El ciego sol, la sed y la fatiga, / por la terrible estepa castellana, / polvo, sudor y hierro, / yo vendimiaba. Tirando del pesado esportón lleno de los racimos de la ira, con el frío mañanero que pica en las manos y con agujetas de varios días, doblado de la aurora al crepúsculo. Mi tío, que trajina unas vides más allá, se hace el gracioso:
-Lo único que trabajan son las manos…
-Claro: como tocar el violín
Digo yo. Pero coge la retranca, se calla y seguimos por la jodida estepa castellana, con ocho de los nuestros… Al menos se permite platicar con buenas mozas, repasar los refranes, actualizar el repertorio de chismes, comer gachas (o migas, si hay suerte), degustar un vinazo con el aliño de la glucosa baja (de postre uvas, no, gracias) o intercambiar conversaciones de besugo mientras no paras de mondar sarmientos con hocino y de rebañar grumos sueltos, si no te coge una mala nube como las de setiembre. Así hasta que queda pelado el majuelo, pero no acaba con eso la labor: hay que escamondar los olivos dispersos por entre las vides. Si son pocos, se recauda su contribución a mano y se escrutan hasta los suelos, algo que antaño se reservaba solo a los pobres.
En La Mancha siempre ha parecido crueldad eso de apalear a los árboles, ya olivos, ya encinas. Aunque exista ese refrán tan manchego de que “hay algunos que son como los olivos, que solo a palos dan fruto”. Es un tratamiento que debían recibir los políticos, pero en La Mancha siempre se escoge a los mismos gilipollas que no valen para nada.
Mientras se trabaja, algunos patrones aprovechan para intentar ampliar sus tierras cambiándose ofertas. Acumulan terrenos de cultivo como si fueran emperadores de la uva y para ellos el centón de recuadros del campo es como el Monopoly. Pero si el precio es excesivo, comentan cuando ya no los oyen: “¡Anda y que se aburra!”. La gente solo compra a precio regalado, porque, como ya decía Baroja de los manchegos, la cicatería es la norma universal; se ahorra incluso en trabajo; el campo exige pocos malos ratos, apenas un corto tiempo de trajín y luego a vivir del paro. Eso de la estacionalidad es muy propio de la mentalidad menestral y temporera del español, que se pasa el tiempo esperándolo todo: la lluvia, las fiestas, la muerte, el trabajo… Hasta en las plazas llevan los viejos la rigurosa contabilidad de los linajes y se pelean por saber quién es el carcamal decano, título que vaca enseguida con cualquier invierno o verano en que venga generosa la Guadaña.
Como es lógico, cualquier novedad es un engorro, porque exige trabajar. Y tanta espera genera un aburrimiento tal que no hay otro remedio que rellenarlo de cotilleo, ese cotilleo tan español, tan característico, tan lleno del veneno mortal de la envidia, el pecado que para Unamuno nos define y que fue el primero, pues con él ya tentó la serpiente a Adán: “Y seréis como dioses”.
La envidia brilla en todas las miradas, diría el Lécter de Thomas Harris. En cualquier pueblo castellano el silencio de los lobos es engañoso: podemos pensar en una calle desierta que no somos observados, pero nos escudriña un centenar de ojos entre visillos y tras las persianas. Que lo digan los jóvenes que tenían, que digo, que tienen que irse a follar al campo para librarse del convento pueblerino.
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