Entre los libros que he ido juntando sobre La Mancha hay un volumen facticio que reúne los dos tomos del viaje del barón Charles Dembowski, Dos años en España y Portugal durante la guerra civil 1838-1840 (Madrid, 1931), primitivamente impreso en francés (París: Ch. Gosselin, 1841). Poco (nada, en realidad) se sabe hoy sobre este autor, pese al renombre de los corresponsales a los que dirigía sus cartas desde España: Stendhal y Merimée, por ejemplo, o algunos de los personajes a los que visitó, como George Sand y su amante Chopin, en la Cartuja de Valldemosa.
Dembowski solo llegó a componer este único libro, cuya primera versión en español de Domingo Vaca es correcta pero llena de erratas y leísmos y falta de notas aclaratorias. Yo logré reconstruir algunos elementos biográficos del autor: tenía treinta años cuando llegó a La Mancha en 1838; y debía estar emparentado con el general napoleónico polaco Jan Dembowski (1773-1823), ya que entre sus corresponsales menciona como familiar a una descendiente de la esposa de este, Matilde Viscontini, amiga platónica del poeta Ugo Foscolo y de Stendhal; este último, rechazado, escribió sobre su frustrada liaison el ensayito Sobre el amor, donde expone la famosa teoría de la "cristalización" que explica fenómenos tan curiosos como el llamado "flechazo". Nada más; declara escribir en una lengua, la francesa, que no era la suya materna. Tal vez debería haber preguntado a mi antiguo amigo, el eslavista manchego Ángel Enrique Díaz-Pintado Hilario; sin duda él habría iluminado más su figura (una pena que no se haya divulgado más su ejemplar ensayo sobre Adam Zagajevski). Porque Dembowski se muestra como algo más que un turista: extiende su curiosidad a las causas sociales de la miseria y posee la sensibilidad de copiar incluso cancioncillas y coplas populares que oía cantar, como por ejemplo una seguidilla manchega en la misma portada de su edición francesa:
Yo quisiera morir
y oír mis dobles
para ver quién me diría
"Dios te perdone"
Nunca se dejó llevar por la desviación pintoresquista o quijotista que ha atenazado a tantos viajeros como han circulado por aquí... por no hablar de los propios naturales del lugar, que si les quitan el Quijote se quedan tan paletos como nacieron, y aún con él, ya que la mayoría ni lo ha leído; es el único tema capaz de llenar una sala de conferencias en Ciudad Real; para cualquier otro no hay curiosidad en el manchego, que es pueblo de un solo libro, como el musulmán, e igual de fanático.
Ya he hablado aquí de las andanzas de Merimée por La Mancha y por España en general y en otro lugar de las de Casanova por Toledo. Dembowski, más osado, se vino a La Mancha en plena I.ª Guerra Carlista, cuando los que quemaban iglesias eran los reaccionarios, no los liberales; me refiero al horroroso episodio del incendio por los carlistas de una iglesia de Calzada de Calatrava con doscientos hombres, mujeres y niños refugiados en su interior, que dramatizó una tragedia lastimosamente perdida del padre agustino recoleto Joaquín de la Jara Carretero (Aldea del Rey, 1809 - Almagro, 1880) en uno de los cuarenta volúmenes de obras diversas que escribió y desaparecieron del convento de Marcilla (Navarra) donde fueron a parar, de los que solo queda hoy uno que se salvó por casualidad (estaba en otro lugar; por lo menos es posible hoy conocer el índice de esas obras por la precisa biografía que le escribió el fraile Pedro Fabo).
Dembowski explica en la introducción que sus cartas eran familiares y dirigidas, según la edición española, a las condesas de Bouska (errata por Bourke, en realidad baronesa y mujer del embajador de Dinamarca en España entre 1808 y 1811 Edmund Bourke, coleccionista de pintura española... o más bien expoliador de la misma durante la Guerra de la Independencia), la citada Viscontini y Mujelob (otra errata también por la escritora y pintora Virginie Ancelot, con una famosa tertulia o salon frecuentado por los Hugo -Abel y Víctor-, y además Stendhal y Merimée), así como a los barones Treechi (que debe ser el barón de Trecchi, un amigo de Alessandro Manzoni que menciona Silvio Pellico) y Mareste (corresponsal, por cierto, de Stendhal), así como a los propios señores Merimée y Stendhal.
Sus primeras andanzas en la región fueron por Toledo, donde un barbero le desengañó de la tentación pintoresca citándole a Voltaire y a Fréret y "tratando de canalla a toda la población de Toledo porque era carlista exaltada", no en vano era miliciano nacional. Alabó este hombre "al Gobierno porque había suprimido las procesiones nocturnas, encarnizándose en la memoria del arzobispo de X, que en vida incitaba al pueblo a sublevarse en favor de don Carlos". El día de Santa Leocadia visitan al Intendente, que echaba pestes del uniforme de miliciano nacional que debía vestir por ser esta fiesta local. Toledo le parece a nuestro polaco afrancesado un "revoltijo de escombros y ruinas romanas, árabes, góticas y judías". Del Intendente logró que su mismo secretario les acompañase como cicerone. Contempla a la ciudad de fiesta, engalanado cada ventanal con una mujer con mantilla al menos. Y le llama la atención una efigie de San Miguel con el pescado milagroso en la mano (¿?), llevada por seis estudiantes, entre otras cosas. Visita la famosa casa de orates, cuya construcción alaba al cardenal Lorenzana, aunque ya hablaba Cervantes de ella. En esa época había cincuenta, la mayoría locos religiosos que se creían teólogos o santos, aunque también había de los que se creían perseguidos por el Gobierno o la Inquisición (más o menos como ahora...). Otro día intenta dibujar un panorama de Toledo en su álbum desde el otro lado del puente de Alcántara, pero un oficial de la guardia que lo vio pensó que el populacho podía colgarlo por espía, con lo que vino a rogarle que suspendiera su actividad. Del Alcázar, incendiado durante la Guerra de Sucesión, solo quedaba la fachada. También otros monumentos andaban estragados por guerras, la última contra los franceses, o la ruina. Menciona la gigantesca campana hendida (aludida también en una fábula de Iriarte) y, de pasada, los admirables frescos y pinturas de la Catedral (que tan cuidadosamente describe nuestro manchego y neoclásico poeta León de Arroyal, amigo de Goya y probable comentarista de sus Caprichos, en sus Odas, en el primer tomo, si mal no me acuerdo). Señala que los canónigos le dijeron perrerías de Mendizábal y el mismo bibliotecario, a la cara, cuánto le disgustaba su visita (¡qué amables, estos manchegos!), teniéndoles los más por un espía apenas disimulado de Madrid.
Sus primeras andanzas en la región fueron por Toledo, donde un barbero le desengañó de la tentación pintoresca citándole a Voltaire y a Fréret y "tratando de canalla a toda la población de Toledo porque era carlista exaltada", no en vano era miliciano nacional. Alabó este hombre "al Gobierno porque había suprimido las procesiones nocturnas, encarnizándose en la memoria del arzobispo de X, que en vida incitaba al pueblo a sublevarse en favor de don Carlos". El día de Santa Leocadia visitan al Intendente, que echaba pestes del uniforme de miliciano nacional que debía vestir por ser esta fiesta local. Toledo le parece a nuestro polaco afrancesado un "revoltijo de escombros y ruinas romanas, árabes, góticas y judías". Del Intendente logró que su mismo secretario les acompañase como cicerone. Contempla a la ciudad de fiesta, engalanado cada ventanal con una mujer con mantilla al menos. Y le llama la atención una efigie de San Miguel con el pescado milagroso en la mano (¿?), llevada por seis estudiantes, entre otras cosas. Visita la famosa casa de orates, cuya construcción alaba al cardenal Lorenzana, aunque ya hablaba Cervantes de ella. En esa época había cincuenta, la mayoría locos religiosos que se creían teólogos o santos, aunque también había de los que se creían perseguidos por el Gobierno o la Inquisición (más o menos como ahora...). Otro día intenta dibujar un panorama de Toledo en su álbum desde el otro lado del puente de Alcántara, pero un oficial de la guardia que lo vio pensó que el populacho podía colgarlo por espía, con lo que vino a rogarle que suspendiera su actividad. Del Alcázar, incendiado durante la Guerra de Sucesión, solo quedaba la fachada. También otros monumentos andaban estragados por guerras, la última contra los franceses, o la ruina. Menciona la gigantesca campana hendida (aludida también en una fábula de Iriarte) y, de pasada, los admirables frescos y pinturas de la Catedral (que tan cuidadosamente describe nuestro manchego y neoclásico poeta León de Arroyal, amigo de Goya y probable comentarista de sus Caprichos, en sus Odas, en el primer tomo, si mal no me acuerdo). Señala que los canónigos le dijeron perrerías de Mendizábal y el mismo bibliotecario, a la cara, cuánto le disgustaba su visita (¡qué amables, estos manchegos!), teniéndoles los más por un espía apenas disimulado de Madrid.
Nada más natural que el odio que Toledo profesaba a los liberales. Si la población no ha entregado la ciudad a las partidas del cura Jacra [esto es, el brigadier murciano José Jara García, leal a Carlos V; es falso que lo mataran sus propios soldados poco después: según A. Gil Novales murió en 1857] que la sitiaba en febrero último, débese por entero al profundo egoísmo de los señores canónigos de aquí. Obsesionados por el temor de ver sus casas saqueadas por sus propios partidarios a falta de otras bastante ricas pertenecientes a los liberales, no se atrevieron a hacer nada en favor de Don Carlos. Dejaron así al gobernador, el inglés Pflinter, (esto es, el brigadier liberal George Dawson Flinter, que se suicidaría en Madrid el 9 de septiembre de 1838 al ser destituido) todo el tiempo necesario para organizar un pequeño ejército y sentar las costuras al atrevido cura que, no contento con tener sitiada la ciudad, se divertía todas las mañanas paseándose por las orillas del Tajo, provocando a la guarnición con mil groserías, la más decente de las cuales es esta: "¡Salga el inglés y los p...s cristianos!"
Menciona el orgullo y la tristeza de los toledanos por el día en que fue ejecutado Juan de Padilla y murieron las libertades castellanas, arrasándose incluso el lugar donde estuvieron su casa y la de su mujer María Pacheco para que no subsistiese su recuerdo.
El siguiente pasaje en que aparece La Mancha es cuando emprende un viaje desde Segovia a Madrid en una galera cubierta impulsada por ocho mulas. Caben doce personas, pero el dueño le saca partido amontonando veinte. Hace el viaje al lado de un zagal "natural de La Mancha":
Ha sido campanero, marmitón y soldado. Su corpulencia, sus salidas y una bala carlista que tiene metida en la parte de los riñones le dan bastante el aire de su ilustre compatriota Sancho Panza, sobre todo del Sancho Panza que sale desilusionado y maltrecho de su tempestuoso gobierno. Sentado junto a mí en la banqueta exterior del coche, la esperanza de una buena propina le torna orador.
El hombre es una mina de refranes y anécdotas, como la de la de una tal Manuela famosa por haber capado a varios viajeros y librada del cadalso por un caprichoso indulto de Fernando VII, casada después "con un molinero cuya felicidad constituye hoy". De Torrelodones dice "catorce machos, quince ladrones, contado el macho del cura". Después de su estancia en Madrid viaja a La Mancha en un convoy fuertemente escoltado y armado hasta los dientes. Pasa por Ocaña y Tembleque, siendo recibido por un celador que pide los pasaportes (eso de viajar por España sin documentación es relativamente reciente) que depone su hostilidad con un pequeño soborno. Por lo visto la pobreza de La Mancha era famosa fuera de su territorio:
Había oído hablar de la miseria que causa la desolación de La Mancha, pero estaba lejos de creerla tan terrible. Figuraos que apenas llegados a Madrigalejos [sic, por Madridejos] el lugar donde se había preparado nuestra comida había sido invadido por unos cincuenta mendigos de todas edades y sexos. Varios no tenían encima más que una manta vieja de lana; otros iban enteramente desnudos. El coracero los amenazaba con el látigo sin poder contenerlos. ¡Oh! Si hubierais visto el encarnizamiento con que aquellos desgraciados hambrientos se disputaban las migajas de pan que caían de nuestra mesa! Tenía, por mi parte, cinco a mis pies, y he tenido que dejarles todo lo que había delante de mí para poner fin a un espectáculo tan desgarrador. en un rincón del cuarto había una desgraciada paralítica lo menos de quince años, que devoraba convulsivamente una cáscara de naranja. Todos sus miembros temblaban u la pobre muchacha no conseguía sino tras los más penosos esfuerzos alzar las manos a la altura de la boca. Cerca de ella un viejo, quizá su padre, veterano con la cara llena de cicatrices y quemada por la pólvora, me tendía los brazos sin manos, diciendo con voz lastimera: "Señor, por Dios, que me muero de hambre"
Las hijas del dueño de la posada colocan una cazuela de sopa para ocho jóvenes en ayunas desde hace veinticuatro horas. "En medio de una miseria tan horrible, ¿cómo admirarse de que La Mancha haya llegado a ser una madriguera de bandidos? Ante todo, el hombre tiene derecho a no morir de hambre. Ayer la guarnición ha hecho una salida contra una guerrilla que había exigido a Madrigalejos cuarenta mil reales; pues bien, entre cuatro muertos y dos prisioneros hechos a los carlistas los soldados de la reina no han encontrado como reunir una peseta".
Al entrar en la provincia de Ciudad Real le admira el panorama desolador:
Un país tan árido y de tal modo despojado de vegetación que se creería uno transportado en medio de los arenales de África. En vano buscáis un árbol en el que descansar vuestra vista cansada de este espectáculo de desolación: ni una brizna de hierba, ni un hilillo de agua se presenta a vuestra vista; tan solo de distancia en distancia unos campos de trigo o de centeno de la más mísera apariencia. En estas llanuras inmensas, limitadas muy a lo lejos por las serranías de Cuenca y de Toledo, los objetos aislados aparecen con formas tan gigantescas que esta mañana nos ha ocurrido tomar un grupo de espigadoras por una guerrilla de jinetes carlistas que maniobraba a nuestros flancos.
Este error le hace comprender las alucinaciones de Don Quijote. Cuando se han acercado, las campesinas ejercen la costumbre más extendida del país: pedir. Al llegar a Puerto Lápice en julio de 1838 este pueblo acababa de ser asolado por una partida carlista. Lo había dejado en tal estado de terror, que fue imposible hacerles contar nada, no en vano ya habían sido invadidos otra vez en enero y sometidos a vejaciones, destrozos y robos. Por supuesto no había quedado nada de comer, y hasta los jergones para dormir y la paja para los animales se habían llevado. Copia a continuación una canción de los militares liberales que les oyó:
Con arroz y bacalao / pretenden alimentarme. / Yo me moriré de hambre / y viva la libertad. / Ocho meses sin pagarme / ni esperanza de cobrar. / Yo me moriré de hambre / y viva la libertad. / Si el comer poco da vida / como lo dice el refrán / ¡los pobres de esta campaña / qué larga vida tendrán! / Aunque no me den la paga / ni tampoco la ración / yo defenderé a Cristina. / ¡Muera Carlos de Borbón! / Con los bigotes de Carlos / hemos de hacer un pincel / pa retratar a Cristina / y a la segunda Isabel. / ¡Suenen las trompas guerreras / los clarines y timbales! / ¡Muera el infante don Carlos / la Inquisición y los frailes!
A Manzanares llegan el 11 de julio de 1838; allí se enteran por un correo de que los carlistas han vuelto a saquear Puerto Lápice después de que salieran, para quitarles el gasto que había reportado su estancia. El calor y la mala agua provoca disentería y calenturas a los viajeros, pero algunos reúnen suficiente ánimo para bailar manchegas con las mozas de la posada, a cuya descripción Dembowski dedica nada menos que dos páginas, sin duda una de las más antiguas descripciones de este baile:
La manchega es una especie de fandango, pero mucho más vivo y animado que el fandango original. Se compone de tres partes y he aquí cómo se canta y se baila a la vez: colocados los bailarines por parejas en dos filas, una enfrente de otra, los guitarristas dejan oír su animado apregio en la, que sirve de preludio al canto; luego tararean en voz baja el primer verso de la seguidilla que se disponen a cantar. Les ocurre muchas veces repetirle del mismo modo durante los cuatro primeros compases. Entonces calla la voz y vienen otros compases de rasguear las guitarras. En cuanto empieza el cuarto entonan la copla, cuyo primer verso habían tarareado. Aquí se dejan oír las castañuelas, y un baile de los más movidos, canción mezcla de fandango, de jota, y ruidoso taconeo, empieza entre los que forman cada pareja. El baile continúa así durante nueve compases, el último de los cuales marca el final de la primera parte de la manchega. Después de lo cual los guitarristas tocan un nuevo arpegio, que se prolonga hasta que cada pareja de bailadores ha cambiado de sitio con la que tiene enfrente, lo que hombres y mujeres ejecutan sin tocarse jamás las manos, mediante un paseo lleno de seriedad, que contrasta muy singularmente con la loca alegría que todos desplegaban un momento antes. Cuando todas las parejas están colocadas en su nuevo lugar, los cantos empiezan de nuevo, y con ellos, por espacio de otros nueve compases, los taconeos y las posturas expresivas y apasionadas. Terminada esta segunda parte, las parejas vuelven a su primitivo lugar. La tercera parte de la manchega tiene lugar como la primera, siempre en medio de los cantos y del baile, pero con esta curiosa particularidad además: a la mitad del noveno y último compás del aire, cantos, guitarras y castañuelas callan de pronto, mientras los bailarines, por su parte, se quedan inmóviles, ordinariamente en posturas graciosísimas, en que las ha sorprendido la brusca interrupción de la música. Este silencio, esta inmovilidad general, sucediendo de forma tan imprevista a tanta animación y alegría, producen un efecto cuyo encanto puede fácilmente figurarse. El conjunto de las posturas de cada pareja de bailarines es lo que se llama el bien parado, y cada cual trata particularmente de que, cuando la música calla, la postura en que le coge sea agradable a la vista. Por lo que toca especialmente a las mujeres, mueven los brazos con tal suavidad, sus taconeos son tan rápidos, sus pasos tan graciosos, tan variados, se siguen tan de cerca, toman en fin actitudes tan delicadas, que por poco guapas que sean, viéndolas bailar se olvida toda especie de filosofía.
Dembowski transcribe una manchega en cuatro seguidillas compuestas:
Ayer tarde fui novia, / hoy he enviudado. / De ayer acá he tenido / dos buenos ratos. Permita el cielo / que cada día tenga / dos ratos de estos. / El cantar las manchegas / quiere salero, / y la que no le tenga / vaya al infierno. / ¡Viva La Mancha / y sus canciones / con sal y gracia! / Yo quisiera morir / y oír mis dobles / por ver quien me decía / "Dios te perdone". / Vivan los ojos negros / y el cuerpecito / de mi muchacha. / Si oyeses las campanas / de mis exequias / no permitas me entierren / sin que me veas. / Pues es muy dable / que con tu vista puedas / resucitarme.
Pasan por Santa Cruz de Mudela y La Carolina al día siguiente antes de afrontar Sierra Morena, llamada así según él por el color oscuro de sus montañas . Se entera de las hazañas de un guerrillero carlista que al atacar una diligencia ha dejado la mitad del dinero a sus víctimas. "¿Dónde se encontrarían ladrones más decentes?", comenta. Es interesante su descripción de cómo se acomoda la gente en la galera: el grupo de viajeros se reparte las tareas y el espacio formando "una verdadera familia improvisada, porque la mayor parte de las veces se compone de individuos que se ven por vez primera". Hace la historia del paso de Despeñaperros, que antiguamente discurría únicamente por el pueblo de Baños, "donde los viajeros no se ponían en marcha sino después de haber hecho testamento, dicho el último adiós a sus familias y recibido los auxilios de la religión: entonces Sierra Morena no era más que una guarida de bandidos y de contrabandistas; sus miserables chozas eran las únicas viviendas que en ellas se encontraban". Alaba la creación de pueblos por el ilustrado Olavide y cuenta la historia de su difamación por un fraile alemán llamado Romualdo, que lo denunció a la Inquisición. Comenta que "el último colono alemán ha muerto en 1832 a la edad de noventa y cinco años. Rubias cabelleras y algunas palabras alemanas atestiguan bien su origen extranjero".
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