lunes, 27 de enero de 2020

La mona vestida de Zara

No es muy alentador que la única utopía política avanzada que haya podido constituirse realmente sobre la Tierra sea la de los monos bonobos. Vegetarianos, feministas (son matriarcales), igualitarios, antimonógamos, permisivos con los LGBT, pacifistas con los extraños: no hay más que pedir. Solo en la República de Platón se pinta un estado semejante, sumido en la paz que da tener solamente lo compartible y lo necesario. Es más, al contrario que los políticos y los haters, que ni siquiera se reconocen con su nombre, los bonobos pasan la prueba de identificarse ante el espejo perfectamente.

En su sexual y confortable organigrama se encarna aquello que el anarquista americano Henry David Thoreau definía como el gobierno ideal: el que no gobierna en absoluto. Sus ciudadanos han sido educados con tanta perfección que no necesitan gobierno  (y hete aquí por qué los políticos nefastos descuidan siempre la educación: ser innecesarios les quitaría el oficio, causa esta ingénita de su inseparable y paralizante burocracia).

Los antropólogos consideran demasiado evolucionados e inteligentes a los bonobos como para incluirlos en el género homo, fango revuelto,  nada evolucionado y apenas consciente, que dirían los hombres de negro, así que tenemos que consolarnos con ser sus primos. Al menos mientras duren, ya que los persiguen y se los comen a buen ritmo, pese a lo cual han resistido con su bonobo's way of life más de un millón de años; algo tendrán de darwinianos.

Pero los bonobos, pese a que pueden aprender lenguajes de quinientas palabras, nos parecen tontos y atrasados. Quizá porque la cultura, el arte y la ciencia nacen de la violencia, un vicio cuyo origen se disputan dos teorías; la hipótesis del cazador, y la de René Girard, muy sugestiva, según la cual lo violento constaría de tres elementos: el uno, el otro y el deseo de lo que el otro no puede dividir ni compartir a causa de su naturaleza; la evolución de este deseo de todos por aquello que no se puede dividir ni compartir entre todos acaba por destruir mediante la violencia o la guerra ese mismo objeto de deseo, a fin de salvar la sociedad y lo que sí podemos compartir... Si no se simboliza con ritos y mitologías de sacrificio de chivos expiatorios.

Me acuerdo de que Charlton Heston preguntaba a sus compañeros astronautas, recién aterrizados en el Planeta de los simios, por qué habían querido marcharse tan lejos; dos decían que por el deseo de saber, de explorar. Heston, porque no cesaba de preguntarse "si no habría en algún rincón del universo algo mejor que el hombre". Tal vez lo que los tres astronautas iban buscando era simplemente a sí mismos, ya que somos lo único que no podemos compartir. El ego es como cagar: ningún otro lo puede hacer en lugar de uno. Y no hay ego más desarrollado que el del sobrehombre nietzscheano. En cuanto a lo de saber, si a cualquier profesor de alumnos chillones e incorregibles les lees aquello con que Aristóteles comienza su Metafísica: "Es natural en los hombres querer saber", se descojonarían vivos de risa. Algunos lo único que quieren es solamente lo que los bonobos. Quizá no haya que ir más lejos.

Un misántropo inteligente como Swift preguntaba a los virtuosos e impronunciables houyhnhnms, en todo semejantes a los caballos, cómo resolver el problema humano, esto es, el de la existencia emporquerizadora de unos repelentes y destructivos yahoos que por ejemplo ahora están quemando las selvas, extinguiendo ballenas y demás especies, ensuciando el aire y agujereando el ozono. Y como a los caballos les parecía demasiado cruel exterminarlos, proponía castrarlos de jóvenes para que así fueran desapareciendo paulatinamente. No me parece mala solución, si no fuera porque algunos no pueden vivir sin su cosa, sin el gancho que une a la sociedad. Pero con la ayuda del gobierno, no lo duden, pronto desapareceremos: solo hay que ver las ayudas familiares, que no dan ni para pipas, y el índice de despoblación.

Swift observa que en el lenguaje de sus caballos inteligentes no hay manera de mencionar los vicios sino por medio de circunloquios o rodeos; y se muestra en eso muy acertado, pues se ha demostrado científicamente que hay más vocablos para lo malo que para lo bueno: en todas las lenguas humanas se elogia con menos palabras que se insulta, y son más variados y coloridos los matices de lo feo que de lo hermoso. También Platón tiene que ver en eso, ya que para él hay muy pocas maneras de hacer el bien, y por el contrario muchas y muy variadas de hacer el mal.

Tal vez por eso, después de todo, echó a Platón de Siracusa el tirano Dionisio, de la misma manera que él echaba de su República a los poetas: decía cosas demasiado bonitas a la gente, como, por ejemplo, que podían ser bonobos.

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