Fernando Aramburu, "La prosa que no se nota. Muere Ramiro Pinilla, patriarca de las letras vascas y españolas", El País, 23 OCT 2014
Al pensar en Ramiro Pinilla compruebo con agrado la coherencia del hombre y su obra. Hay quienes prefieren componer, cincelar, embellecer, ejercicios sin duda legítimos; que gustan de llevar a cabo cierto extrañamiento de sí mismos a fin de reencarnarse en otras vidas. Pinilla, no. Pinilla era como su escritura: claro y directo. Profesaba una desconfianza instintiva por los estilos ornamentales. ¿Su especialidad? Los hombres tozudos y esforzados que, a fuerza de perseverancia, alcanzan dimensión de héroes, aunque a ellos esta última circunstancia les traiga al pairo.
El que aguanta o la que aguanta, ya que no pocos de sus personajes femeninos son de aúpa. He ahí la virtud, la de la tenacidad ante las dificultades y los sinsabores, que merece atención primordial en sus novelas. En Las ciegas hormigas, por ejemplo, con la que ganó el Premio Nadal en 1960. Su protagonista, Sabas Jáuregui, trata a toda costa de ocultar a la Guardia Civil una carga de carbón que ha reunido con gran esfuerzo, en una noche desapacible, de un barco encallado, arrastrando en su obcecado designio a la catástrofe a toda su familia. De ahí el título, que alude a la condena de los seres humildes que viven por y para el trabajo, maldición de corte bíblico que Pinilla halló en el escritor que mayor influjo ejerció en él, William Faulkner.
Acaso la Guerra Civil no le dejó una huella tan profunda como los años de represión que vinieron después. Al menos es lo que se desprendía de su conversación, cuajada de recuerdos precisos, y de algún que otro pasaje de sus libros. El comienzo de la guerra lo pilló de adolescente, y en su pueblo, Getxo, duró poco. Más vivos estaban en su memoria los registros domiciliarios de los falangistas que iban por los pueblos y caseríos de la zona buscando gente a quien fusilar. Habla de ello en La higuera, uno de sus textos más estremecedores.
De sus años de militancia comunista le quedó una firme convicción en el compromiso histórico del escritor. Con dicho estímulo escribió algunos de sus libros. Pienso en el crudo Antonio B. el Ruso, que él consideraba menor y yo lo contrario. Era como un tributo que pagaba por la Literatura con mayúscula. A los amigos nos confesaba que disfrutaba más escribiendo novelas policiacas. Y a ellas se dedicó hasta el final de su larga vida no bien hubo despachado la descomunal empresa de escribir Verdes valles, colinas rojas, una cima de la literatura española, dicho sea ahora que el autor no me oye, ya que era por demás reacio a los halagos.
Veinte años dedicó a escribir con bolígrafo esta voluminosa parábola de la historia del País Vasco, comprimida en el escenario habitual de sus novelas, Getxo. Un esfuerzo titánico, rebosante de humor y de imaginación, con una base paródica de nula utilidad para el nacionalismo. En el libro se suceden las generaciones. Asistimos al nacimiento del primer vasco, a la fundación de la primera taberna, a amores y desamores, a batallas y crímenes, todo ello y mucho más interpretado por un elenco de personajes al alcance de pocas inventivas.
Pinilla postulaba el llamado estilo transparente. Gustaba de la prosa que no se nota. Fue, por así decir, un escritor que ya tenía su forma, su manera, desde el principio. Estuvo activo hasta el final. Me contaba recientemente su editor, Juan Cerezo, que fue a visitarlo al hospital y Pinilla le dijo que, estando en la UVI, había diseñado mentalmente una novela. Estaba deseando volver a casa para escribirla. La muerte tenía por desgracia otros planes.
Juan Cerezo, "La grandeza de Ramiro", El País, 23 OCT 2014:
Qué pérdida tan inconsolable. Cuánto talento, integridad y tesón el de Ramiro Pinilla. Pertenecía a esa especie tan rara de los grandes escritores que se mantienen alérgicos a la grandilocuencia, a la pedantería o los fastos, capaces de levantar mundos completos, de idear historias imperecederas, conmovedoras y cómicas, como la propia vida, y preferir interesarse antes por el interlocutor que tiene delante que por las teorías sobre su obra. Su creatividad y su ánimo eran los de un escritor joven de 90 años. Quizá debido a su innegociable libertad e independencia personal, por su vida sencilla, retirada del mundo, rodeado de un grupo de gente querida, es decir, a una elección vital de una coherencia admirable, esencial y sin lujos. Le bastó una casa con huerto, levantada por él y bautizada Walden, en homenaje a Thoreau, una mesa frente a la ventana, un humilde bolígrafo y unas cuantas resmas de papel reciclado para escribir sus grandes novelas. Y basta leerlas para entender cuáles eran esos rasgos de su persona que hacían de Ramiro alguien tan excepcional, tan grande en su sencillez: porque en él podías reconocer el dulce y obstinado amor de Roque Altube en Verdes valles, colinas rojas, la dignidad y entereza de Souto Menaya en Aquella edad inolvidable, la inteligencia cervantina de Samuel Esparta en su trilogía policíaca, el tesón de Sabas Jáuregui en La ciegas hormigas. En mi visita al hospital, era tal su presencia de ánimo, su buen humor, que sus palabras ejercieron el asombroso efecto de hacer desaparecer la gravedad, y con él, toda la parafernalia de tubos, cables y monitores que le envolvía. Estaba contentísimo porque había dado con un magnífico desenlace para la novela que tenía entre manos, y sobre todo porque pensó que podríamos mantener la presentación de su última novela precisamente el 23 de octubre, el mismo día en que nos ha dejado.
Aurora Intxausti, "Necrología" en El País, 23 OCT 2014
El escritor vizcaíno Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923-Getxo, 2014), decano de los novelistas españoles, falleció ayer a los 91 años, según fuentes de Tusquets, la editorial en la que venía publicando desde que en 2004 editara la primera parte de su trilogía Verdes valles, colinas rojas.Fue esa saga sobre el mundo vasco, de cerca de 3.000 páginas y que tardó dos décadas en perfilar, la que le relanzó a los 80 años dentro del mundo editorial. Pinilla comenzó a escribir a finales de los años cincuenta del pasado siglo, logrando varios premios por sus trabajos literarios, entre ellos el Nadal, pero no fue hasta 2004 cuando le llegó el reconocimiento de los lectores con su trilogía.
La recomendación del escritor Fernando Aramburu al editor Juan Cerezo de que leyese el manuscrito que le había enviado Ramiro Pinilla fue el primer paso para que sus obras tuviesen un lugar en la literatura española. Escribía con bolígrafo y luego pasaba los textos al ordenador, utilizaba éste como si tratase de una máquina de escribir porque ni tan siquiera tenía Internet.
Pasó casi 20 años de su vida tejiendo y desgranando en fichas de cartulina lugares y personajes hasta construir el mundo que rodea Verdes valles, colinas rojas (Tusquets y Círculo de Lectores), la trilogía que forman las novelas La tierra convulsa, Los cuerpos desnudos y Las cenizas del hierro. Precisamente gracias a esta última obra Ramiro Pinilla logró el Premio Nacional de Narrativa “por haber sido capaz de hacer una epopeya sobre un mundo tan difícil y rico como es el vasco”. Su obra es un monumento a la memoria. Los personajes que pululan por su novela formaban parte de su vida y tanto los vivos como los muertos le permitieron construir un mundo literario diferente.
Pinilla pasó toda su vida en Walden, una casa que lleva el nombre del famoso ensayo estadounidense, publicado en 1854 por Henry David Thoreau, autor al que admiró tanto en el terreno literario como intelectual. Allí, en Getxo, fue donde escribió todas sus obras, a cualquier hora del día o de la noche, porque los ratos de insomnio le permitían fabular e imaginar personajes en cualquier momento. “No dejaba descansar su cabeza. En lo último que estaba trabajando era en una novela sobre un grupo de personas a las que se les expulsa de la sociedad —artistas, soñadores— y se van todos juntos a vivir una vida alternativa. Le faltaba el final”, señala el editor Juan Cerezo.
El escritor trabajó en varios oficios a lo largo de su vida, desde marino mercante a administrativo en una empresa de gas, y emprendió muchos negocios, todos ellos ruinosos hasta el punto de que él mismo solía decir que todas sus iniciativas económicas estaban destinadas a perder dinero. En una ocasión se le ocurrió montar un criadero de pollos para vender huevos frescos y resultaba más caro el pienso que lo que se obtenía por sus productos. No era un hombre de lujos y lo más que se permitía era tomar una coca-cola y ver partidos de fútbol. Forofo del Athletic de Bilbao y apasionado del buen fútbol, disfrutaba con el juego de la selección o del Barça. De esa pasión surgió precisamente el libro titulado Aquella edad inolvidable.
Toda su ambición la había volcado en la literatura y tenía como asignatura pendiente publicar novelas de género negro. “A mi edad a muchos les da por escribir memorias y a mí lo que me divierte y me hace tremendamente feliz es hacer policiacas”, recuerda el editor que era el comentario de Pinilla sobre sus últimos libros. Este tipo de novelas están ubicadas en su pueblo, Getxo, y para ellas creó un personaje, Sancho Bordaberri, enamorado de los libros, escritor fracasado, feliz con su trabajo en la librería que posee, envenenado por su locura por los clásicos de la novela negra e inquieto buscador de justicia. Este se transforma en el detective Samuel Esparta cuando se viste con gabardina y se coloca un sombrero que le trajo su tío de América. El último libro publicado, Cadáveres en la playa (Tusquets), es el caso más intrigante de un Samuel Esparta ya maduro que mantiene contra viento y marea su peculiar librería en Getxo y recibe en los setenta la visita de una señora, Juana Ezquiaga, que quiere contratarlo para que averigüe la desaparición, mucho tiempo atrás, del que fue su amor de juventud.
Bibliografía
Las ciegas hormigas, 1960.
Seno, 1971.
Recuerda, oh recuerda, 1974.
Primeras historias de la guerra interminable, 1977.
La gran guerra de Doña Toda, 1978.
Andanzas de Txiqui Baskardo, 1980.
Quince años, 1990.
Huesos, 1997.
Verdes valles, colinas rojas -La tierra convulsa, 2004.
Los cuerpos desnudos y Las cenizas del hierro, 2005.
Sólo un muerto más, 2009. Primer caso del detective Samuel Esparta (un crimen que dejó sin resolver en Verdes valles, colinas rojas).
Los cuentos, 2011.
Aquella edad inolvidable, 2012.
El cementerio vacío, 2013.
Cadáveres en la playa, 2014.
Jimena Larroque Aranguren, "Muere Ramiro Pinilla, patriarca de las letras vascas y españolas", en El País, 27 OCT 2014:
Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923, Getxo, 2014) paseaba todos los días por los escenarios de sus novelas -—que son también los de su vida— y publicó este mes la tercera entrega de la serie policiaca de Samuel Esparta, Cadáveres en la playa(Tusquets). Siguiendo una entrada exterior al núcleo urbano de Getxo, se llega a su casa junto a una huerta fecunda. Puso a la casa el nombre de Walden, en homenaje a H. D. Thoreau, filósofo de la desobediencia civil y hortelano como Pinilla.
Perseveró en su tarea de escritor al margen del reconocimiento público tras haber sido premio Nadal, en 1961, por Las ciegas hormigas y finalista del Premio Planeta, en 1971, por Seno. Ya octogenario, le llovieron los premios (Euskadi de Literatura en castellano, de la Crítica, Nacional de Narrativa). El pasado septiembre había cumplido 91 años.
Llevaba una vida tranquila y afirmaba que viajar “es una huida, como tratar de llenar un vacío”. Sin moverse de Getxo, Pinilla conjuró el vacío construyendo un universo inagotable.
Pregunta. ¿Cómo sigue teniendo tantas ganas de escribir?
Respuesta. Tengo salud y la mente bien. De hecho yo creo que estoy mejor mentalmente ahora que en mis veinte años. Y la muerte no me da miedo, la muerte me da sólo pena. Porque sé lo que no voy a encontrar en el otro lado: no habrá nada. Hay que vivir lo más posible, con salud.
P. ¿Tiene alguna filosofía como escritor?
R. La de sentirme un hombre libre con todas sus consecuencias. Escribo en libertad, siempre he escrito lo que me ha dado la gana. Por ejemplo, en la novela sobre la que estoy trabajando actualmente hay un episodio que trata sobre la Virgen. Esta chica queda embarazada, pero no por su marido. Y no se le ocurre otra cosa que decir que la ha visitado un arcángel, fíjate la que organizó. ¡Y esto lo recoge la Biblia! No sabes lo que disfruto, ojalá se me ocurrieran más herejías… Al ser libre y mínimamente consciente del entorno, me ha interesado denunciar las injusticias, o la ridiculez del nacionalismo. Pero no de manera sistemática, desde el análisis sociológico, sino a través de la novela, con personajes que te van llevando en una dirección. El mérito de la literatura está en componer un argumento o una escena que convenzan, por muy tontos que sean. Cuando consigo esto, soy feliz.
P. ¿Cómo aborda la novela en marcha que le ocupa las tardes?
R. Es una novela que se llamará Los inmaduros. Yo tenía una idea general: unos señores deciden en cierto momento de sus vidas vivir su vocación (uno es escritor, otro pintor, otro fotógrafo), desertan de las familias y coinciden en un caserío de la playa. Allí se instalan, a vivir su vocación, de modo sencillo y humilde. Y en esto contravienen la opinión de sus señoras que los consideran gente sin fuste, sin fundamento. Poco a poco voy metiendo las idiosincrasias y peripecias de los personajes. Cuando ya tienes un corpus vivo, la novela sale por sí sola prácticamente.
P. La dedicatoria de la gran trilogía Verdes valles, colinas rojas dice: “Ahora sé por quién he escrito siempre. Pero mi verdadero mundo fue otro”. ¿Es indiscreto preguntarle por su sentido?
R. No, qué va… He escrito por mi madre. Resulta que éramos dos hermanos, yo era el mayor y una madre cuida siempre más al pequeñito. Además mi hermano era astuto y yo un inocente, él sacaba buenas notas y yo no… No me he quitado nunca la sensación de estar rebajado frente a él –lo dice riéndose— y suponer que mi madre era la imaginaria jueza en esto, aunque todo fuese una invención mía. Yo quería escribir para dar la talla. Y por supuesto que he separado vida y literatura. Imagínate: llegué a Getxo a principios del invierno del año 57, casado, con dos hijos pequeños, a hacer una casa sin una peseta, con una pequeña hipoteca y con una huerta de la que ocuparme. Yo la llamo la “época épica”. Escribí Las ciegas hormigas en el trabajo, buscando huecos libres. Nunca he sido de esos hombres que dicen “aquí estoy yo, yo quiero escribir” y se encierran en una habitación con pestillo. Yo escribía cuando tenía tiempo.
P. ¿Qué ha aprendido de otras lecturas?
R. Me fijo mucho en el estilo literario, es importante acertar en el estilo que le va a uno. Se hace eligiendo a un autor, fijándose no en las cosas que dice, sino en cómo las dice. Yo me fijé en Faulkner: le leía, cerraba el libro y me ponía a escribir con su música. Le copiaba. Algo parecido me pasó con García Márquez. Todo está en la música de lo que escriben.
P. ¿Cómo se sobrepuso a prácticamente cuarenta años de silencio después de ganar el Premio Nadal?
R. Consiguiendo ser uno mismo independientemente del entorno, que tiene que ser secundario. Hay personas que son como unas hojuelas que con viento leve se quedan afectadas, tienen mal genio y sufren. Yo estaba disgustado con los editores de aquel momento, tuve desavenencias con ellos y los eché a un lado a costa de quedarme sin publicar. Luego fundé la pequeña editorial Libropueblo que vendía libros a precio de coste y publiqué unas cuantas novelitas. Así que aunque no me hubieran publicado nunca más, yo seguiría escribiendo. Y creo que hubiese escrito lo mismo que he escrito.
P. Salta a la vista la influencia del cine en su literatura…
R. Sí, el cine me ha ayudado a escribir. Por ejemplo, cuando salió la primera versión de Cyrano de Bergerac, yo debía de tener unos veinte años, me pareció tremendamente emotiva y salí del cine llorando. También me pasó con Solo ante el peligro. Ese espíritu intransigente de unos ciudadanos que no cedían al entorno, que se sobreponían llevando adelante su empresa, que pudiendo no triunfar acaban triunfando… ese heroísmo y ese sacrificio me conmovían. Y además el cine norteamericano tiene la viveza, el ritmo, el empuje, el lenguaje directo. He prestado siempre mucha atención a los diálogos. Creo que dialogo bien por influencia directa de ese cine. El lenguaje es básico, hay que cuidarlo mucho.
P. ¿En qué piensa cuando pasea por las mañanas?
R. A veces en nada en particular, voy cantando tangos de Carlos Gardel. Y otras veces me pongo a recordar. Porque Getxo es un recuerdo vivo. Como todos los viejos, yo me acuerdo de mis padres, también de mi niñez y de la de mis hijos. Y fíjate, me da por pensar que algo no hice muy bien: no les he puesto suficiente música cuando eran pequeños.
Jimena Larroque Aranguren, "Muere Ramiro Pinilla, patriarca de las letras vascas y españolas", en El País, 27 OCT 2014:
Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923, Getxo, 2014) paseaba todos los días por los escenarios de sus novelas -—que son también los de su vida— y publicó este mes la tercera entrega de la serie policiaca de Samuel Esparta, Cadáveres en la playa(Tusquets). Siguiendo una entrada exterior al núcleo urbano de Getxo, se llega a su casa junto a una huerta fecunda. Puso a la casa el nombre de Walden, en homenaje a H. D. Thoreau, filósofo de la desobediencia civil y hortelano como Pinilla.
Perseveró en su tarea de escritor al margen del reconocimiento público tras haber sido premio Nadal, en 1961, por Las ciegas hormigas y finalista del Premio Planeta, en 1971, por Seno. Ya octogenario, le llovieron los premios (Euskadi de Literatura en castellano, de la Crítica, Nacional de Narrativa). El pasado septiembre había cumplido 91 años.
Llevaba una vida tranquila y afirmaba que viajar “es una huida, como tratar de llenar un vacío”. Sin moverse de Getxo, Pinilla conjuró el vacío construyendo un universo inagotable.
Pregunta. ¿Cómo sigue teniendo tantas ganas de escribir?
Respuesta. Tengo salud y la mente bien. De hecho yo creo que estoy mejor mentalmente ahora que en mis veinte años. Y la muerte no me da miedo, la muerte me da sólo pena. Porque sé lo que no voy a encontrar en el otro lado: no habrá nada. Hay que vivir lo más posible, con salud.
P. ¿Tiene alguna filosofía como escritor?
R. La de sentirme un hombre libre con todas sus consecuencias. Escribo en libertad, siempre he escrito lo que me ha dado la gana. Por ejemplo, en la novela sobre la que estoy trabajando actualmente hay un episodio que trata sobre la Virgen. Esta chica queda embarazada, pero no por su marido. Y no se le ocurre otra cosa que decir que la ha visitado un arcángel, fíjate la que organizó. ¡Y esto lo recoge la Biblia! No sabes lo que disfruto, ojalá se me ocurrieran más herejías… Al ser libre y mínimamente consciente del entorno, me ha interesado denunciar las injusticias, o la ridiculez del nacionalismo. Pero no de manera sistemática, desde el análisis sociológico, sino a través de la novela, con personajes que te van llevando en una dirección. El mérito de la literatura está en componer un argumento o una escena que convenzan, por muy tontos que sean. Cuando consigo esto, soy feliz.
P. ¿Cómo aborda la novela en marcha que le ocupa las tardes?
R. Es una novela que se llamará Los inmaduros. Yo tenía una idea general: unos señores deciden en cierto momento de sus vidas vivir su vocación (uno es escritor, otro pintor, otro fotógrafo), desertan de las familias y coinciden en un caserío de la playa. Allí se instalan, a vivir su vocación, de modo sencillo y humilde. Y en esto contravienen la opinión de sus señoras que los consideran gente sin fuste, sin fundamento. Poco a poco voy metiendo las idiosincrasias y peripecias de los personajes. Cuando ya tienes un corpus vivo, la novela sale por sí sola prácticamente.
P. La dedicatoria de la gran trilogía Verdes valles, colinas rojas dice: “Ahora sé por quién he escrito siempre. Pero mi verdadero mundo fue otro”. ¿Es indiscreto preguntarle por su sentido?
R. No, qué va… He escrito por mi madre. Resulta que éramos dos hermanos, yo era el mayor y una madre cuida siempre más al pequeñito. Además mi hermano era astuto y yo un inocente, él sacaba buenas notas y yo no… No me he quitado nunca la sensación de estar rebajado frente a él –lo dice riéndose— y suponer que mi madre era la imaginaria jueza en esto, aunque todo fuese una invención mía. Yo quería escribir para dar la talla. Y por supuesto que he separado vida y literatura. Imagínate: llegué a Getxo a principios del invierno del año 57, casado, con dos hijos pequeños, a hacer una casa sin una peseta, con una pequeña hipoteca y con una huerta de la que ocuparme. Yo la llamo la “época épica”. Escribí Las ciegas hormigas en el trabajo, buscando huecos libres. Nunca he sido de esos hombres que dicen “aquí estoy yo, yo quiero escribir” y se encierran en una habitación con pestillo. Yo escribía cuando tenía tiempo.
P. ¿Qué ha aprendido de otras lecturas?
R. Me fijo mucho en el estilo literario, es importante acertar en el estilo que le va a uno. Se hace eligiendo a un autor, fijándose no en las cosas que dice, sino en cómo las dice. Yo me fijé en Faulkner: le leía, cerraba el libro y me ponía a escribir con su música. Le copiaba. Algo parecido me pasó con García Márquez. Todo está en la música de lo que escriben.
P. ¿Cómo se sobrepuso a prácticamente cuarenta años de silencio después de ganar el Premio Nadal?
R. Consiguiendo ser uno mismo independientemente del entorno, que tiene que ser secundario. Hay personas que son como unas hojuelas que con viento leve se quedan afectadas, tienen mal genio y sufren. Yo estaba disgustado con los editores de aquel momento, tuve desavenencias con ellos y los eché a un lado a costa de quedarme sin publicar. Luego fundé la pequeña editorial Libropueblo que vendía libros a precio de coste y publiqué unas cuantas novelitas. Así que aunque no me hubieran publicado nunca más, yo seguiría escribiendo. Y creo que hubiese escrito lo mismo que he escrito.
P. Salta a la vista la influencia del cine en su literatura…
R. Sí, el cine me ha ayudado a escribir. Por ejemplo, cuando salió la primera versión de Cyrano de Bergerac, yo debía de tener unos veinte años, me pareció tremendamente emotiva y salí del cine llorando. También me pasó con Solo ante el peligro. Ese espíritu intransigente de unos ciudadanos que no cedían al entorno, que se sobreponían llevando adelante su empresa, que pudiendo no triunfar acaban triunfando… ese heroísmo y ese sacrificio me conmovían. Y además el cine norteamericano tiene la viveza, el ritmo, el empuje, el lenguaje directo. He prestado siempre mucha atención a los diálogos. Creo que dialogo bien por influencia directa de ese cine. El lenguaje es básico, hay que cuidarlo mucho.
P. ¿En qué piensa cuando pasea por las mañanas?
R. A veces en nada en particular, voy cantando tangos de Carlos Gardel. Y otras veces me pongo a recordar. Porque Getxo es un recuerdo vivo. Como todos los viejos, yo me acuerdo de mis padres, también de mi niñez y de la de mis hijos. Y fíjate, me da por pensar que algo no hice muy bien: no les he puesto suficiente música cuando eran pequeños.
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