miércoles, 26 de octubre de 2016

El epentismo y algunos epénticos de la Generación del 27

I

Lecturas homoeróticas de García Lorca

Por Luis Antonio de Villena. Escritor

Circunstancias casuales (o no tanto) de la vida y el hecho de que Federico García Lorca fuera asesinado en trágicas circunstancias de guerra con 38 casi recién cumplidos, hizo que yo llegara a conocer —y en dos ocasiones con mucha intimidad— a notables personajes que habían sido muy amigos del propio Federico. La mayoría de las cosas que sé sobre la intimidad homoerótica de Lorca (con anécdotas casi «incontables») me las narraron ellos en largas tardes y años de conversaciones íntimas. Ellos también eran gays (como Federico) y sabían que estábamos entre amigos, porque fuera de tal amistad jamás hablaban de ese tema. Esos amigos comunes —la frase suena rara también para mí— fueron: Vicente Aleixandre (con el que compartí catorce años de muy estrecha relación amistosa), Rafael Martínez Nadal —el depositario de los manuscritos de El público— al que conocí algo más tarde, pero con quien la cordialidad fluía rápida, porque había algo en Rafael (esa misma cordialidad) que propiciaba la confidencia. Y finalmente —y lo traté menos— el escritor gallego (exilado en Argentina muchos años) Eduardo Blanco-Amor, al que conocí en sus años últimos, y siempre en el Café Gijón de Madrid, presentado por un simpático médico gallego, Juan Haguindey de nombre, que hacía por entonces (finales años 70) «mala vida» en la noche madrileña, de donde —lo confieso— vino mi trato y el hecho de que él me presentara a Blanco-Amor…

Blanco-Amor era un viejito lúcido y muy cordial (me parece que murió a fines de 1979) que conoció al Lorca de La Barraca. Les unió «el epentismo», más al pronto que la misma literatura… «Epentismo» y «epente» eran (según todos, pero yo lo supe primero por Aleixandre) términos inventados por Federico para aludir a la homosexualidad o a los homosexuales en contextos donde la palabra —en los años 30 y aún con la libertad de la República— era indecible. Por ejemplo, todos sabían (en intimidad) que el gran erudito José María de Cossío era homosexual, pero eso era secreto y nadie lo hablaba. Así en una comida Federico le decía a Vicente: «He oído que Cossío es un gran estudioso del epentismo. ¿Tú lo sabías?». Y Aleixandre contestaba: «Sí, lo sabía. Sé que lo ha estudiado mucho. Es un epente muy notable». (De este modo me lo narró una de tantas tardes en su casa Vicente Aleixandre). Curiosamente Lorca dejó un testimonio escrito de esa palabra en un soneto dedicado al modernista uruguayo Julio Herrera y Reissig, prototipo de alambicado simbolista, decadente y aún protosurrealista, pero no «epente», que sepamos. Como de 1934 (pero puede ser aún posterior) se fecha el soneto «En la tumba sin nombre de Herrera y Reissig en el cementerio de Montevideo» en la edición de Sonetos de Lorca que editó en 1996 la editorial Comares y la Fundación Federico García Lorca, en Granada. El primer endecasílabo del citado soneto (hecho como otros poemas al uruguayo para un número homenaje que le pensaba dedicar, pero no hubo tiempo para hacerlo, la revista de Neruda Caballo Verde para la Poesía) dice así: «Túmulo de esmeraldas y epentismo…». Ahí está el término y no lo conozco escrito en ningún otro sitio de la época.  «Epéntico» (no epentismo) viene en el diccionario de la RAE, pero como  adjetivo de «epéntesis», que es una figura de dicción, que consiste en añadir un sonido. Como se ve, nada que ver con «epentismo» (que no epéntesis) o «epente» que no «epéntico». No creo que los matices lingüísticos fueran a propósito, pero salieron bien.

Unidos por el epentismo y la literatura, Blanco-Amor vio los amores de Lorca (ya en 1935) con un muchacho gallego que trabajaba en La Barraca. A ese chico Lorca le dedicó los «Seis poemas galegos» de ese mismo 1935, en los que Blanco-Amor hubo de ayudarle, pues Federico no sabía gallego…

Rafael Martínez Nadal (que murió muy viejo, en 2001) fue un interesantísimo testigo de su época y del exilio en Inglaterra. Profesor de Literatura, escribió sobre Lorca, sobre Cernuda, y sobre él mismo colaborador (con pseudónimo) de la BBC antifranquista. Aficionado a los deportes y homosexual también (según Aleixandre) Rafael nunca hablaba de él mismo —estaba casado y tenía hijos— sino de la normalidad con la que veía y trataba a sus amigos homosexuales, como lo hacía el embajador de Chile y común amigo de casi todos, Morla Lynch. Conocía Rafael todo sobre la vida sexual de Federico (de nuevo, según Aleixandre, porque él la propiciaba o la compartía).  Aleixandre —que después de la guerra no se hablaba con Martínez Nadal—, incluso le tenía un pequeño encono) me contó que, sobre el año 35, estando él sentado en un café madrileño con Dámaso Alonso, cuya homofobia era bien conocida, aparte de los tardíos testimonios que aportó Cernuda que lo detestaba, vio pasar por otro extremo a Martínez  Nadal que saludó a Vicente con un gesto de la mano. Entonces Dámaso le preguntó: «¿Quién es ese?» Y Vicente le contestó que un amigo muy cercano de Federico. Parece que Dámaso añadió: «Será maricón, entonces…» A lo que Vicente respondió, tratando de echar un cable: No lo creo. Es un hombre muy viril. Enormemente aficionado al deporte, incluso al boxeo. A lo que Dámaso habría replicado, inmisericorde: «Esos son los peores». La conversación, claro está, cambió de tercio. Martínez Nadal que, según él, conservaba muchas cartas cariñosas y agradecidas de doña Vicenta, la madre de Federico, por lo bien que se había portado con su «Federiquito», no se llevaba bien, al final, con la familia García Lorca, entre otras cosas (no pretendo saber todas las razones) porque, estando en Londres, les mostró a Francisco García Lorca (hermano del poeta) y a su mujer, Laura de los Ríos, el manuscrito de El público. Se lo mostró para que vieran su autenticidad pero se negó a prestárselo… Hasta ahí sé. El caso es que además de El público y algunos otros papeles creativos sueltos, Martínez Nadal poseía un enorme epistolario de Federico dirigido a él mismo y en parte publicado y autocensurado por el propio Rafael. Lo curioso es que al menos algunas de las cosas censuradas de cara al público —algunas— eran habladas con total naturalidad en privado. A fines de 1981 yo le leí en su casa de «El Olivar» a Martínez Nadal páginas de mi libro de memorias noveladas Ante el espejo que se publicaría —con poco gusto de mi madre— en 1982. Leí para Rafael las partes más íntimas de contenido homoerótico. Al acabar, él me las alabó con enorme generosidad y me animó a publicarlas. «Será bueno para todos», me dijo o algo muy parecido. Poco después añadió que como yo le había hecho un bonito regalo leyéndole aquellas páginas de mi libro, él no quería dejar de corresponderme y me iba a hacer otro pequeño regalo… No dijo cuál. Salió un momento del salón, y al poco volvió con una carpeta clásica en la mano, una carpeta de cartón azul. Yo sólo la vi, no la toqué. De pie, Rafael pareció buscar entre los papeles que había dentro, y de repente me extendió una cuartilla escrita a mano por las dos caras y que empezaba diciendo «Querido Rafael». Me di cuenta antes de ver el «Federico» final, que se trataba de una carta de García Lorca fechada en Nueva York (creo recordar) a fines de 1929. Todo el misterio de la carta estaba en que Federico le contaba a su amigo —con alguna expresión muy viva— que la noche anterior había participado en una orgía con varios negros. Al final de la carta, incluso después de la firma, una línea decía: «Cuando la leas rómpela». Cuando Martínez Nadal vio que yo había completado la lectura y levantaba los ojos hacia él, me dijo sonriente: «Y la voy a romper». Será fácil imaginar mis inmediatas protestas. Le dije que yo entendía que la hubiese roto entonces (cuando la recibió) pero que si la había guardado tantos años sería por algo y que no la debía romper ya. No recuerdo bien las razones que argumentó pero el resultado era el mismo: Llegado el momento, la rompería. Tuve en las manos esa carta y la leí, nunca más la he vuelto a ver ni sé qué ha sido de ella y a buen seguro de otras más o menos similares en el recuento de la sexualidad…

Cuando llegó el centenario del nacimiento de Lorca, en 1998, cené un día con su biógrafo por antonomasia, Ian Gibson, que quería que yo le contara lo que sabía de Lorca por sus amigos. Vicente Aleixandre y Blanco-Amor habían muerto ya, pero Martínez Nadal (al que por entonces yo veía menos) no. Conté a Gibson lo que antecede y lo vi lleno de interés. Martínez-Nadal (me dijo) nunca jamás había querido entrevistarse con él y nunca lo hizo. Gibson me dijo si podía añadir mi relato a su libro, y le respondí que por mí sí. Pero que si Martínez Nadal decía que yo mentía (aunque nunca lo supuse) su palabra tendría lógicamente más valor que la mía. Gibson añadió mi relato con todo detalle a su renovada biografía de Federico García Lorca, que se reeditó en 1998 y Martínez Nadal nunca dijo nada. Que se enteró del libro lo supe por varios amigos comunes y porque en las pocas ocasiones en que lo volví a ver estuvo algo más distante conmigo, dentro de la cordialidad. Nuestros momentos cenitales habían quedado en todo lo largo de los 80. Según Aleixandre me explicó en su día, el pudor «epéntico» de Martínez Nadal no procedía de una salvaguarda de Federico, de quien cada vez se sabía más, sino de un pudor hacia sí mismo. Yo ni agrego ni quito.

Vicente sí me pareció siempre el gran amigo de García Lorca. Jamás lo llamaba por sus apellidos (por mucho que hablásemos de él y hablamos mucho) siempre era «Federico». Me habló de sus manías dilapidadoras —dejar un taxi esperando en la puerta mientras estaba más de una hora con Vicente—, su falta de simpatía por Miguel Hernández (no compartida por Aleixandre), sus gustos sexuales «pasivos» y sobre todo la historia con quien Aleixandre calificaba como «el gran amor frustrado» de su vida, Emilio Aladrén, escultor joven, al que dedicó un poema en el Romancero gitano («El emplazado»). Según Aleixandre la pasión había sido total y real, y se había cumplido por primera vez en un fin de semana que pasaron en Ávila. Desde allí Federico llamó por teléfono a Vicente por la mañana para darle la buena nueva. Pero Aladrén era bisexual y no gay y terminó yéndose con una mujer al parecer, como él, muy atractiva. Federico sufrió tanto por esa separación o ruptura que fue eso (el deseo de curación y lejanía, y en eso también coincidía con Martínez Nadal) lo que le llevó a Nueva York y en ningún caso la voluntad de aprender inglés… Con frecuencia (solía terminar Aleixandre, que admitía que Federico iba a menudo con algunos chicos por dinero) Lorca se enamoraba de muchachos que no eran homosexuales o no principalmente y él tenía muy claro que esa fue su personal y reiterada tragedia.

Podría añadir muchísimos más detalles (incluso alguno levemente picante) de entre los muchos que Aleixandre me fue refiriendo en tantos años, pero creo que lo narrado es suficiente para que entendamos dos cosas: Federico fue natural y totalmente homosexual y (segunda) a nivel superficial él vivió esa condición, entre sus amigos más próximos, con entera naturalidad y sin problemas aparentes… Y sin embargo el lector de Lorca, sabe que la homosexualidad (tan visible en su obra) no dejaba de tener sesgos problemáticos para el poeta. ¿Por qué?   

En primer lugar —y es preciso tener en cuenta la época— la familia de Lorca o no sabía la condición sexual del poeta o le parecía negativa y procuraba ocultarla. Es obvio que Lorca tuvo temor y respeto en vida por su familia… Después de su asesinato podía (y debía) haber sido distinto, pero la realidad es que tardó mucho en serlo. Su hermano Paco —según me ha narrado su propia hija Laura— «no llevaba bien» la homosexualidad de su hermano. Y su hermana Isabel (a la que conocí) lo negó mientras pudo, hasta que muy a la postre no pudo oponerse a las evidencias, pero aún entonces era un tema del que eludía hablar. Además ¿qué podría saber ella, de verdad, de la vida privada y sexual de su hermano? En aquella época (y no sé si ahora) un hermano adulto no hablaría nunca ni una palabra de esos temas con la hermana más chica. Federico hubo de sortear siempre el problema familiar, y aún así fue más valiente de lo que se supone, pues la «Oda a Walt Whitman» (de Poeta en Nueva York) se editó en 1935, en Madrid, en una bella «plaquette». No fue un poema conocido solo «post mortem», ni mucho menos… Por lo demás, y como he demostrado en un trabajo editado varias veces: «La sensibilidad homoerótica en el Romancero gitano», Revista Turia, 1998 y Revista Digital Castilla de la Universidad de Valladolid en 2011, he dejado claro, me parece, y sin alusión ninguna a su vida privada, que los ejes semánticos de todos los poemas del Romancero son una continua celebración de la virilidad y de la belleza masculina, hombres o mozos… ¿Cómo entender sino esto?: «Niños de cara impasible / en la orilla se desnudan, / aprendices de Tobías / y merlines de cintura…» O esto otro: «Moreno de verde luna / anda despacio y garboso. / Sus empavonados bucles / le brillan entre los ojos». Y más: «Lo que en otros no envidiaban, / ya lo envidiaban en mí. / Zapatos color corinto, / medallones de marfil / y ese cutis amasado / con aceituna y jazmín. / ¡Ay Antoñito el Camborio / digno de una Emperatriz». Los ejemplos se podrían repetir casi «ad nauseam» pero no hace falta. El que no tiene anteojeras ya lo ha visto… Otra cosa es la posterior «Oda a Walt Whitman», espléndido poema, sin duda, en el que se enfrentan dos tipos contrapuestos de homosexualidad. De un lado la pura homosexualidad  de los camaradas (la que Whitman buscaba) o la de «el niño que escribe / nombre de niña en su almohada, / ni contra el muchacho que se viste de novia / en la oscuridad del ropero, (…) pero de otro está, y de ella abomina y contra ella va, la homosexualidad de los “maricas de las ciudades, / de carne tumefacta y pensamiento inmundo…”». Sin embargo hoy sabemos bien que la homosexualidad que Lorca vivió plenamente como adulto era precisamente la que condena, la del «pensamiento inmundo», la del «marica» de la ciudad... ¿No hay en este poema una profunda contradicción en Lorca, que hace que muchos homosexuales no se reconozcan en él, pese a la belleza del texto? Sin duda. Este poema muestra, como ninguno, que una parte muy profunda de García Lorca (ya sabemos que la superficial no) vivía la homosexualidad como un personal, íntimo conflicto. Unos lo ponen en relación con la idea de un Lorca «afeminado» en sus gustos homoeróticos, que llega a sentir en sí mismo la tragedia (hoy diríamos que antigua) de Yerma. La «pasividad» de Lorca, el no hallar el amor de hombres no homosexuales sería otra una parte sustancial de este conflicto íntimo, muy hondo. Será ya muy difícil sino imposible resolverlo de veras. Pero (como el elogio a la belleza moceril) está y es evidente.

Creo que aún faltan estudios profundos —habiendo ya algunos— sobre el mundo y el sentir homoeróticos en la obra total lorquiana. Y creo, ítem más, que aún es tiempo de completar sexual y sentimentalmente su biografía y saber (por ejemplo) qué ha sido de las cartas que Martínez Nadal no publicó y aún qué textos o párrafos suprimió en su libro de recuerdos y correspondencia (lujosamente editado) Federico García Lorca. Mi penúltimo libro sobre el hombre y el poeta, Editorial Casariego, Madrid, 1992. Por ejemplo, en una carta escrita por Lorca a Rafael desde Granada a Madrid a su vuelta de América le dice, al final: «tengo muchos versos de escándalo y teatro de escándalo también». (…) «Aquí en Granada me divierto estos días con cosas deliciosas también. Hay un torerillo…». Y aquí se corta la carta, porque el propio Rafael la autocensura. ¿Se podrá conocer entera? ¿Habrá muchas más como la de la orgía de negros, que vi y no he vuelto a ver más? Queda mucho íntimo Lorca por dirimir y tanto la altura del hombre y del poeta, como la claridad y normalidad de la vida homosexual (sometida a tanto mal trato y tapujo) lo precisan y lo merecen. Mi testimonio, básicamente, opta por ello. Por ver a Lorca finalmente sin penumbra...


II


Vicente Molina Foix, "Entiéndame usted", en El País17-XI-1999:

Ya hay mucha gente media y heterosexual que sabe lo que quiere decir "entender", aparte, claro está, de su significado primario de comprender. ¿Diremos que es ésa otra conquista de la cultura gay? Está en los quioscos la primera enciclopedia de la homosexualidad, que usted o sus hijos pueden comprar en cómodas entregas semanales, y un diputado de la oposición, Miquel Iceta, se sinceró hace poco sexualmente en campaña electoral, animado por su pareja masculina (yo, sin embargo, he hecho una apuesta que espero ganar: el primer político español con cargo gubernamental que saldrá del armario será, paradójicamente, del PP, y ese día todos tendremos que tragarnos la sonrisa leporina del presidente Aznar).Pero hablábamos del significado oculto de la palabra entender,sibilino secreto que ahora empieza a saberse y se sabrá mejor a partir del recién aparecido libro de Alberto Mira Para entendernos. Diccionario de cultura homosexual, gay y lésbica (Ediciones de la Tempestad). A "entender" le dedica Mira una de las entradas más jugosas de su obra, afirmando la deslizante riqueza semántica del término frente a la rotundidad ontológica de la palabra "gay": uno es gay o no lo es, y se puede sin embargo "entender" sin encarnar un rígido papel identitario. Por mi parte añoraré, aunque sólo literariamente, los días en que se "entendía" en secreto, y recuerdo eufemismos brillantes y divertidos que ciertos círculos gay del periodo heroico utilizaron; "epentismo" y "ser epéntico" entre los escritores que rodeaban a Lorca y Aleixandre, "better" (mejor) como invención de Mújica Laínez y sus amigos argentinos, "nervous" (nervioso) en el cosmopolita Tánger de los años cincuenta, según nos cuenta Emilio Sanz de Soto.

Estoy impresionado por el trabajo de este joven profesor valenciano residente en Oxford. Son 770 páginas de apretada letra (desprovistas, desgraciadamente, y en esto sí se nota que el libro es español, de un índice onomástico completo), pero la cantidad importa menos. El de Alberto Mira es un diccionario de autor,bien escrito y con erudición,abierto a culturas y nombres en nuestro país remotos, y -sobre todo- combativo de un modo personal; Mira informa y censa, pero también expresa opiniones, a menudo originales y tocadas por un fino sarcasmo, como en su respeto al dar la edad dudosa de algunos escritores (una admirable manera de entender la coquetería masculina) o en las entradas sobre los deportes, la ridícula palabra "mariliendres", Antonio Gala, Vargas Llosa (tranquilos, que no es un outing del escritor peruano) o los Sonetos del amor oscuro, de Lorca, donde Mira denuncia vehementemente la homofobia de un crítico habitual de este periódico.

En una larga introducción, Mira afronta de cara el riesgo que -no sólo para los "no-entendidos"- tiene este tipo de enfoques. A mí, por ejemplo, mientras que aplaudo la insólita y merecida importancia que el autor da a la música y los músicos en el contexto gay, me produce rechazo su desmedida atención a algunos escritores españoles de hoy,ensalzados muy por encima de sus méritos por el simple valor de su visibilidad social o su intencionalidad homosexual. Está claro que a Mira le interesa más el artista gay que el gay artista, pero, como no es un ingenuo ni tampoco practica bobamente la "cultura de la queja", evita aplicar de forma ciega un filtro rosa a las obras y autores que comenta. Su intento "apropiacionista" es siempre discreto, aunque en el libro se lamente el heterosexismo sistemático de las interpretaciones culturales: "La heterosexualidad, al no ser atacada, constituye una identidad sexual por defecto", y por eso, añade Mira, la crítica heterosexista, no necesitada de autodefensas, "nunca tiene motivos para hacer nada".

El propósito que mueve un libro como éste es "descubrir corrientes de deseo homoerótico, descubrir que la mirada que articula el texto se identifica con ese deseo, que hay códigos que apuntan a la homosexualidad". Quizá parece poco o baladí, pero es bastante y muy esencial (y ahí sí pueden tener peso en el futuro los queer studies o estudios maricas). Como el propio Mira insinúa en las notas sobre Stefan George, Lorca o Shakespeare, todo análisis que incluya entre sus estrategias de comprensión del producto artístico los ocultos o implícitos deseos de un hombre o una mujer de los "tiempos del disimulo" hará más entendibles (y no por ello mejores) sus obras.


* Este articulo apareció en la edición impresa de El País, 17 de noviembre de 1999.


III

Isabel Bugallal, "El coruñés de Monelos Serafín Ferro, 'arcángel' de Cernuda" en La Opinión A Coruña, 20.10.2016:

Fue introducido por Lorca en los círculos del 'epentismo' de la Generación del 27. Su ruptura amorosa con el poeta sevillano inspiró 'Donde habite el olvido'.

De familia humilde y anarquista, el coruñés Serafín Fernández Ferro llegó a Madrid huyendo del hambre a comienzos de los años treinta, cuando aún era casi un niño. De figura menuda, su atractivo y desparpajo cautivó a los poetas de la Generación del 27, en cuyos círculos penetró a través de García Lorca, de quien también fue objeto de deseo, además de Blanco Amor. Con ellos formó parte de lo que Lorca llamo 'epentismo'. Hizo sus pinitos en la poesía y el teatro, tuvo un papel en 'Sierra de Teruel', película basada en 'L´espoir', de André Malraux, y acabó sus días en México, pobre y malcasado

Un chaval con aspecto de mendigo entra en El Universal y se dirige a García Lorca, que acaba de pedir un café y un coñac al camarero: "Señor García Lorca, ¿por qué no me invita usted a un pepito? Hoy todavía no he comido".

Es otoño de 1931 y la escena transcurre en Madrid. El protagonista es el joven coruñés Serafín Fernández Ferro (A Coruña, 1914-México, 1957), que narra sus miserias al poeta. No tiene un céntimo, quiere trabajo y está dispuesto a prostituirse. A Lorca no le atraen los "muchachos venales" pero sabe a quién puede interesar.

Ambos acuden a la casa de Vicente Aleixandre, en Velintonia, donde escribe unas notas de recomendación, entre otras al poeta Manuel Altolaguirre y a su mujer, Concha Méndez, que contratarán a Ferro de linotipista en su nueva imprenta, y a Luis Cernuda, para el que ve en Ferro un compañero ideal... si no lo idealiza demasiado.

"Querido Luis: Tengo el gusto de presentarte a Serafín (he estado luchando con tres plumas) [en sentido figurado y en el literal, pues tuvo que recurrir a tres diferentes para escribir el texto]". "Espero que lo atiendas en su petición".

Cernuda sucumbió de inmediato a los encantos del joven coruñés, que entonces tenía 17 años -aunque se ponía algunos más, mientras el poeta, que le llevaba otros tantos, se los quitaba-, y se convirtió en su gran amor. La relación fue breve -no más de medio año- y tormentosa, pero dejó un poso definitivo en el poeta sevillano, al que inspiró varios poemas, le dedicó Los placeres prohibidos y cuya ruptura dio lugar a su obra mayor, Donde habite el olvido. "Mi arcángel", llamará Cernuda a Serafín, al que describe también como "ángel terrible" y "alimaña hostil".

"Ángel, demonio, suelo de un amor soñado", escribiría en un poema. O "serpiente que llevo hace tiempo enroscada a mi corazón", dice en Donde habite el olvido. En la contraportada, una misteriosa ese en forma de serpiente que muy pocos supieron interpretar. Ya al final de su vida, el poeta reconocería que fue una relación "sórdida" y su actitud con Serafín, "demasiado cándida y demasiado cobarde".

Así fue como Ferro se introdujo en lo que Lorca llamó el epentismo, el círculo de homosexuales de la Generación de 27, con los que el jovencísimo coruñés se relacionó y cuyas tertulias frecuentó, entre otras la del diplomático y escritor chileno Carlos Morla Linch, a la que iban los dos poetas andaluces, Rafael Martínez Nadal y los gallegos Eduardo Blanco Amor y Ernesto Guerra da Cal, y donde literatura y actualidad se combinaba con historias de amores y celos.

Xesús Alonso Montero no duda que Lorca y Serafín "fueron amantes, aunque quizá ocasionales", y otros testimonios coligen que más que un triángulo pudo haber "todo un polígono amoroso", del que formarían parte Blanco Amor, homosexual confeso; Morla e incluso Guerra da Cal, ambos casados.

Serafín, sin embargo, prefería a las mujeres y, dos años después, en 1933, se fue a vivir con Catuxa, una lucense guapa y casi analfabeta, a un lóbrego cuchitril cercano a la plaza de la Cebada.

Ferro, de una familia numerosa y de anarquistas, se había ido a Madrid andando -cuenta Martínez Nadal- siguiendo a dos hermanos mayores, Amadeo y José, activos militantes de la CNT y de la FAI, que se dedicaban a la instalación de luminosos en los edificios.

Guerra da Cal -la mano que corrigió los seis poemas gallegos de Lorca- cuenta que el joven leía con pasión a los clásicos del anarquismo (Bakunin, Proudhon) y los Cantos de Maldoror, de Lautréamont. También a Rosalía, Curros y Pondal. Y hasta los tomos de una enciclopedia que vendía para ganarse la vida.

"De gracioso gesto y voz dulce", lo describió Lorca, y Guerra lo tildó de "golfantillo intelectualizado con aires de elfo rizado y moreno". Y más o menos así lo retratan las fotos tomadas por Ramón Gaya, que lo dibujó a carboncillo y a color, y José Moreno Villa.


Escribió versos en castellano (Enamorado de nadie) y en gallego (Nouturnio de membranza, que dedicó al poeta Gil Albert) y fue actor en Sierra de Teruel, filme basado en la obra de André Malraux L'espoir. En 1935, después de hacer el servicio militar en el Regimiento número 3 de Infantería de Oviedo durante la Revolución de Asturias, regresó a A Coruña, donde la Guerra Civil le sorprendió y frustró su intento de estrenar obras de Yeats y Antón Villar Ponte con el grupo que dirigía, Keltya. Huyó a Portugal y a México, donde acabó pobre y malcasado.

IV

Sergio Téllez-Pon "El Salvador de Cernuda. El deseo insumiso al tiempo", en Confabulario, 3-XI-2013:

Luis Cernuda (Sevilla, Andalucía, España, 1902- ciudad de México, 1963) llegó a México luego de un largo peregrinar por el mundo: había huido de España por la guerra civil y llegó a París donde siempre pensó que regresaría a Madrid; huyó de Francia engañado por un amante, Stanley Richardson, a dar unas supuestas conferencias en universidades británicas; una vez más, escapó de Inglaterra para dar clases esta vez en universidades estadounidenses y finalmente huyó de Estados Unidos en busca del clima que le recordara la costa andaluza que lo vio nacer y fue por eso que llegó a Acapulco, entonces el paradisíaco puerto del océano Pacífico. México fue, pues, el único lugar al que no llegó para volver a escapar, el que conscientemente eligió para vivir.

Aquí, además, se reencontró con su lengua, el castellano, que había dejado de escuchar hacía muchísimos años (como lo cuenta en el primer poema de Variaciones sobre tema mexicano) y en Acapulco encontró el clima cálido que tanto le recordó sus días en la playa de Valencia frente al Mediterráneo mientras España se desangraba, tal y como lo recuerda Elena Garro. Pero también, y sobre todo, encontró el cuerpo del deseo en un joven del que por el primer poema de Poemas para un cuerpo sólo se sabía que se llamaba Salvador y que hoy se sabe respondía al nombre de Salvador Alighieri. Aunque Cernuda era un señor de casi cincuenta años, la pasión por Alighieri lo hizo declarar en Historial de un libro: “Creo que ninguna otra vez estuve, si no tan enamorado, tan bien enamorado, como acaso pueda entreverse en los versos antes citados [los Poemas para un cuerpo], que dieron expresión a dicha experiencia tardía. Mas al llamarla tardía debo añadir que jamás en mi juventud me sentí tan joven como en aquellos días en México”.

En 1949, Cernuda había venido a pasar las vacaciones de verano a la ciudad de México y luego fue unos días al puerto: “un poco de sol puede consolarme de tantas cosas”, confesó. Un año después se empeñó en regresar y pasó aquí las vacaciones del verano de 1950; el encuentro con la cultura mexicana, en la que veía tantas reminiscencias de la española, le inspiraron para empezar a esbozar los poemas en prosa que después serían Variaciones sobre tema mexicano —que en principio tituló como Concerniente a México—. “El sentimiento de ser un extraño, que durante tiempo atrás te perseguía por los lugares donde viviste, allí callaba, al fin dormido. Estabas en tu sitio, o en un sitio que podía ser tuyo; con todo o con casi todo concordabas, y las cosas, aire, luz, paisaje, criaturas, eran amigas. Igual que si una losa te hubieran quitado de encima, vivías como un resucitado”, se decía a sí mismo en una de las Variaciones

Volvió por tercera vez, en 1951, y fue entonces cuando conoció a Salvador Alighieri. Después de ocho meses en los que hizo una fructífera escala en La Habana (donde pronunció tres conferencias y entabló una estrecha amistad con Lezama Lima), regresó a Estados Unidos, al colegio de Massachusetts donde impartía clases durante el crudo invierno del norte que tanto detestaba, pero ya con la firme idea de volver, y por qué no, establecerse en México definitivamente así pareciera un impulso incontenible: “Sé que es, desde el punto de vista práctico, un disparate. Pero también sé que por no haber hecho otro disparate semejante, me quedé en Sevilla y me quedé en Londres más años de los que eran convenientes. Y el tiempo perdido viviendo en un ambiente que nos aburre, ahora lo veo, es lo que luego más nos remuerde y acongoja”, le escribió en una carta a Pedro Salinas. Al fin consiguió establecerse en la ciudad de México en noviembre de 1952. Poco más de diez años estuvo entre nosotros (con una corta estadía en San Francisco y Los Ángeles donde, una vez más, impartió clases), hasta su muerte el 5 de noviembre de 1963.

En el furor de los locos años veinte, Cernuda, a diferencia de otros compañeros de generación como Vicente Aleixandre —quien escribía sus poemas a un supuesto personaje femenino que en realidad era masculino—, García Lorca o Emilio Prados, nunca escondió su homosexualidad ni en su persona ni en su obra: desde muy joven no sólo la hizo saber sino que después la reivindicó en su rebelde Los placeres prohibidos, que escribió a principios de los años treinta influido todavía por el surrealismo. En uno de los poemas de ese libro, “Si el hombre pudiera decir”, por ejemplo, el hombre al que se refiere en el título no es al de la especie (no eran los tiempos del lenguaje políticamente correcto que distingue lo masculino y lo femenino) sino a un ejemplar del sexo masculino. El amor, la pasión por ese hombre, pues, es “la única libertad que me exalta, la única libertad porque muero”; es decir, era ajeno a las libertades que se conseguían en España con la segunda República; esas libertades a él no le importaban, no le exaltaban, no moría por ellas.

Entre finales de 1931 y 1932, se había paseado, aunque no de la mano pero como si lo hubiera hecho, por todo Madrid con Serafín Fernández Ferro (1914-1954), un joven gallego, linotipista en la imprenta de su amigo Manuel Altolaguirre, que le presentaron sus otros cofrades del “epentismo” (Aleixandre, Rafael Martínez Nadal y García Lorca, quien inventó el neologismo para llamar a sus allegados homosexuales), que al final resultó más un chichifo que un amante y cuya ruptura amorosa le inspiró los poemas de Donde habite el olvido; años después, Serafín acabó sus días transterrado en México, enfermo de tuberculosis, pobre y malcasado. Después, en el verano de 1934, Cernuda tuvo un romance con el ya mencionado Richardson, un joven británico que tradujo algunos de sus poemas al inglés, quien al sacarlo con mentiras de Francia prácticamente le salvó la vida y, sin embargo, se ganó el odio gratuito de Cernuda; Richardson murió poco después durante un combate en la guerra civil española, pues se había enrolado en las filas republicanas. Por su parte, Luis Antonio de Villena aventura que Cernuda pudo haber tenido otro enamoramiento en Glasgow durante 1940: ese año lo habían invitado a Cuba pero se negó, en palabras del propio Cernuda, “por no huir del miedo a una pasión”. Pero ninguna de esas relaciones lo había dejado satisfecho. Ahora, en México, hecho ya un hombre, un señoritingo de refinadas maneras inglesas, se enamoraba de un joven muchos años menor que él. “Mano de viejo mancha / El cuerpo juvenil si intenta acariciarlo”, dice en “Despedida”, uno de sus poemas más célebres.

Cuando conoció a Cernuda, Salvador Alighieri, El Chocolate (que aparece en algunas de las Variaciones… como el indito “Choco”), tenía toda la apariencia de mayate, tan apreciada por los gays: era un joven de 20 años, moreno (“oscuro” es el adjetivo que usa Cernuda en los poemas), que además practicaba fisicoculturismo. Se conocieron en La Roqueta, una playa de la bahía de Acapulco, en el verano de 1951. Cernuda, quien siempre había apreciado el cuerpo juvenil masculino y así lo cantó en varios de sus poemas, quedó prendado de la figura del joven y casi de inmediato lo protegió. Martínez Nadal le contó a De Villena que por el tiempo que salía con Serafín, Cernuda también tenía algunos encuentros con meseros a cambio de una ayuda económica, algo que después repetirá con Alighieri, como lo reconoció él mismo ante el periodista Antonio Bertrán. Cernuda sabía que el mundo era de los jóvenes, por eso sucumbía ante ellos, y es de ellos de quienes se despide en ese poema memorable: 

Adiós, adiós, compañeros imposibles. 
Que ya tan sólo aprendo 
A morir, deseando
Veros de nuevo, hermosos igualmente
En alguna otra vida. 

Con Salvador, Cernuda no era el hosco y malhumorado que la mayoría recuerda; al contrario, en su testimonio, Alighieri lo recuerda tierno y hasta paternal, una relación más propia de erómenos y erastes. Para él, para Alighieri, escribió los Poemas para un cuerpo que se escribieron casi al mismo tiempo que las Variaciones… y se publicaron por primera vez como plaquette en Málaga en 1957, editada por Bernabé Fernández-Canivell, quien tuvo la feliz ocurrencia de que fueran ilustrados por Álvarez Ortega pero Cernuda se rehusó calificando los dibujos de “mariconerías de la peor especie”; más tarde los incluyó en su libro Con las horas contadas:

I

Salvador

Sálvale o condénale
Porque ya su destino
Está en tus manos, abolido.

Si eres salvador, sálvale
De ti y de él; la violencia 
De no ser uno en ti, aquiétala.

O si no lo eres, condénale,
Para que a su deseo
Suceda otro tormento.

Sálvale o condénale,
Pero así no le dejes
Seguir vivo, y perderte.

Como pocos poetas, Cernuda dejó demasiados guiños y pistas de su vida en su gran obra poética, de manera que cuando Bertrán encontró a Salvador Alighieri en Guadalajara y pudo entrevistarlo, sus palabras arrojaron nuevas pistas para reinterpretar los Poemas para un cuerpo, que aunque están inspirados en él, Alighieri no conocía y Bertrán se los proporcionó. A pesar de su corta edad, Alighieri ya estaba casado y tenía un primogénito, Salvador, de 2 años, a quien Cernuda aceptó confirmar para así hacerse compadres. Alighieri le confesó a Bertrán que no hubo entre ellos sino una relación afectiva, que Cernuda se conformaba con contemplarlo hacer sus ejercicios con el torso desnudo y entonces el poeta, mientras fumaba su pipa, se ponía a escribir (¿los Poemas para un cuerpo acaso?). Tal vez fuera el suyo un enamoramiento más platónico que una relación carnal. Sin embargo, en varios poemas de Variaciones…, Cernuda dice un poco más sobre “Choco”. En “La posesión”, escribió: “En un abrazo sentiste tu ser fundirse con aquella tierra; a través de un terso cuerpo oscuro, oscuro como penumbra, terso como fruto, alcanzaste la unión con aquella tierra que lo había creado. Y podrás olvidarlo todo, todo menos ese contacto de la mano sobre un cuerpo, memoria donde parece latir, secreto y profundo, el pulso mismo de la vida”; y en “Dúo” dice todavía más: “A tu ternura envolvente responde con su abandono, y no te cansas de acariciarle ni de besarle”. También sobre esa última pasión cernudiana escribió el poeta Jaime Gil de Biedma: “ese enamoramiento no fue sino la concreción final, en un cuerpo y en una persona, del deslumbramiento instantáneo, del inesperado brote de felicidad sensual que aquella tierra propició en él, cuando en su edad madura apenas ya nada esperaba”.

La relación con Alighieri duró hasta 1955 o 1956, poco más de cuatro años que sin embargo fue la más duradera de Cernuda. En 1960, le escribió Cernuda en una carta a Sebastian Kerr: “Un amigo mío, Salvador Alighieri, al que tenía una amistad muy distinta de la que tengo a [Octavio] Paz, entre otras raras peculiaridades tenía la de no decirme jamás cuándo iba a marcharse fuera de México capital.” Otra de esas particularidades que molestaban a Cernuda del comportamiento de Salvador, como buen joven, era su irresponsabilidad: “Luis me regañaba y aconsejaba como si fuera un padre. Íbamos a un café, el Night and day, y ahí insistía en que no fuera tan loco, que respetara a mi mujer”, le cuenta a Bertrán. Alighieri desaparecía por semanas y luego regresaba a buscar al poeta: “Jamás pude conseguir de él —escribe Cernuda en la carta a Kerr—, a pesar de nuestra amistad, que me dijese su marcha antes de emprender una. El procedimiento era: citarnos en algún sitio, y su no comparecencia. Ya comprenderá que mi mal humor llovía sobre él cuando aparecía luego”. Un mal día, Salvador no volvió a aparecer. Según le contó a Bertrán, empezó a tener problemas en su matrimonio y se fue al norte, a intentar cruzar a Estados Unidos; no lo consiguió y se instaló en Nuevo Laredo, donde ganó algunos premios de fisiculturismo (Mr. Espalda y Mr. Laredo). A finales de 1963 volvió a la ciudad para competir por el título de Mr. México Junior, que también ganó, y entonces se enteró de la muerte de Cernuda.

Tal vez por esos mismos años de la carta a Kerr escribió Cernuda “Epílogo (Poemas para un cuerpo)”, que incluyó en su último libro, Desolación de la Quimera (Joaquín Mortiz, 1962), con toda seguridad cuando Alighieri ya había desaparecido definitivamente, sin avisarle:

Tu imagen de hace años,
Hermosa como siempre, sobre el papel, hablándome,
Aunque tan lejos yo, de ti tan lejos hoy
En tiempo y en espacio.
Pero en olvido no, porque al mirarla,
Al contemplar tu imagen de aquel tiempo,
Dentro de mí la hallo y lo revivo.

Tu gracia y tu sonrisa,
Compañeras en días a la distancia, vuelven
Poderosas a mí, ahora que estoy,
Como otras tantas veces
Antes de conocerte, solo.

Un plazo fijo tuvo
Nuestro conocimiento y trato, como todo
En la vida, y un día, uno cualquiera,
Sin causa ni pretexto aparente,
Nos dejamos de ver. ¿Lo presentiste?
Yo sí, que siempre estuve presintiéndolo.


¿Salvó Alighieri a Cernuda? Desde luego, aunque sólo por un tiempo. Tal vez si no se hubieran conocido, Cernuda no habría tenido las fuerzas y el motivo suficiente para emigrar una vez más, y sin embargo lo hizo, vino aquí donde se sintió más joven que nunca… aunque la consecuente felicidad se le haya presentado casi al final de su vida.

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