En su reciente (2004) biografía sobre Shakespeare, Stephen Greenblatt cita un texto inequívocamente escrito por la mano del Cisne del Avon que describe a Tomás Moro, en su calidad de alguacil de Londres, logrando persuadir a los revoltosos antiextranjeros de que abandonen su violencia y su rebeldía y se sometan al rey. Greenblatt afirma que Shakespeare "escribió unos versos que parecen alertar de forma excepcional contra la miseria humana y los peligros políticos de las expulsiones forzosas". "Consentid que los echen", dice Tomás Moro al populacho que reclama la expulsión de los extranjeros del reino, y
Consentiréis que todo este vuestro tumulto
vapulee la majestad de Inglaterra.
¡Imaginad que veis a esos desdichados extranjeros
con sus niños cargados a hombros y sus pobres pertenencias
marchando hacia puertos y costas en busca de transporte,
mientras vosotros permanecéis sentados en vuestro capricho como reyes,
vuelta muda la ley por vuestro motín,
pavoneándoos adornados con las gorgueras de vuestra propia opinión!
¿Qué habréis conseguido? Os lo diré: habréis demostrado
que la chulería y la intimidación han prevalecido,
que el orden ha sido reprimido. Y, siguiendo esta pauta,
ninguno de nosotros llegará a la vejez,
pues otros rufianes, cuya fantasía actúe como quiera,
por propia mano, propias razones y propio derecho
abusarán de vosotros, y los hombres, cual peces voraces,
se comerán unos a otros
(S. G. El espejo de un hombre. Vida, obra y época de W. Shakespeare, 2016, pp. 320-321).
(S. G. El espejo de un hombre. Vida, obra y época de W. Shakespeare, 2016, pp. 320-321).
La obra era tan polémica que no llegó a estrenarse nunca, a causa de la censura. Fue compuesta por cuatro autores (Munday, Chette, Heywood, Dekker), aunque sufrió diversas refundiciones posteriores, en una de las cuales intervino Shakespeare, constituyendo su manuscrito uno de los escasísimos autógrafos que se conservan de él; por eso se sabe que la escena que he citado es de su mano, y quien haya leído al autor evocará enseguida textos paralelos del judío Shylock en El mercader de Venecia y en otras obras.
El tema de Tomás Moro ha sido siempre muy atractivo para el teatro (solo hay que recordar Un hombre para la eternidad, 1960, de Robert Bolt, que fue llevada al cine magistralmente por Zinnemann seis años después). Quienes tuvieron motivación, dinero y tiempo pudieron incluso ver la obra de Shakespeare y esos otros cuatro ingenios ha poco (2013) representada en Almagro en español, pues a pesar de sus muchos personajes y desmesurada extensión hubo quien quiso ofrecérnosla (García May, en concreto) sobre tablas. Entre las letras manchegas, me acuerdo (porque lo investigué; ya hablé de ello en una historia de la literatura manchega del siglo XVIII que figura en un volumen estupendamente editado por el benemérito Alfonso González Calero) que un dotado dramaturgo jesuita ciudarrealeño (era de Santa Cruz de los Cáñamos) del siglo XVIII, Miguel Benavente (1727-1793), compuso y estrenó en el Seminario de Nobles de Madrid ante el rey Fernando VI una pieza titulada La tragedia de Tomás Moro. Según su compañero de orden Lorenzo Hervás y Panduro, el famoso lingüista, la publicó sin nombre de autor, pero yo no la he encontrado por más que he revuelto bibliografías; no figura siquiera en el Catálogo del Antiguo Teatro Escolar Hispánico (CATEH) ni en las bibliografías jesuitas que conozco, salvo la de Hervás, ni Uriarte la ha visto tampoco, así que podemos darla definitivamente por perdida, aun cuando nos queda por lo menos el teatro de su hermano mayor, un poeta que, por lo poco que ha quedado de sus versos y producción dramática hay que considerar entre lo mejor de su siglo, Jerónimo Benavente (1720-1788), también protegido y aplaudido por el monarca Fernando VI, a quien le encantaban las tragedias arandinas. Ambos hermanos eran académicos de San Fernando y murieron donde acabaron todos los jesuitas manchegos de la provincia jesuita de La Mancha expulsados en 1767, en la ciudad italiana de Forli. No me pregunten donde pueden ir a leer sus obras... harían falta esfuerzos desmesurados de generosidad para romper los caparazones de gilipollez de las paletas instituciones que podrían obrar tal milagro. Añadiré tan solo que, quien viaje allá (Forli) hará bien en poner flores a tantos compatriotas exiliados como perecieron lejos de su patria, si es que queda aún algo de sus tumbas. Aunque un poco más lejos queda al menos el túmulo de otro jesuita manchego eminente, el helenista Manuel Rodríguez Aponte, cuyo epitafio escribió la más importante de sus discípulas, la bellísima Clotilde Tambroni. A José Rivero le interesará saber, por otra parte, que Miguel Benavente fue por entonces un famoso teórico sobre arquitectura...
El tema de Tomás Moro ha sido siempre muy atractivo para el teatro (solo hay que recordar Un hombre para la eternidad, 1960, de Robert Bolt, que fue llevada al cine magistralmente por Zinnemann seis años después). Quienes tuvieron motivación, dinero y tiempo pudieron incluso ver la obra de Shakespeare y esos otros cuatro ingenios ha poco (2013) representada en Almagro en español, pues a pesar de sus muchos personajes y desmesurada extensión hubo quien quiso ofrecérnosla (García May, en concreto) sobre tablas. Entre las letras manchegas, me acuerdo (porque lo investigué; ya hablé de ello en una historia de la literatura manchega del siglo XVIII que figura en un volumen estupendamente editado por el benemérito Alfonso González Calero) que un dotado dramaturgo jesuita ciudarrealeño (era de Santa Cruz de los Cáñamos) del siglo XVIII, Miguel Benavente (1727-1793), compuso y estrenó en el Seminario de Nobles de Madrid ante el rey Fernando VI una pieza titulada La tragedia de Tomás Moro. Según su compañero de orden Lorenzo Hervás y Panduro, el famoso lingüista, la publicó sin nombre de autor, pero yo no la he encontrado por más que he revuelto bibliografías; no figura siquiera en el Catálogo del Antiguo Teatro Escolar Hispánico (CATEH) ni en las bibliografías jesuitas que conozco, salvo la de Hervás, ni Uriarte la ha visto tampoco, así que podemos darla definitivamente por perdida, aun cuando nos queda por lo menos el teatro de su hermano mayor, un poeta que, por lo poco que ha quedado de sus versos y producción dramática hay que considerar entre lo mejor de su siglo, Jerónimo Benavente (1720-1788), también protegido y aplaudido por el monarca Fernando VI, a quien le encantaban las tragedias arandinas. Ambos hermanos eran académicos de San Fernando y murieron donde acabaron todos los jesuitas manchegos de la provincia jesuita de La Mancha expulsados en 1767, en la ciudad italiana de Forli. No me pregunten donde pueden ir a leer sus obras... harían falta esfuerzos desmesurados de generosidad para romper los caparazones de gilipollez de las paletas instituciones que podrían obrar tal milagro. Añadiré tan solo que, quien viaje allá (Forli) hará bien en poner flores a tantos compatriotas exiliados como perecieron lejos de su patria, si es que queda aún algo de sus tumbas. Aunque un poco más lejos queda al menos el túmulo de otro jesuita manchego eminente, el helenista Manuel Rodríguez Aponte, cuyo epitafio escribió la más importante de sus discípulas, la bellísima Clotilde Tambroni. A José Rivero le interesará saber, por otra parte, que Miguel Benavente fue por entonces un famoso teórico sobre arquitectura...
En fin, lo que quiero decir es que Shakespeare, por lo general tenido por misántropo, muestra en este caso al menos su afiliación al siempre despreciado y revolucionario derecho natural que afirma que todos somos iguales ante la ley y su aborrecimiento de la chusma ombliguista, a la que pertenecen personajes como Trump, (nomen est omen) que odia la "raza" hispana en la que nos incluye su palurda ignorancia (no hay otra raza sobre la tierra que el homo sapiens, aunque tenga a veces dudas de que ese fulanita y mierdas como Nigel Farage, Le Pen y sucedáneos pertenezcan a la misma denominación de origen). Shakespeare nos advierte de que todos somos seres humanos y nadie nos puede quitar esa condición prevaleciéndose en que él diga haber llegado primero a ella porque le parieran en un sitio u otro o en una clase u otra o en un sexo u otro. En este año en que celebramos el cuatricentenario del óbito de dos genios, Cervantes y Shakespeare, bien estará recordar que el primero siempre se puso a favor del individuo, fuese este cristiano o morisco, gordo o flaco, mujer u hombre, y que el segundo no dejó de lamentar que la chusma expulsase a los extranjeros pobres por meros prejuicios.
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