Juan Bonilla, "Monte Verità, contra la vida establecida", en El País, 20 mayo 2017:
En 1917 un grupo de desencantados creó una comuna que interesó a Herman Hesse y Kafka. Un libro recupera a aquellos primeros 'hippies'.
A comienzo del siglo pasado, un fantasma empezó a recorrer si no Europa sí al menos uno de sus mejores barrios: el de Schwabing, en Munich. Era una zona donde desde tiempo atrás se habían ido estableciendo artistas, literatos, bohemios. Por sus calles empezó a susurrarse una nueva buena. En palabras de Harald Szeemann "la industrialización, la tecnificación y la confrontación entre el capitalismo y un movimiento obrero cada vez más fuerte, llamaron muy pronto a crear movimientos reformistas que pretendían evitar la necesaria revolución proletaria. La reforma de los modos de vida venía a significar la posibilidad de una tercera vía entre el capitalismo y el comunismo y llevaba implícito el libre desarrollo del individuo frente a los bloques".
El fantasma de la reforma bebía en las páginas de Thoureau, confiaba en la anarquía y daba por descontado que había que vivir contra la vida establecida. Por lo tanto lo primero era buscar un lugar donde probar a cambiar la vida. En principio la idea que manejaban los fundadores de Monte Verità era la de un sanatorio, un balneario, quizá un hotel.
Ya desde el principio hubo enfrentamientos entre los primeros exploradores: unos hablaban de comuna libertaria donde consumirían lo que produjesen y se olvidarían del mundo y crecerían en la medida en que atrajeran a jóvenes decepcionados del mundo; otros, más pragmáticos, entendían que lo que fundaran debía al menos rendir suficiente beneficio como para, precisamente, olvidarse del mundo. En cualquier caso, pretendían potenciar la vida al aire libre, alimentarse de luz y paisaje, prescindir de cualquier regla acerca de relaciones amorosas y, desde luego, partir de una absoluta igualdad entre hombres y mujeres.
De hecho fue fundamental en el desarrollo de la idea primera Ida Hoffman, una joven alemana que había conocido al austriaco Henri Oedenkoven en el sanatorio esloveno de Velves, donde el muchacho había ido a parar después de padecer una enfermedad que casi lo mata: allí Oedenkoven convenció a Ida de las ventajas del vegetarianismo. Allí empezaron a soñar en construir su propia colonia naturista, que para Ida Hoffmann debía ser algo más, como debía ser algo más para el tercer implicado: el militar Karl Graeser, también ingresado en Velves, que odiaba la propiedad privada y deseaba cualquier promesa para poder abandonar el Ejército. Junto a él llamaba la atención su hermano Gusto, porque podía prestarle la apariencia a las figuras arquetípicas que habrían de relacionarse con el Monte Verità: iba siempre descalzo o en sandalias, cubierto por una túnica, y gustaba de perderse por los caminos y entrar en las posadas a tratar de pagar comida y habitación con un poema. Fue Oedenkoven el que bautizó al monte cuando encontraron el lugar adecuado. No era extraño que unas décadas antes, huyendo también de las decepciones del mundo, el mismo Bakunin encontrara refugio en aquella región.
Las circunstancias en que habrían de aliarse los destinos de estos personajes para encontrar en Ascona el magnetismo de Monte Verità están eficazmente narradas en Contra la vida establecida, de Ulrike Voswinckel (que sale en español el próximo 29 de mayo gracias a el paseo editorial). El libro de Voswinckel es un pertinente repaso a uno de los capítulos más singulares de la cultura europea, precisamente porque pone la banderola de salida a una de las vertientes más fructíferas de la misma: la contracultura. No es raro por tanto que todo lo concerniente a Monte Verità fuera redescubierto -y expuesto por Szeemann- en los años 70: los hippies encontraban a sus abuelos, 70 años antes que ellos había habido jóvenes que se sumieron en la búsqueda de la paz y el sosiego sintiendo repugnancia por la realidad contra la que le tocaba combatir y a la que combatieron tratando de olvidarse de ella. Es también de Szeemann, largamente citado en el texto de Voswinckel, la feliz apreciación que caracteriza a los lugares magnéticos: los que descubren los locos y fanáticos, encargados de darles un aura, luego llegan los poetas y los pintores para cantar su belleza, y por fin llegan los banqueros para hacer negocio con ellos. Puede aplicarse la regla a tantos otros sitios como el Monte Verità, desde la Costa del Sol a Ibiza.
Lo que buscaban aquellos jóvenes -adinerados, por supuesto- era un lugar del que sentirse a salvo del mundo para inventar otro mundo. Un paraíso para pocos que supiera encogerse de hombros ante las ansiedades de la burguesía, a la que pertenecían, y las luchas de los proletarios. El naturismo se daba la mano con la anarquía, el nudismo quería reinventar el Edén: sin embargo, también la anarquía necesitaba de reglas y dogmas, la espontaneidad también necesitaba previsión y agenda. En cualquier caso, una cosa eran los problemas elocuentes que el día a día de la vida iba imponiendo a los pobladores del Monte Verità, en un lugar tan privilegiado como Ascona (Suiza), en el Testino, junto al Lago Maggiore, y otra el discurso que se iba produciendo fuera, sobre todo en el barrio bohemio de Munich: más allá de las miserias cotidianas que pudieran acontecer en el nuevo Edén, se iba erigiendo el fantasma de una vida distinta, una vida contra lo establecido, lo que produjo un efecto llamada que llevó a viajeros muy ilustres al Monte. Entre ellos un Herman Hesse que no en vano, muchas décadas después, se volvería maestro de adolescentes de muy distintas generaciones.
En el Monte Verità se dedicó al nudismo, creyó haber encontrado el lugar sagrado que tanto había ido buscando -y esa búsqueda está muy bien reflejada en tantos de sus escritos y personajes. También Freud sintió la necesidad de asomarse a aquel retiro del que tantas cosas se decían, como se interesaron por la comuna de despedidos del mundo autores como Kafka o Lawrence. Fueron huéspedes a lo largo del tiempo Rilke y la poeta Else Lasker-Schüler, los dadaístas Hugo Ball y Emmy Hennings, cansados del Cabaret Voltaire, necesitados de un poco de paz, aire y luz natural, y la bailarina Mary Wigman. El lugar facilitó amistades inquebrantables como la de Herman Hesse y Hugo Ball. Pero la pugna entre mercadotecnia y espiritualidad se mantuvo: si Oedenkoven no cejaba en su intención de sacar partido financiero a su descubrimiento, Ida Hoffman trataba de que el lugar fuera sede de un círculo espiritista.
Es fácil intuir que lo que allí buscaban los muchos visitantes atraídos por el prestigio que iba cobrando el Monte Verità era un sosiego y una camaradería que no encontraban en ningún otro sitio: el monte tenía algo de sanatorio. También habían echado a andar diversas iniciativas artísticas -después de los locos, llegaban los pintores y los poetas, en efecto- con mención especial para la escuela de danza. El libro de Voswinckel está felizmente asaeteado de imágenes, y si impagable es el desnudo de Hesse no lo son menos las fotos de la bailarina Mary Wigman a la orilla del Lago Maggiore.
En 1917 llegó un nuevo iluminado: Theodor Reuss. Había sido cantante de ópera y reportero de guerra. Había conseguido una patente para fundar en Alemania un concilio rosacruciano. Era amigo de Aleister Crowley y se había trabajado su fama de hechicero capacitado para la magia sexual. Naturalmente todo eso era muy atractivo para jóvenes y no tan jóvenes, hasta el punto de que algunas de las personalidades más eminentes del Monte Verità, como Rudolf von Laban y la propia Ida Hoffmann, ingresaron en la orden rosacruz. Los francmasones y los ocultistas se hicieron con el Monte, dotándolo de un halo del que se serviría Daphne du Maurier para escribir La montaña de la verdad (que también publicará el paseo). Es una novela breve y enérgica sobre el caso de una bella joven que es hipnotizada por una montaña legendaria en la que hay una especie de congregación de mujeres que viven a expensas del mundo. Ese lugar imanta de manera persuasiva e imposible de combatir a las jóvenes que viven en las laderas y el valle. Por mucho que traten los hombres de detenerlas, ellas acaban acudiendo a la misteriosa llamada de la cima, donde tiene lugar un extraño rito de adoración lunar, donde todas las hembras que escapan del mundo visten túnicas y se cortan el cabello y olvidan de donde vienen. Por supuesto, Du Maurier recargó el romanticismo del lugar para darle un aspecto fantástico y misterioso. Pero en algo acertaba: en muchas mujeres encontraron en la llamada del Monte una razón imbatible para huir de la opresión de unas vidas fijadas de antemano. De ahí que Voswinckel, estudiando casos como los de la poeta Lasker-Schüler, la bailarina Mary Wigman, o la poeta y bailarina Emmy Hennings, la musa de todo el mundo, como la llamó Tzara, estudie con detenimiento la feminidad del Monte Verità. Mujeres fuertes, las llama.
Otra mujer, Annemarie Schwarzenbach, alcanzó el Monte en 1932 y para entonces las cosas ya no eran lo mismo: hacía siete años que el monte era ya de un banquero. A pesar de ello, todavía encuentra sosiego suficiente allí, si bien hay que pagar para obtenerlo. Casitas con nombre de mujer, rocas de valquiria. Recordando a quien le puso nombre al monte, el naturista Oedenkoven, Schwarzenbach escribe: "El paraíso no era posible y Oedenkoven, 20 años después de llegar aquí, tuvo que abandonar Ascona. Fue el barón Von der Heydt el que hizo de Monte Verità un hotel viable, de calidad, ajeno a cualquier extravagancia". El hotelito al que se refiere la viajera tiene unas elegantes líneas Bauhaus. Para entonces hasta el bestseller Emil Ludwig se había hecho su casita en Ascona y un ex boxeador muy famoso en la época se había comprado un edificio para montar un casino.
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