Para forzar la mentira existen numerosas técnicas. He aquí algunas en I y II
I
La técnica Reid, ¿la verdad importa?
Nueve pasos son todos los que se necesitan para recopilar la información necesaria de un sospechoso que oculta información. Los definió la técnica Reid, un método para aplicarse en interrogatorios desarrollado a lo largo de 50 años por la compañía norteamericana John E. Reid & Associates. Los pasos que ha de seguir el entrevistador son:
1. Confrontación: Se empieza por asegurarle al sospechoso que se cuentan con las evidencias suficientes para demostrar que es culpable. En realidad, no tiene por qué ser así, aunque el entrevistador no puede demostrar lo contrario en ningún momento.
2. Desarrollo del tema: Se buscan motivos que pudieran justificar el delito para minimizar la responsabilidad del culpable. Se puede implicar a un tercero o mostrar complicidad asegurando que hay situaciones en las que es normal que se llegue a perder los nervios.
3. Interrupción de negaciones: El entrevistador se encarga de evitar que el acusado niegue su culpabilidad, mermando así sus defensas. La repetición del mecanismo puede hacer que disminuya el énfasis en la declaración de inocencia.
4. Superación de objeciones: El acusado comenzará a justificarse divagando en los motivos por los que no cometió el delito. Puede utilizarse esa explicación excesiva para justificar su culpabilidad.
5. Acaparamiento de la atención del sujeto: Se ofrece al acusado apoyo y comprensión, a modo de establecimiento de un vínculo emocional. Una actitud de escucha, acompañada de palabras con las que se invita al acusado a sacar cualquier cosa que tenga dentro, por muy negativa que pueda ser.
6. Potencial quiebre del sujeto: Tras haber perdido las defensas que mantenían al entrevistado en la negación, es normal que se desmorone y caiga en el llanto. El entrevistador puede hacer una lectura de arrepentimiento de esa actitud y aprovecharla para obtener conclusiones.
7. Pregunta alternativa: Se enfrenta al acusado a una pregunta con dos alternativas, del tipo: “¿Lo planeaste o te acorraló un impulso?”. Con cualquiera de las dos respuestas, el entrevistado asume su culpabilidad, aunque una de ellas la aminora.
8. Desarrollo de la confesión verbal: Con la defensa derribada, ha llegado el momento de dejar hablar al acusado y añadir las ideas necesarias para que exteriorice todo lo ocurrido.
9. Declaración escrita de la confesión: Se utiliza el registro de todo lo relatado a lo largo de la sesión para escribir la declaración.
El método Reid, que se utiliza en todo el mundo, cuenta con una demostrada eficacia y son muchas las confesiones previas al interrogatorio obtenidas con su utilización, como en el caso de Dessey. Aunque hay países, sobre todo europeos, que la rechazan por la directibilidad que guía el interrogatorio, que puede reducir la validez de la confesión. Los que la critican consideran que su objetivo no es encontrar la verdad, sino desequilibrar los mecanismos de respuesta racional del investigado hasta llegar a la contestación que se necesita para condenarle. Las horas de encierro quizás pueden llevar hasta un punto en el que la confesión de la acusación se convierta en algo más sencillo que su negación.
II
Javier Bilbao, "Las astutas (y perversas) tretas de los inquisidores para lograr confesión", en JotDown
Imagínese que está viviendo en torno a los siglos XIII a XVIII, año más año menos, se encuentra en su casa disfrutando de todas las comodidades que podría ofrecer una casa por aquella época, y entonces llegan unos agentes del Santo Oficio y lo acompañan de malas maneras ante un tribunal. Allí se le informa de que alguien le ha acusado de un delito de herejía, castigado con penitencia, cárcel o muerte. A continuación el inquisidor le menciona uno o dos nombres y le pregunta que si los conoce. Si responde que no, entonces de acuerdo a las leyes de tan peculiar tribunal usted ya no tendrá derecho a recusarlos alegando enemistad, pues no puede uno llevarse mal con quien no conoce. El testimonio de ellos será entonces considerado válido y ya lo sentimos, ahí acaba todo, posiblemente también su vida.
Pero supongamos que hubiera dicho que sí. En tal caso el inquisidor le habría preguntado a continuación «si sabe que haya dicho el tal algo contra la fe». Si responde que no, entonces estaría liberando de sospecha a su acusador, lo cual sería francamente malo para sus intereses, de forma que en un rapto de lucidez opta por decir que sí.
En ese momento viene la tercera pregunta: ¿Es amigo o enemigo suyo? Ahí a pesar del creciente nerviosismo tal vez intuyó que si decía que era enemigo entonces su acusación de que dijo «algo contra la fe» perdería credibilidad, así que afirma que no hay enemistad con él. Craso error. En tal caso ya no podrá recusar su testimonio. Así que recapitulemos: hay que responder afirmativamente a las dos primeras preguntas y «enemigo» en la tercera. Bien, de momento se ha librado, el problema es que el proceso contra usted solo acaba de empezar…
Pero supongamos que hubiera dicho que sí. En tal caso el inquisidor le habría preguntado a continuación «si sabe que haya dicho el tal algo contra la fe». Si responde que no, entonces estaría liberando de sospecha a su acusador, lo cual sería francamente malo para sus intereses, de forma que en un rapto de lucidez opta por decir que sí.
En ese momento viene la tercera pregunta: ¿Es amigo o enemigo suyo? Ahí a pesar del creciente nerviosismo tal vez intuyó que si decía que era enemigo entonces su acusación de que dijo «algo contra la fe» perdería credibilidad, así que afirma que no hay enemistad con él. Craso error. En tal caso ya no podrá recusar su testimonio. Así que recapitulemos: hay que responder afirmativamente a las dos primeras preguntas y «enemigo» en la tercera. Bien, de momento se ha librado, el problema es que el proceso contra usted solo acaba de empezar…
Un proceso que convertía a Kafka en realismo social y que tuvo una sofisticada metodología, unas motivaciones que le permitieron pervivir durante siglos y unos autores intelectuales. En torno al año 1376 el inquisidor general de Aragón Nicolao Eymerico redactó un libro que alcanzaría una notable influencia, el Directorium Inquisitorum, también conocido posteriormente como Manual de inquisidores, para uso de las inquisiciones de España y Portugal. Además de servir de inspiración para Malleus Maleficarum o Martillo de brujas, del que ya hablamos en su momento, su principal aportación fue convertirse en eso mismo que señalaba su título, siendo reimpreso en varias ocasiones a lo largo de los siglos. Un compendio que debía aleccionar a todos los inquisidores, mostrándoles no solo las normas legales a seguir sino también una serie de estratagemas, técnicas de manipulación y sofismas con los que consolidar su posición ante cualquier posible crítica y alcanzar la máxima eficiencia en salvar las almas —a costa de sus cuerpos, eso sí— del mayor número posible de sospechosos. Dado que los bienes de los condenados por herejía eran requisados y pasaban a cubrir las necesidades y el sustento de los inquisidores, no era de extrañar que mostrasen tanto celo en su labor. ¿Y si con ello terminaban condenando a algún inocente? Eymerico se apresura a despejar cualquier asomo de mala conciencia en sus lectores:
El que se acusa, faltando a la verdad, comete a lo menos culpa venial contra la caridad que a sí propio se debe, y miente, confesando un delito que no ha hecho. Mentira que es más grave, siendo dicha a un juez que pregunta como tal, y así es pecado mortal.
Curioso razonamiento sofístico: si algún inocente fuese condenado tras confesar delitos no cometidos debido a las artimañas y el tormento de sus inquisidores, sería igualmente merecedor de la condena por haber mentido. Además, añade el autor, «si sufre con paciencia el suplicio y la muerte, alcanzará la corona inmarcesible del martyrio». Hasta le hacen un favor y todo. Así que los jueces podrán ir a calzón quitado contra todo el que se les pongan por delante, pero no era desde luego el único sofisma que empleaban para blindar su posición. Como recordarán algunos lectores, en El nombre de la rosa el inquisidor Bernardo Gui (que realmente existió y escribió otro manual de inquisidores) comenzaba su exposición señalando que uno de los indicios de estar actuando al servicio del demonio era negar que se estuviera actuando al servicio del demonio, con lo que no dejaba muchas salidas a cualquiera a quien quisiera señalar… Pero siguiendo con Eymerico, nos advertía también de que una vez dictada la condena era peligroso mostrar cualquier tipo de clemencia:
Como lo acredita el caso siguiente, que presencié yo propio en Barcelona. Un clérigo condenado junto con otros dos hereges pertinaces, estando ya metido en las llamas, clamó que le sacasen, que se quería convertir, y en efecto le sacaron, quemado ya por un lado. No diré si hicieron bien o mal; lo que sé es que de allí a catorce años se supo que seguía predicando heregías, y que había pervertido mucha gente, y preso fue entregado al brazo seglar, y quemado.
La ejecución además debía ser pública, asegurándose de lograr el mayor número de asistentes, aunque se procuraba cortar antes la lengua del desdichado para que no escandalizase con sus juramentos:
Me tomaré con todo la libertad de decir que me parece muy acertado celebrar esta solemnidad los días festivos, siendo provechosísimo que presencie mucha gente el suplicio y los tormentos de los reos, para que el miedo los retrayga del delito. (…) Este espectáculo penetra de terror a los asistentes, presentándoles la tremenda imagen del Juicio Final, y dejando en los pechos un afecto saludable, el cual produce portentosos efectos.
Tipos de cargos y procedimiento.
Así que como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia, una vez decidido que determinado número de personas ha de ser castigada ya solo falta decidir por qué motivo. La invocación del demonio, la hechicería, la adivinación, la sodomía, la bigamia y el bestialismo eran buenas razones, aunque también podían ser causa de condena otras más aparentemente laxas como la blasfemia. En la que podía incurrirse por ejemplo expresando en voz alta el dicho «tan malo está el tiempo, que Dios mismo no puede ponerlo bueno». Hacer chistes sobre Dios, la fe y los santos tampoco era recomendable y luego estaba la grave cuestión de lo que se decía durante las borracheras: ahí nuestro autor distingue entre los «enteramente borrachos» y los que «no estén más que alegres», que ya no tendrían perdón. Así mismo consideraba condenable utilizar los textos de las Sagradas Escrituras en «galanteos para requebrar a una muger», un método de ligar del que hasta ahora no habíamos tenido noticia y que habrá que probar. Pero si achicharrar a alguien entre las llamas por lo anterior ya es un tanto cuestionable hay otro apartado que, francamente, no nos parece nada bien. Según afirmaba ufano «se conocen con mucha facilidad los que invocan al demonio por su mirar horroroso, y su facha espantable, que proviene de su continuo trato con el diablo». Es decir, lisa y llanamente, era capaz de enviarte a la hoguera por feo.
Una vez cometida la herejía, el Santo Oficio podía tener conocimiento de ella mediante tres vías: por acusación, por delación y por pesquisa. El primer caso es el que mencionábamos al comienzo, que se distingue porque el acusado puede conocer los nombres de sus acusadores. Pero esto podía dar lugar a represalias, así que la institución ofrecía la oportunidad de delatar a alguien desde el anonimato. Curiosamente en tal caso, explica Nicolao, «cuando la delación hecha no lleva viso ninguno de ser verdadera no por eso ha de cancelar el inquisidor el proceso». Respecto a las pesquisas, consistían en patrullas por todas las casas, aposentos y sótanos, para cerciorarse de que no hay en ellos herejes escondidos.
Los sospechosos de herejía eran según el caso citados ante el tribunal o capturados y llevados por la fuerza. En el caso por ejemplo de que el acusado huyera a otra población, el tribunal debía enviar un modelo de formulario a sus autoridades ordenando su captura, que detalla nuestro autor y que difiere bastante del tono burocrático y anodino de la prosa administrativa contemporánea. Era el siguiente:
Nos, inquisidores de la fe, a vos …, natural de tal país, tal obispado. Siempre ha sido nuestro más vivo deseo que ni el javalí del monte, esto es el herege, devorase, ni los abrojos de la heregía sofocasen, ni el ponzoñoso aliento de la sierpe enemiga envenenase la viña del Dios de Sabaoht (…) Este mal hombre cometiendo más y más delitos, arrastrado de su demencia, y engañado del diablo, que engañó al primer hombre, temeroso de los saludables remedios con que queríamos curar sus heridas, negándose a sufrir las penas temporales para rescatarse de la muerte eterna, se ha burlado de Nos, y de la Santa Madre Iglesia, escapándose de la cárcel. Pero Nos, deseando con más ardor que primero sanarle de las llagas que le ha hecho el enemigo, y anhelando con entrañable amor traerle a dicha cárcel, para ver si anda por el camino de las tinieblas o el de la luz, os ordenamos y exhortamos que le prendáis, y nos le enviéis con suficiente escolta.
Una vez ante el tribunal se le hacían las preguntas citadas y se usaban contra los testimonios con los que se contase. Los testimonios de otros herejes eran válidos pero solo si incriminaban a alguien, no si lo exculpaban. Asimismo si algún testigo inicialmente había considerado inocente a alguien pero tras el debido tormento lo acusaba, solo se tenía en cuenta esa segunda deposición. ¿Cuál era entonces la reacción de los inculpados? Nicolao nos advierte contra las fingidas lágrimas fruto de su astucia, no de su inocencia. Por ello enumera diez prácticas de los acusados contra las que todo inquisidor debe estar prevenido:
– Usar el equívoco.
– La restricción mental.
– Retorcer la pregunta.
– Responder maravillados.
– Usar tergiversaciones.
– Eludir la contestación.
– Hacer su propia apología.
– Fingir vahídos.
– Fingirse locos.
– Afectar modestia.
Pero el juez tiene a su vez otras armas de la inteligencia con las que neutralizarlas que el maestro Eymerico nos proporciona en su manual.
La primera es «apremiar con repetidas preguntas a que respondan sin ambages y categóricamente a las cuestiones que se le hicieren».
La segunda es hablar con blandura, dando ya por cierta la acusación, haciendo ver al reo que ya lo sabe todo y que en realidad es una víctima engañada por otro, de manera que cuanto antes confiese antes podrá volverse a casa.
Una estratagema que puede complementarse con la tercera, que consiste en hojear cualquier papel de interrogatorios anteriores mientras se afirma categóricamente «está claro que no declaráis verdad, no disimuléis más», haciéndole creer así que en ellos hay pruebas contra él.
La cuarta es decirle al sospechoso que se tiene que hacer un viaje muy largo, por ello es mejor que confiese ahora, ya que si no tendrá que permanecer todo ese tiempo retenido en la cárcel hasta la vuelta del juez, y será peor.
La quinta será multiplicar las preguntas hasta encontrar alguna contradicción.
La sexta es ganarse la confianza del acusado ofreciéndole comida y bebida, visitas de familiares y amigos a su calabozo y prometiéndole reducir la pena si confiesa. En este punto considera lícito mentir y hacer promesas ilusorias.
La séptima consiste en compincharse con alguien de confianza del reo para que le sonsaque la verdad con complicidad, incluso haciéndole creer que es de la misma secta. En este caso debe haber un escribano escondido tras la puerta que tome nota de la confesión del sospechoso, de producirse.
Si todo lo anterior no funcionase, entonces se recurrirá a la cuestión del tormento. Para ello propone usar el instrumento de tortura llamado potro. De él había dos variantes, en una se ataban brazos y piernas tirando en direcciones contrarias hasta lograr el dislocamiento de los miembros, y en la otra atar el cuerpo y las extremidades tensando cada vez más la cuerda hasta que atravesase la piel y provocara desgarros en la carne. Aunque se muestra partidario de estas prácticas, Nicolao advierte de que deben usarse con cautela para no provocar la muerte del acusado. Al fin y al cabo ya está para eso la hoguera.
La primera es «apremiar con repetidas preguntas a que respondan sin ambages y categóricamente a las cuestiones que se le hicieren».
La segunda es hablar con blandura, dando ya por cierta la acusación, haciendo ver al reo que ya lo sabe todo y que en realidad es una víctima engañada por otro, de manera que cuanto antes confiese antes podrá volverse a casa.
Una estratagema que puede complementarse con la tercera, que consiste en hojear cualquier papel de interrogatorios anteriores mientras se afirma categóricamente «está claro que no declaráis verdad, no disimuléis más», haciéndole creer así que en ellos hay pruebas contra él.
La cuarta es decirle al sospechoso que se tiene que hacer un viaje muy largo, por ello es mejor que confiese ahora, ya que si no tendrá que permanecer todo ese tiempo retenido en la cárcel hasta la vuelta del juez, y será peor.
La quinta será multiplicar las preguntas hasta encontrar alguna contradicción.
La sexta es ganarse la confianza del acusado ofreciéndole comida y bebida, visitas de familiares y amigos a su calabozo y prometiéndole reducir la pena si confiesa. En este punto considera lícito mentir y hacer promesas ilusorias.
La séptima consiste en compincharse con alguien de confianza del reo para que le sonsaque la verdad con complicidad, incluso haciéndole creer que es de la misma secta. En este caso debe haber un escribano escondido tras la puerta que tome nota de la confesión del sospechoso, de producirse.
Si todo lo anterior no funcionase, entonces se recurrirá a la cuestión del tormento. Para ello propone usar el instrumento de tortura llamado potro. De él había dos variantes, en una se ataban brazos y piernas tirando en direcciones contrarias hasta lograr el dislocamiento de los miembros, y en la otra atar el cuerpo y las extremidades tensando cada vez más la cuerda hasta que atravesase la piel y provocara desgarros en la carne. Aunque se muestra partidario de estas prácticas, Nicolao advierte de que deben usarse con cautela para no provocar la muerte del acusado. Al fin y al cabo ya está para eso la hoguera.
La confesión de culpabilidad acababa produciéndose tarde o temprano, en un punto u otro. No había escapatoria.
Si una vez dictada la sentencia el culpable apelaba contra ella, nuestro severo inquisidor de Aragón nos regala otro razonamiento circular al respecto: la apelación se estableció en beneficio de la inocencia y no para ser apoyo del delito, un condenado no es inocente pues por algo ha sido condenado, y por lo tanto alguien que no es inocente no puede tener la oportunidad de apelar. Tal argumentación a él le convencía, así que punto final. Y si la lógica y la razón nos impiden darlo por cierto… ¿No serán entonces la lógica y la razón instrumentos del demonio?
Si una vez dictada la sentencia el culpable apelaba contra ella, nuestro severo inquisidor de Aragón nos regala otro razonamiento circular al respecto: la apelación se estableció en beneficio de la inocencia y no para ser apoyo del delito, un condenado no es inocente pues por algo ha sido condenado, y por lo tanto alguien que no es inocente no puede tener la oportunidad de apelar. Tal argumentación a él le convencía, así que punto final. Y si la lógica y la razón nos impiden darlo por cierto… ¿No serán entonces la lógica y la razón instrumentos del demonio?
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