener la cordura y una cierta cohesión social, una ilusión de orden y rebaño en este universo desangelado y desanimado, puro mecanicismo, a que condujo la gran alienación del racionalismo burgués.
Hace tiempo estudié las supersticiones, ese caudaloso depósito de mitologías olvidadas, de humanidades y divinidades desdeñadas, en busca de monstruos para mi colección; en el estudio de los fantasmas, del que queda el artículo de Wikipedia que reformé y terminé por redactar casi por entero, concluí que su origen era el mismo de la religión, acrecido por todo tipo de prejuicios cognitivos; en el fondo la aparición laica no es tan distinta de la hierofanía religiosa; un infantil deseo de perdurar, de duplicarse y de reduplicarse, de germinar en lo otro, de justificar la permanencia del ego en medio de la segunda ley de la termoninámica. Feuerbach ya lo dijo sin duda mejor en sus Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad; de él me quedé siempre con ese verso, "solamente una vez es todo verdadero". Pero en ese cabalístico estudio, en que intentaba desacreditar lo desacreditable de tales supersticiones, una clase en concreto de fantasmas, de entre tan larga y curiosa galería, capturó mi atención, junto con los sin cara: la de los fantasmas hambrientos, constantes en gran número de culturas; el hambre, tan humana, caracteriza a los dioses con devastadora frecuencia. Como dice el Prometeo de Goethe, uno de los poemas que prefiero de la literatura occidental,
¡No conozco nada más míserable bajo el sol
que vosotros, dioses!
Pobremente nutrís
con sacrificios
y aliento de oraciones
vuestra majestad,
y moriríais
si pordioseros y niños
no enloqueciesen de esperanza.
¡Y, cuando era niño
no sabía por qué la mirada
volvía al sol, extraviada,
como si alguien hubiera allá arriba
que oyera mi lamento
y hubiera un corazón que, como el mío,
sintiera pena por el que sufre!
Los fantasmas asumen ese hambre; los gaki japoneses, los espectros que comen polvo de la escasamente primitiva, para ser tan antigua, Epopeya de Gilgamesh. o los hindúes del Garuda Purana. Estos fantasmas no roen el alma, sino el cuerpo, de la misma manera que nosotros nos merendamos a Cristo o los antiguos se comían los sacrificios ceremoniales, o de la misma manera que Cronos, ese antiguo dios, se comía a los dioses modernos antes de que le cortaran los cojones (que es mucho cortar).
Estos dioses con necesidades perentorias y diarias son tan humanos que no pueden ser dioses; por lo parecido que es, comer está emparentado con y es opuesto a parir, comer es matar, o más exactamente encarnar o reencarnar; un devorador de dioses es un dios él mismo, para un pensamiento exclusivamente material o imaginativo, que es el que estoy asumiendo ahora; cada mito es una imagen, no una abstracción; Zeus/Júpiter está representado por el águila porque las garras simulan la estructura vista del rayo celeste, las plumas las nubes, los ojos el sol y la luna mixtos en tormenta.
Hace tiempo estudié las supersticiones, ese caudaloso depósito de mitologías olvidadas, de humanidades y divinidades desdeñadas, en busca de monstruos para mi colección; en el estudio de los fantasmas, del que queda el artículo de Wikipedia que reformé y terminé por redactar casi por entero, concluí que su origen era el mismo de la religión, acrecido por todo tipo de prejuicios cognitivos; en el fondo la aparición laica no es tan distinta de la hierofanía religiosa; un infantil deseo de perdurar, de duplicarse y de reduplicarse, de germinar en lo otro, de justificar la permanencia del ego en medio de la segunda ley de la termoninámica. Feuerbach ya lo dijo sin duda mejor en sus Pensamientos sobre la muerte y la inmortalidad; de él me quedé siempre con ese verso, "solamente una vez es todo verdadero". Pero en ese cabalístico estudio, en que intentaba desacreditar lo desacreditable de tales supersticiones, una clase en concreto de fantasmas, de entre tan larga y curiosa galería, capturó mi atención, junto con los sin cara: la de los fantasmas hambrientos, constantes en gran número de culturas; el hambre, tan humana, caracteriza a los dioses con devastadora frecuencia. Como dice el Prometeo de Goethe, uno de los poemas que prefiero de la literatura occidental,
¡No conozco nada más míserable bajo el sol
que vosotros, dioses!
Pobremente nutrís
con sacrificios
y aliento de oraciones
vuestra majestad,
y moriríais
si pordioseros y niños
no enloqueciesen de esperanza.
¡Y, cuando era niño
no sabía por qué la mirada
volvía al sol, extraviada,
como si alguien hubiera allá arriba
que oyera mi lamento
y hubiera un corazón que, como el mío,
sintiera pena por el que sufre!
Los fantasmas asumen ese hambre; los gaki japoneses, los espectros que comen polvo de la escasamente primitiva, para ser tan antigua, Epopeya de Gilgamesh. o los hindúes del Garuda Purana. Estos fantasmas no roen el alma, sino el cuerpo, de la misma manera que nosotros nos merendamos a Cristo o los antiguos se comían los sacrificios ceremoniales, o de la misma manera que Cronos, ese antiguo dios, se comía a los dioses modernos antes de que le cortaran los cojones (que es mucho cortar).
Estos dioses con necesidades perentorias y diarias son tan humanos que no pueden ser dioses; por lo parecido que es, comer está emparentado con y es opuesto a parir, comer es matar, o más exactamente encarnar o reencarnar; un devorador de dioses es un dios él mismo, para un pensamiento exclusivamente material o imaginativo, que es el que estoy asumiendo ahora; cada mito es una imagen, no una abstracción; Zeus/Júpiter está representado por el águila porque las garras simulan la estructura vista del rayo celeste, las plumas las nubes, los ojos el sol y la luna mixtos en tormenta.
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