Marcos Ordóñez, "25 años de teatro. Entre el estirón y el ahogo", El País, 28 OCT 2016 .
El teatro es hijo de su ayer y de su presente: hoy se actúa, se dirige y se escribe mejor que hace 25 años pese al paro y los exiguos salarios.
¿25 años ya? Qué barbaridad. Me preguntan cómo ha ido en mi negociado. Mirar hacia atrás siempre es peligroso: no es fácil medir la distancia entre los hechos y tu percepción. Tampoco me seduce hacer listas comparativas, que desbordarían este espacio. Es curioso: lo primero que recuerdo son las sensaciones felizmente perdidas. Las zonas de caspa resistiéndose a morir, las falsas modernidades. Aquellas antiguallas tremebundas, hijas del sainete más barato, y aquellas funciones (con personajes llamados A y B) que exhalaban un estentóreo desinterés por seducir al espectador. En aquella época ya podía elegir de lo que escribía, ya había pasado de la crítica diaria a la semanal, pero no era fácil: por supuesto que había cosas buenas, aunque bastantes veces me costaba llevarme un buen pastel a la boca. Llámenme optimista, pero hago cuentas y en la actualidad no hay mes que no atrape una docena de buenos espectáculos (y eso quiere decir autores y autoras, y directores, y grupos). Con muchísimas dificultades, pero ahí están. También soy consciente de que ahora hay mucho teatro pero quizás menos funciones: el signo de los tiempos, y no me parece buen asunto, pide poco tiempo en cartel para ganar públicos diversos.
En los noventa cambiaron muchas cosas, aunque menos de las esperadas. Y algunas no llegaron a mostrar la floración prometida. Se impone, ya digo, el resumen, y los resúmenes siempre son esquemáticos. Digamos que desde los ochenta una gran parte de la distribución teatral quedó prácticamente en manos del Estado. ¿Fue buena esa medida? Hasta cierto punto. Se compró, se restauró, se intentó descentralizar. Diría que los teatros públicos que mejor subsistieron fueron los de Madrid y Barcelona. Los de las restantes autonomías (corríjanme si me equivoco) no llegaron a alcanzar lo deseado. O lo planificado, según el alto modelo de los centros dramáticos franceses impulsados por el ministro Jack Lang.
La estatalización demuestra, de entrada, que en aquella época el teatro importaba políticamente más que ahora. Pero cuando pasaron veinte años y llegó la crisis, la mayoría de las salas financiadas por dinero público se quedaron al pairo, porque el presupuesto no llegaba o porque decidieron gastar el magro caudal en otras cosas, y en eso andamos o en eso seguimos, con sus altos y sus bajos y con sus giras en estado preagónico, según me siguen contando los cómicos. Y no solo en salas de aforo mediano: me viene ahora a la cabeza el Proyecto T6, central para la difusión de la joven dramaturgia catalana que, promovido por el TNC de Barcelona y con óptimos resultados, fue cancelado hace escasamente tres años.
Cosas buenas “de entonces” que hoy echo de menos: los Festivales de Otoño. En Barcelona se llamaban Tardor, luego Festival Olímpic de les Arts, y luego echaron el cierre. En Madrid pasaron a llamarse De Otoño en Primavera y De Otoño a Primavera, cada vez más adelgazados. Gracias a ellos comenzamos a ver, sin necesidad de cruzar la frontera, espléndidos montajes extranjeros, y aprendimos mucho de ellos. Por eso y por la labor de las escuelas de artes escénicas, diría que hoy se actúa mejor, se dirige mejor, se canta y baila mejor, y se escribe mejor que entonces. Yo creo que escribo mejor porque he aprendido a mirar más: todos crecemos gracias al talento ajeno. Muchas simientes de entonces son hoy espléndidos árboles. Hablando de festivales y de aniversarios, también se cumplen 25 años de la creación de Temporada Alta, la gran muestra de Girona, verdadero modelo de programación. Pocos daban un duro por ellos (entonces aún había duros) y ahí está, convertido en el verdadero festival de otoño: un triunfo de la iniciativa privada y la complicidad pública.
Más enseñanzas: las visitas, en sucesivas hornadas, de teatreros argentinos como Daulte, Tolcachir, Veronese, Messiez, y sus respectivos intérpretes. Es un gran regalo que hayan estado o estén entre nosotros, aunque también echo en falta la contraoferta: ¿por qué Sudamérica ha dejado de ser para nosotros una plaza o una red posible, como en los años cincuenta y sesenta? ¿Alguien se está ocupando de eso?
Vuelvo al vaivén del cuarto de siglo. Si hace cinco lustros me hubieran dicho que en el brumoso futuro un grupo llamado Kamikaze iba a tomar las riendas de una sala comercial con vocación de teatro público no me lo hubiera creído. O que serían poderosas realidades la Joven Compañía (ya en su cuarto año en el Conde Duque) o la Kompanyia del Lliure, nacida hace tres temporadas. Claro que si ese visitante del siglo veintiuno me hubiera hablado de las actuales cifras de cómicos en paro también me habría costado creerle. Y no solo paro: pregúntenle a cualquiera de ellos lo que se cobra por función. O lo que ni se cobra: ¿cuántos están trabajando por amor al arte para no quedarse en casa, para seguir sintiéndose parte de la familia que eligieron?
Podría seguir mirando hacia atrás y hacia adelante, intentando equilibrar la balanza con lo bueno y lo malo, pero intentaré resumirlo en una frase: nuestro teatro está hoy, hijo de su ayer y de su presente, entre el estirón y el ahogo.
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