La Mancha ha sido un territorio propicio a bandoleros, encartados o brigantes, empezando por los medievales Golfines cuyas correrías impusieron la creación de la Santa Hermandad en Ciudad Real. Pero extrañará saber que algunos de ellos no fueron delincuentes (aliados con frecuencia a venteros, hidalgos arruinados o funcionarios de la justicia), sino moriscos que volvían a su tierra para vengarse de su expulsión. Les llamaban monfíes y se quedaban en las montañas como salteadores de caminos, aunque otros se volvieron piratas. Manchegos conozco a dos: un albaceteño, Amurates Bayobi, y un ciudarrealeño, el zapatero morisco Amurates Quivirguadiano.
Lo cuenta José Muñoz y Gaviria, en su Historia del alzamiento de los moriscos, Madrid, 1861, p. 190:
En los momentos de su expulsión, muchos de ellos entraron al servicio de los otomanos en sus galeras y se dedicaron á ejercer la piratería recorriendo con preferencia las costas de España. Los fastos de los bárbaros corsarios nos presentan ejemplos de esta verdad. Amurates Bayobi, natural de Albacete de la Mancha, fué un pirata célebre, cogido en las costas de Sicilia el 21 de octubre de 1623; mandaba diez galeras del Gran Señor con cuatro mil hombres que sembraban el terror en las costas del Mediterraneo, en España y en Sicilia [...] En 1624 tres galeotas, mandadas por un zapatero de Ciudad-Real, Amurates Quivir-Guadiano, saquearon todas las costas del reino de Valencia y de la Italia. Estos ejemplos prueban que si á los moriscos los creyó Felipe III peligrosos en España, lo fueron más expulsados de ella.
León Galindo y de Vera nos cuenta en su memoria histórica Posesiones hispano-africanas. Historia, vicisitudes y política tradicional de España respecto de sus posesiones en las costas de África..., publicada en 1884 por haber sido premiada en el concurso de 1861 de la Real Academia de la Historia, p. 243, que en febrero de 1624 el capitán Salmerón, junto a la baja Calabria, tomó tres galeotas berberiscas del puerto marroquí de Salé "mandadas por el renegado de Ciudad Real Merut-Kebir-Guadiano". Libró a sesenta cautivos y apresó a ochenta piratas y ahorcó in continenti al capitán morisco ciudarealeño con todos los renegados que llevaba, pues tales eran entonces las leyes de la guerra. Si ese Merut Kebir era el mismo que Amurates y no otro distinto, su fin fue, pues, bastante trágico: le abandonó la suerte, si hemos de usar la terminología esproncediana de la Canción del pirata:
Condenado estoy a muerte. / Yo me río: / no me abandone la suerte / y, al mismo que me condena, / colgaré de alguna antena, / quizá en su propio navío.
El equivalente a la isla Tortuga en el Mediterráneo era en Berbería la isla de Yerba, en la costa de Túnez, conocida entre nosotros como de los Gelves, la mayor del norte de África, provista de un impresionante puerto natural y que a algunos les sonará porque fue donde murió el padre molinero de Lázaro González Pérez, más conocido como Lazarillo de Tormes. Sabemos de algunos cazadores de piratas de la época clásica. Unos residían en La Mancha: fueron el primer y segundo marqués de Santa Cruz de Mudela, tan cantados por los poetas, algunos de ellos manchegos, como el bachiller Jarana y Bernardo de Balbuena. Lope de Vega fue amigo también de uno que se atrevió a navegar por el mismo mar Egeo: el capitán Contreras, que nos ha dejado un importante testimonio escrito de sus aventuras en su autobiografía, donde relata sus tiras y aflojas con los berberiscos, los turcos y "Guatarral" (así llamaba al corsario inglés sir Walter Raleigh, al que persiguió por todo el Caribe).
Un ilustre ciudarrealeño amigo mío ha escrito también durante la época de la Movida una ya casi inencontrable Historia de la piratería en América española (Madrid: San Martín, 1985), Carlos Saiz Cidoncha, más conocido como uno de los grandes autores españoles de narrativa de ciencia-ficción (anglicismo detestable: es mejor llamarla ficción científica o anticipación). Cervantes conocía bien a estos corsarios moriscos. Los había visto y servido en Argel, ciudad que, como cuenta en su Persiles, era la "gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puesto universal de cosarios y amparo y refugio de ladrones que deste pequeñuelo puerto que aquí va pintado salen con sus bajeles a inquietar el mundo, pues se atreven a pasar el plus ultra de las colunas de Hércules, y a acometer y robar".
Cervantes menciona al famosísimo Dragut y lo pinta azotando a los galeotes cristianos con el brazo muerto que había arrancado de un cristiano. También lo evoca Góngora en su célebre romance "Amarrado al duro banco".
Estos corsarios moriscos, menos indulgentes que el PP con Valencia, no solo se dedicaban a saquear los puertos mediterráneos españoles (para lo cual se solían infiltrar como espías prevalecidos de su conocimiento del idioma y las costumbres cristianas) sino que se dedicaban a la captura de esclavos cristianos, llevándose a los mejores mozos y mozas de los lugares que expoliaban, algo parecido a lo que también hacían los jenízaros en la península balcánica. El miedo a la "bajada del Turco" era común en las costas españolas, y la expulsión de los musulmanes de España decretada por Felipe III no había hecho sino incrementar esta especie de terrorismo islámico o ISIS del siglo XVII.
La Mancha Baja (esto es, Ciudad Real, llamada así porque se encontraba al descender de los Montes de Toledo) ha sido considerada desde la Edad Media una tierra de nadie o de paso por su escasa relevancia urbana, pese a lugares de tan antigua habitación como Alarcos, Daimiel o Almodóvar; era una tierra de cañadas cuyos lugares vírgenes y deshabitados como el valle de Alcudia y los campos de Montiel y Calatrava se inclinaban más a la ganadería que al sedentario cultivo. Por eso fue tenida por tierra salvaje y fronteriza, proclive a salteadores de caminos como los ya dichos Golfines, las serranas que tanto asustaban al Arcipreste y los monfíes apostados en los Montes de Toledo y Sierra Morena. Muchos viajeros extranjeros, e incluso Quevedo, cuya madre compró para él un señorío con tierras en Torre de Juan Abad y el castillo de Joray, llamaban "desiertos" a estos lugares. Y de hecho, solo hay en Castilla-La Mancha un lugar más deshabitado y salvaje: el desierto de Bolarque, en Guadalajara, hacia donde marchaban en el siglo XVII todos los que querían desaparecer de la memoria del mundo; todavía puede contemplar cualquiera que tenga el coraje de llegar allí los restos de no menos de treinta ermitas y un monasterio carmelita descalzo que han quedado de esos estilitas aventureros de la fe, que a falta de columnas se encaramaban a los cerros.
Quevedo narró en su romance "Itinerario de Madrid a su Torre" el viaje que hacía a lomos de su jaca Escoto:
Iba en Escoto, mi haca,
a quien tal nombre se puso
porque se parece al mismo
en lo sutil y en lo agudo.
Quevedo aludía a un teólogo llamado "Doctor sutil", Duns Scoto. Pero con "sutil" aludía no solo a su inteligencia, sino también a la delgadez de la rocina. Pero cuando bajaba por el Camino Real veía colgados de los árboles, por su parte izquierda, los cuerpos descuartizados de los delincuentes que había asaeteado la Santa Hermandad en Peralvillo, espectáculo dantesco que daba de comer a los pájaros. Los huesos de estos salteadores terminaban, una vez mondados, en un pozo que todavía existe. A ello alude Quevedo en diversos romances; le hacía gracia que colgaran de los árboles como "peras", con lo que jugaba del vocablo:
Llover cárceles puede [...] / y hacerme en su Peralvillo / aljaba de la Hermandad.
Vivo y enterrado estuve: / Lázaro fui de las fiestas, / oyente de Peralvillo / en un palo entre las tejas: / los ojos eché a rodar / desde las canales mesmas.
Incluso compuso el entremés "Peralvillo de Madrid" y llamaba "peralvillo de las bolsas" a los abogados y escribanos porque las llenaban de agujeros y las hacían cuartos. En su famoso soneto "Retirado a la paz de estos desiertos", escrito a su editor y amigo (y gran deturpador de sus versos, que rehízo sin tapujos) el erudito trilingüe José Antonio González de Salas, se muestra particularmente melancólico e introspectivo en estas soledades manchegas. Escribió que vivía en conversación con los difuntos y escuchaba con sus ojos a los muertos, sentencia que traduce en realidad el lema que preside la biblioteca de la Universidad de la véneta Padua: Hic mortui vivunt, hic muti magistri loquuntur / Aquí viven los muertos, aquí hablan mudos maestros".
Quevedo pudo conocer esa biblioteca, ya que anduvo por Italia e incluso anduvo implicado en una conspiración para derribar a la república de Venecia, que entonces andaba dominada entonces por un genio intrigante todavía muy mal conocido, Paolo Sarpi, que mantenía contactos con los cantones protestantes de Suiza y con la República de Ragusa y había puesto a Venecia a pique de ingresar en la comunidad de estados protestantes contra el imperio español. Yo creo sin embargo que esa feliz expresión, "escuchar con los ojos a los muertos", que llamó la atención de Borges, se explica mejor de otra manera. Su fuente es estoica, pues esta filosofía era la que lo consolaba en su destierro manchego. Más en concreto, la biografía que Diógenes Laercio hace del fundador de esta escuela helenística, Zenón de Citio. Allí se dice que el futuro filósofo fue a pedir consejo a un oráculo (el del adagio citado) para ser sabio; y la respuesta fue que "escuchar a los muertos". Él lo interpretó en el sentido de que tenía que leer libros. Hoy, sin embargo, nadie hace caso a los muertos. De ahí la extensión de lo que suelen llamar aburrimiento y nosotros llamaremos ignorancia. La ignorancia impide disfrutar plena e intensamente de la vida. Según los teólogos Dios compuso dos libros de caracteres muy diferentes: la Biblia y la Naturaleza; el primero se disfruta con la mente y el segundo con la experiencia. Cervantes, aficionado a libros, leyó ampliamente ambos y encontró en la manchega La Celestina, quinto acto, este pensamiento: "La experiencia y el escarmiento hace los hombres arteros" cuando escribió en su Licenciado Vidriera que "las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos", concepto que desarrolló algo más en su Persiles, que es en el fondo solo eso: una peregrinación aventurera que culmina en Roma. Los dos libros: la Biblia y la Creación, los imbricó también Cervantes en otra novela más conocida, el Quijote, pero de forma profana. El Quijote es un "libro" en que un gran lector de literatura no precisamente devota (demasiado cercano tenía el ejemplo de Ignacio de Loyola) termina como ya sabemos al intentar cambiar el libro de la vida a la manera de los que tiene en la cabeza...
Ya he escrito en este mismo lugar sobre uno de los pícaros manchegos con los que se topó Quevedo aquí, y que describe en su epistolario. Lo suplantaba usurpando su nombre para poder gastar sin tasa, prevaleciéndose de su hermoso vestido, como un arcaico Ripley de Patricia Highsmith.
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