Andrea Ricci, El País, 18-III-2010:
La expansión de las clases medias en los países emergentes avanza a un ritmo vertiginoso. El crecimiento económico sostenido de muchos países muy poblados está impulsando el ascenso social de grandes masas. Más de 1.840 millones de personas viven ya en hogares con una renta por habitante de entre 10 y 100 dólares al día, según un estudio publicado recientemente por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). En 2000, eran 1.360, sólo 140 millones más que en 1992, aclara Homi Kharas, economista autor del estudio. Utilizando otros parámetros, algunos analistas calculan que la mitad de la población mundial pertenece a la clase media. Los datos difieren según el criterio elegido, pero nadie discute la tremenda aceleración del avance burgués en la última década.
Muchos analistas y políticos vinculan a esta histórica y asombrosa elevación social esperanzas de una expansión y arraigamiento de la democracia y las libertades civiles. En Occidente, en siglos pasados, precisamente las clases burguesas fueron alma y músculo del desarrollo liberal. Sin embargo, tras una etapa de notable crecimiento a principios de los noventa, el número de democracias en el mundo es hoy igual que en 1995: 116, según la prestigiosa Freedom House, institución fundada en 1941 y con sede en Washington.
Al final de una década de fuerte desarrollo, las clases medias de países tan relevantes como China o Rusia siguen pareciendo más aquiescentes ante regímenes autoritarios que garanticen estabilidad, que ansiosas por conquistar nuevas parcelas de libertad. ¿Por qué no siguen el camino de sus antecesores occidentales?
"Estas nuevas clases medias en países emergentes son todavía frágiles y temen la inestabilidad. Están dispuestas a aceptar regímenes autoritarios que ofrezcan orden, a cambio de que éstos no frustren con excesiva corrupción y clientelismo su ambición de avance social, su aspiración a competir en igualdad de condiciones y su deseo de transmitir a los hijos un futuro mejor", opina el historiador británico Lawrence James, autor de The middle class: a history, en conversación telefónica desde Oxford.
Cada país tiene sus características, y los obstáculos al camino democrático en un país islámico no son los mismos que en un régimen comunista o una dictadura militar. Pero existen rasgos comunes en un grupo social que, en el fondo, persigue los mismos intereses en todas partes. La preocupación de los neoburgueses por conservar los logros recientes, por ejemplo, es un esquema clásico. Como señala James, oficinistas y profesionales chinos, rusos o vietnamitas deben de sentir ahora algo muy parecido a lo que muchos españoles sintieron en los años sesenta.
Los neoburgueses, sin embargo, tienen un potencial obstáculo ulterior en el camino a la plenitud democrática y al Estado de derecho. Las burguesías occidentales que arrollaron inexorablemente un régimen tras otro son cuerpos sociales dotados de una profunda espina dorsal, que tiene su raíz en el pensamiento griego y el derecho romano; continúa con la Carta Magna británica, el Renacimiento y la Ilustración; y culmina con las revoluciones francesas y americanas. La falta de ese bagaje podría complicar el viaje de los nuevos burgueses.
Una encuesta del Pew Global Attitudes Project publicada el año pasado ofrece datos interesantes al respecto. El estudio, centrado en 13 países emergentes, sugiere que sus clases medias desean con mayor intensidad que sus conciudadanos más pobres el establecimiento de la democracia y el respeto de las libertades civiles. El desfase entre el grupo social medio y el bajo se repite con distancias significativas en casi todos los apartados del sondeo. En Rusia, por ejemplo, el 51% de la clase media cree que es "muy importante" que las elecciones sean limpias. Sólo el 37% de la clase baja lo cree así.
Sin embargo, las variaciones entre países son muy grandes. Al 51% de Rusia o de Egipto, se corresponde un 80% en Chile y un 69% en Brasil. La base de impulso de reformas democráticas en algunos países es muy inferior que en otros. El bienestar va acompañado de una mayor sensibilidad democrática y liberal, pero el punto de partida sí pesa para alcanzar una masa crítica, un umbral que desencadene la lucha política.
"El desarrollo económico es naturalmente un aspecto de importancia fundamental, pero no lo es todo. El bagaje cultural también importa", considera Richard Wike, director adjunto del Pew Global Attitudes Project, desde Washington. "El desarrollo facilita y sostiene la democracia, pero no la garantiza".
Homi Kharas -que trabaja en The Brookings Institution y ha publicado de The emerging middle class in developing countries en enero- considera, sin embargo, que la cuestión cultural no es muy relevante. "Creo que en definitiva siempre son los intereses materiales los que empujan a luchar. Las clases medias que han luchado en el pasado no lo han hecho por ideas abstractas, sino en vista de beneficios concretos", dice Kharas, desde Washington. "Es cierto que estas clases no han cosechado claros avances políticos, pero sí han logrado la expansión de las libertades económicas, que es lo que más les ha interesado hasta ahora. Han tenido un impacto, aunque no han hecho que cayeran regímenes".
"La herencia cultural tiene su importancia", argumenta James, "y algunos países emergentes cuentan con la semilla de los valores del Estado de derecho sembrada desde la etapa colonial. Pero para que se produzcan empujones contra regímenes a menudo dispuestos a utilizar la fuerza son necesarios puntos de ruptura, elementos de exasperación. Un caso típico es la excesiva corrupción de un régimen, que afecta a la vida cotidiana, obstaculiza los negocios y desata la rebelión", apunta James. Es significativo recordar en esa óptica el actual esfuerzo del Kremlin y del Partido Comunista chino para frenar la corrupción local.
Con inteligencia, muchos regímenes han ablandado puntos de fricción con esas clases que pueden arrasarlos con la fuerza de una oleada. La exitosa fase de expansión de la democracia en Europa del Este tras la caída del muro de Berlín -en la que el número de países democráticos pasó de 76 a 118 entre 1990 y 1996- fue un abrazo deseado durante décadas de opresión y penurias. Ahora, una mezcla hábil de creciente bienestar y formas de control menos opresivas pueden garantizar a los regímenes autoritarios que las clases medias se queden mansas en el plano político.
Historias positivas no faltan, las clases medias tienen mucho que ver con el admirable rumbo democrático seguido por grandes países como Brasil o Indonesia, pero el dato estadístico de Freedom House pesa como una piedra: 116 democracias hoy, igual que en 1996. Entonces, había 600 millones de burgueses menos en el mundo.
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