Ángel Vivas, "Diez años sin Umbral", en El Mundo, 27-VIII-2017:
Este lunes se cumple una década del fallecimiento del Premio Cervantes, un aniversario que evoca aquellos años en los que el autor desembarcó en Madrid.
A la altura de 2001, cuando recibió el Cervantes, Umbral había comprobado ya que los sueños de la adolescencia acaban cumpliéndose; así fue al menos en su caso. A la altura de 2001, llevaba como cuarenta años en Madrid, desde la noche remota (en) que llegó al Café Gijón para ocupar la mesa de los poetas y un lugar de primera fila en la literatura española, lugar en el que sigue diez años después de su muerte.Cuando llegó un Paco Umbral veinteañero, el Gijón era como el Café de Rick, el lugar al que iba todo el mundo, el sitio en el que había que estar. Allí empezó a abrirse paso el escritor, que ya traía un currículum de firmas en El Norte de Castilla y locuciones en la radio en León. La voz grave de Umbral era perfecta para el medio. "Hemos tratado de encontrar grabaciones de entonces con la voz de Paco, pero no han aparecido; lo que hubiera sido tener grabaciones de aquellos años...", sueña María España, con la que hablamos en La Dacha de Majadahonda para evocar los primeros años madrileños de Umbral.Venir a Madrid se daba por sentado, recuerda su viuda, y la pareja, que se había casado poco antes, en el 59, formalizando una relación que se remontaba a los paseos provinciales de la adolescencia, no tuvo dudas. Fueron años de sueños y entusiasmo, de tocar en muchas puertas (casi todas se abrieron), de velar armas, de algunas dificultades, claro; de vivir en pensiones y visitar redacciones. Umbral llegaba también con un sólido bagaje de lecturas. Sería, como no se cansó de reconocer él mismo, autodidacta, pero de un autodidactismo voraz, minucioso y sistemático. Haber leído a T. S. Eliot en el 64, como ya había hecho Umbral, no era, en efecto, cualquier cosa.Madrid eran los medios literarios, el Ateneo -en cuya aula pequeña dio una temprana lectura de sus cuentos, llevado por José Hierro- y el Gijón, en el que no sólo se asentaban los escritores, sino los pintores, los actores. Uno de estos, Juan Luis Galiardo, recordaba a un Umbral "elegante, apuesto, un competidor peligroso, porque hablaba mejor que nosotros y era más seductor". Seducciones aparte, Umbral pensó -esto lo recuerda ahora María España- que era importante hacerse una imagen, llamar la atención de algún modo, hacerse notar (él mismo ponía el ejemplo del Azorín joven con su paraguas rojo); de ahí el foulard que era entonces su punto de distinción.Su talento literario, del que él siempre estuvo seguro, fue pronto percibido por los primeros espadas. Ya escribía para El Norte de Castilla de Miguel Delibes, José García Nieto le conseguiría la colaboración en Mundo Hispánico; Manu Leguineche, la de su agencia Colpisa, donde Umbral escribió artículos que se difundían en veinte periódicos; Cela le ayudaría para publicar en la primeriza Alfaguara, fundada por el futuro Nobel. "Cela era muy duro y no admitía a cualquiera en su entorno", recuerda María España. "Quiso que entrara en la Academia, lo que no consiguió, porque Cela tenía también muchos enemigos; pero seguro que ayudó para que consiguiera el Príncipe de Asturias y posiblemente también el Cervantes, pero Cela no decía nunca estas cosas que hacía por la gente".Pero nos hemos adelantado. Todavía no estamos en los años 90 y 2000 de los grandes reconocimientos, que no son siquiera objeto de este artículo. Estamos en los 60, cuando Umbral llegó al Café Gijón y se sentó en la mesa de los poetas, la que de un modo natural le correspondía a un lector voraz de poesía como él, y en la que convivían -esto lo han dicho todos los que allí estuvieron- las dos Españas, aunque tal vez, como advirtiera Umbral, la guerra civil iba por dentro.
Al Café Gijón y a la literatura española trajo Umbral, según dijo una vez Félix Grande, la inocencia y el espanto de su infancia y la angustia de su adolescencia, de los que tuvo el coraje de no desprenderse, y por no haberse desprendido de aquella carga, era Umbral incorrecto y faltón, pero también tierno y generoso. Félix Grande sabía bien lo que era llegar de la provincia a abrirse paso en Madrid. Él lo logró sobre todo en el Instituto de Cultura Hispánica y la revista Cuadernos Hispanoamericanos.
Umbral también estuvo en algún momento en un despacho del Instituto de Cultura Hispánica, en la ciudad universitaria de Madrid. Allí acogió un día de febrero del 65 a un joven estudiante que huía de la policía. Había habido una manifestación, una manifestación histórica que encabezaron los catedráticos José Luis Aranguren y Agustín García Calvo (lo que les costaría a ambos la expulsión de la universidad, pero también el SEU, el sindicato falangista, quedó herido de muerte de resultas de las protestas) y el estudiante se escabulló de la refriega metiéndose en el edificio y acabando en aquel despacho en el que estaba el Umbral infatigable que se iba asentando en la vida literaria de Madrid. La anécdota es increíblemente novelesca, digna de quien mezcló tanto vida y literatura, porque el estudiante se llamaba Jorge Urrutia y no sabía entonces (Umbral parece que sí lo sabía) que quien le permitía esconderse de los grises y los sociales era su tío. El parentesco se hizo público muchos años más tarde cuando la profesora Anna Caballé reveló los orígenes familiares de Umbral, hijo del empresario Alejandro Urrutia, padre del poeta Leopoldo de Luis y abuelo del citado Jorge Urrutia. Pero ésa también es otra historia.
En 1965 Umbral ya se había asentado lo suficiente como para dar el paso del periodismo, que nunca dejó, a la autoría de libros; ese año publicó los primeros suyos: Balada de gamberros y Larra, anatomía de un dandy. El muchachito de Valladolid ya era Francisco Umbral, ya había dejado atrás el Paco con que firmó al principio, "queriendo darle a aquello una jovialidad reporteril y estúpida". Ya se había dado cuenta de que, junto a los Gerardo Diego, Cela, José Hierro, había mucho escritor menor a los que nadie recordaría en muy poco tiempo, "entrañables monstruos del café, pequeños seres sin nombre que se dormían sobre un brazo que les faltaba o escribían algo que no iba a leer nadie jamás". "En esta vida tan literaria había un poco de tristeza de la que yo quería huir", escribe en La noche que llegué al Café Gijón.
Antes, la frustrada edición de un volumen de cuentos que iban a haber sacado Francisco García Pavón e Ignacio Aldecoa en una colección de la flamante Taurus, le costó lágrimas, según cuenta en el libro citado. Aunque no llorara con facilidad, como recuerda María España, que sostiene que pagarse la edición no entraba en la idea que él tenía de ser escritor. Aquellas frustraciones empezaban a quedar atrás, como empezaban a quedar atrás las estrecheces, que España no recuerda tan estrechas. En el libro de conversaciones con Eduardo Martínez Rico, verdadera biografía dialogada, Umbral, que siempre literaturizaba las cosas, dice que las pasó "muy putas, muy putas" y no niega que llegara a pasar hambre. Su viuda cree que no fue para tanto: "ahora parece que hay que comer muy bien y mucho, entonces no éramos tan exigentes; además de que no es lo mismo comer en una casa que en una pensión"."Yo estuve primero en pensiones de la calle de la Madera, estrechas y torcidas, todas de olor a cocina y al paso fugaz de los viajantes de comercio, y luego en pensiones burguesas de la calle de Ayala... Yo estuve también en las pensiones estudiantiles de Argüelles... y en pensiones familiares de Sáinz de Baranda... Por las mañanas salía con mis cartas de recomendación, con mi cartera, con mis cuatro cosas, a visitar oficinas, redacciones, sitios donde me pudieran dar trabajo" (La noche que llegué al Café Gijón). La seguridad en sí mismo nunca debió de abandonarle por encima de eventuales rechazos. Así recuerda uno de estos en La Codorniz: "Estoy seguro de que aquello no valía, pero debieron tener, por lo menos (si es que me leyeron) el mínimo instinto para ver que aquel muchacho, aunque les estaba plagiando, iba a saber escribir correctamente, y que habría valido la pena orientarle y pedirle otra cosa. No lo tuvieron".
Otros sí tuvieron ese instinto. Y Umbral escribió y publicó hasta el punto de que (esto se lo cuenta a Eduardo Martínez Rico) llegó a mirar en los quioscos, fijándose en las revistas en que aparecía su firma y, sobre todo, en las (pocas) en que estaba ausente, proponiéndose aparecer también en ellas. "Tenía el ansia de estar en todo el quiosco, y yo creo que llegué a conseguirlo; me jodía que hubiera una revista donde no se publicara nada mío".Alguno de aquellos reportajes, como el que hizo sobre los trabajos y los días del padre Llanos en su barrio de chabolas, no sólo tuvo éxito sino que, recuerda María España, le granjeó la amistad del cura, con el que formó un triángulo amistoso completado por Carmen Díez de Rivera. Siempre se rodeó se esa gente especial por un motivo u otro: Llanos, Díez de Rivera, Ramoncín, Pitita... las famosas negritas del Umbral consagrado tras la forja en el Madrid de los primeros sesenta.
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