Pasada la semana santa de una de nuestras iglesias, conviene recordar que hace quinientos años hubo en Europa una revolución trascendental para la evolución de la historia, de la cultura y de la ciencia. Un fraile agustino, Martín Lutero, clavó en la puerta de la parroquia de Wittenberg 95 tesis que acabaron definitivamente con la Edad Media y aseguraron el progreso de Europa hacia la modernidad.
La Mancha (o Castilla-La Nueva) no ha sido nunca tierra de grandes místicos, sino de grandes herejes, sobre todo en Cuenca. Uno de nuestros más eminentes luteranos fue Juan de Valdés, quien, junto a su hermano gemelo Alfonso hizo lo que pudo para garantizar que la palabra de Dios pasase directamente al castellano sin mediación alguna frente a la prohibición de la iglesia católica, que la usurpaba y no quería que se leyese sino en latín. Haciendo depender la salvación del propio individuo, y no de una institución privilegiada, Lutero estaba proclamando uno de los principios fundamentales del liberalismo y de la democracia. Además, eso requería que la gente común supiese leer y escribir para asegurarse el paraíso, principio educativo ajeno a la iglesia, que dominaba todas las universidades usurpando una educación que solo las posteriores revoluciones burguesas trasnformarían en laica, promoviendo así el progreso material y científico; anteriormente, la Iglesia se reservaba siempre, porque podía, los mejores talentos para la carrera eclesiástica, olvidando y despreciando vocaciones científicas, médicas, tecnológicas. Así al menos continuó siendo en España, principal puntal del reaccionarismo esterilizador hasta que perdió definitivamente en la última guerra de religión que hubo en Europa con la paz de Westfalia en 1648. Desde entonces ya nadie discutió la separación de iglesia y estado. Otros no han tenido esa suerte, por ejemplo en el mundo musulmán, del que formamos parte también (véase si no cuán incólume ha quedado el Valle de Josafat de los caídos "por Dios y por España" y la ridiculez medieval de la "Santa Cruzada". La iglesia española nunca amó a sus enemigos, algo que hace al catolicismo la más dura de las religiones: prefirió lo fácil y los persiguió, pese a lo cual aún tuvo algún personaje digno como el cardenal Francisco Vidal y Barraquer, que salvó el honor del catolicismo español en la Guerra Civil frente a los políticos con sotana que firmaron la carta de los obispos españoles en apoyo de Franco, que desde entonces mangoneó a la iglesia católica paseándose bajo palio como si fuese el Santísimo Sacramento y legitimándose con su propaganda. El servilismo español, siempre antiliberal, que aún ahora se hace gobernar por un militar que está por encima de la ley y no puede ser juzgado, y que aparece incluso en la primera obra de nuestra literatura, con un Cid que come la hierba (sic) en presencia del rey, se atestigua como una característica esencial de nuestra historia; sin embargo, el Cid nunca se habría rebelado contra la gente a la que defendía, como hizo el gallego inmortal y, solo para algunos, inmoral, el Cid nunca habría causado la guerra que mató a derechistas e izquierdistas por igual. La democracia era lo único que teníamos para asegurar la convivencia, y los militares la destruyeron. Todavía uno, heredero de otro, sigue gobernando en lugar de un civil.
Las iglesias protestantes, perseguidas a lo largo de la historia de España, ignoradas, ninguneadas, ridiculizadas, sacrificadas, quemadas en la hoguera (la iglesia católica nunca admitió ser pasto del mismo fuego que prodigó a diestro y siniestro también) tienen entre los manchegos a un gran personaje, Juan Calderón Espadero, nacido en Villafranca de los Caballeros a fines del XVIII y criado en Alcázar de San Juan, exfraile franciscano protestante que logró sobrevivir, tras intentar explicar la Constitución de Cádiz en esa ciudad manchega, a un intento de asesinato y tuvo que huir a Francia, donde se convirtió al protestantismo. "La Iglesia católica no concede ni ha concedido nunca amnistías", escribió, así como que "toda mi vida he intentado vivir de un modo acorde a mis creencias". En Francia subsistió de su propio trabajo como zapatero, habiendo sido profesor de filosofía; enseñó la lengua española en Burdeos y en Londres y cuando otro manchego, el liberal Baldomero Espartero, se volvió regente de España en 1841, volvió a su país y publicó una Gramática que los especialistas han considerado muy avanzada para su época. Iguales alabanzas dispensó Marcelino Menéndez y Pelayo, un católico eminente, a sus observaciones de crítica textual sobre el Quijote, que sitúa entre lo más granado de su tiempo, siendo además el primer cervantista manchego del que hay nota. Es más, editó y escribió las primeras revistas protestantes en castellano en Londres, desde donde las introdujo en España e Hispanoamérica clandestinamente. Casado con una francesa, su hijo, Philip Hermógenes Calderón, fue académico y bibliotecario de la Real Academia Inglesa de pintura y el líder de un movimiento artístico de esa nación, The Clique, "La Pandilla", derivado de la Hermandad Prerrafaelita. Sus hijos, nietos de Juan Calderón, fueron asimismo eminentes: William Franck Calderón creó una escuela de pintura animal en Londres y destacó como ilustrador; Alfred Calderón fue un importante arquitecto, con obra dispersa por todo el mundo, incluso en Canadá, y George Calderón fue un importante eslavista, traductor de obras clásicas de la la literatura rusa al inglés y escritor él mismo, fallecido en las playas de Gallipoli durante la I Guerra Mundial. ¿Habría podido desarrollarse toda esta actividad cultural en un ambiente de tan sofocada libertad como el de la manchega España del siglo XIX? Sinceramente, lo dudo. Tras la caída de Espartero Calderón tuvo que regresar a la libertad porque aquí no la tenía, e incluso tenía que esconderse.
A las ocho de la tarde del martes 25 (la semana próxima) se presenta en la librería-café La Madriguera de la calle Toledo, 51, una edición crítica de la Autobiografía y otros textos de Juan Calderón, realizada por José Moreno Berrocal y quien esto escribe y sufragada, entre otras instituciones, por la fundación Pluralismo y Convivencia. Pocos ejemplares han podido imprimirse: apenas trescientos, pero bastan para reivindicar la memoria de aquellos españoles que han sufrido cinco siglos de intolerancia...
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