jueves, 14 de mayo de 2020

Romance del Café Gijón

Víctor Hurtado Oviedo

Romance del Café Gijón 


El Gran Café de Gijón
(paseo de los Recoletos)
es donde le tout Madrid
poetiza con sus muertos.
Es piso de un solo piso
(que en Hispania es ‘piso cero’)
con frente de tres ventanas
para que los indiscretos
se pinten de Las meninas
hacia el museo callejero.
Mármol y vidrios dialogan
en el frontis de maderos;
puertas dobles se definen
sin dudas del lado izquierdo.
Dentro: el bar, columnatas,
mesas y doctos meseros
que alfiles de blanco son
sobre el piso de tablero.
Bajo: viaje hacia la cava,
sotanillo, cripta, seno,
catacumba, cava-tumba,
donde ―si alcanzan los euros― 
ha de gustarse, jocundo,
el más pecador sustento.
Todas son bajas pasiones
si lo son en hipogeo.
La madre de los cafés
―o el padre de los cafetos― 
es Parnaso horizontal
y hospicio de los bohemios;
de damas de pelo lila,
trabalenguas, murmureo;
receso de los turistas;
coso, arena, burladero
de tertulias bien habladas
de malhablados poetos,
poetisas, genetliacos
más rapsodas y troveros
(mester de cafetería
y bon vino de Berceo);
de un autor de cantautores
y espadachín del solfeo,
que, a un ritmo pop-cuaternario,
corta en cuatro el silencio;
de dramaturgos lucientes
de risas cual propio estreno,
e histriones que hasta en el público
infunden el miedo escénico.
Censores de a ciencia incierta
―librescos de libro ajeno―
los hay en estado crítico,
y prosistas prosa-cero,
y estilistas más finolis
que los más finos aceros
toledanos que, a lo largo,
de un Tajo tajan un pelo.
El Gijón es breve Prado,
mini-Thyssen y museo
princesa (filo-Sofía)
de pintores pintureros
ateos o consagrados:
unos, paletas paletos
que dejan una silueta
de rimas cual un scherzo
de curvas para el oído;
otros, genios celebérrimos
que, en la cava y las paredes,
han ya sembrado al voleo
el relámpago del iris
y luces en blanco y negro.
Caricaturas y cuadros
son acuarelas, bocetos,
gouaches, carbones y tintas.
Fueron pintados al fresco
de la memoria y son mapas
para que torne el recuerdo
al abrirse aquellas puertas
del café de los aedos.
Ya cruzado el poco o paco
umbral que dará el acceso,
transida que sea la entrada
y ad portas sin ser portero,
habrá de verse, atildado,
a don Alfonso en su puesto:
embajador de los años,
anarquista y cerillero;
vale decir, el ministro
del Tabaco y del Fogueo
con que se encienden los ánimos
prendidos de este ateneo.
Nada que ver este Alfonso
con el decimotercero
Borbón de bigote en cera
que huyó a Roma de romero
antes de que le estallase
aquel resonado estruendo
―niebla de grandes de España,
guateque de los pequeños―
al que llamaron República:
la fuente de los deseos;
palacio, mas no de Oriente,
sí norte de los plebeyos.
Alfonso es chaval de guerra
que asperges de bombarderos
rociaron de agua maldita:
aviones, buitres violentos
que en cada niño estrenaban
eterno mandil de huérfano.
Cerillero iluminado,
libertario fiero y bueno,
más príncipe que Kropotkin,
acratista y caballero,
al más pintado insumiso,
Alfonso hace hermano lego.
―¿Qué es la acracia, don Alfonso?
―La acracia es un toro negro
umbroso como una pena
y alegre como un lucero
sobre la feria del mundo,
que en las puntas de los cuernos
izará chulos, parásitos,
nobles, curas y banqueros.
Muertes tempranas engendran
bakuninista cabreo.
Entre la puerta y el fondo,
y al lado aun más izquierdo
de don Alfonso el flamígero,
llueve de luces, sidéreo,
cual copa de árbol de copas,
de botellas y reflejos,
ancho bar donde se toman
vino y palabra. Madero
del mostrador es esquife
del bar mar de los mareos;
mas todo va a las discretas
pues damas y caballeros
antídotos natos son de
―vulgo― horteras y horteros.
En lo más alto de un muro
(más que un muro, es un velero),
cual bandera ondea el retrato
de un terrestre marinero
a medias pintor-poeta
y tres cuartos de torero:
de Machado a Federico,
de Federico a Frascuelo,
del Puerto a Madrid y a Roma
desde los bravos esteros
del Paraná; y, desnucado
el toro exilio matrero,
de vuelta hacia los Madriles,
al café del ruido ibérico.
De un muro, pues, en lo alto,
de su mar rocía el salero
―tertuliano gaditano―
Alberti, don Rafaelo.
De profundis cristalinos,
estanques de los espejos
son Narcisos que se miran
en nosotros; somos ecos
luminosos de un café
disuelto en la agua del tiempo.
Ante estas mesas de mármol
con rayos de gris marengo
entre su noche de piedra,
y en carmín de terciopelo
de los sofás y las sillas,
sentaron cátedra y cuerpos
cansados de odios y guerra,
depurados académicos,
profesores depurados
(por falso y Franco deseo),
censores y censurados,
presidiarios como Buero
y «nacionales» cual Ruano.
Juntos y ―al final― revueltos,
revivirán en lo suyo
y en la memoria del pueblo.
El cielo es un cabaret
con licencia de convento:
por tapas, unos hostiones;
por brindis, un kyrie eleison;
sobremesas de oración;
tertulias de aburrimiento;
en resumen ―¡vive Dios!―:
un gregoriano jaleo.
El buen cielo es así,
para artistas gijoneros
hechos de ameno desorden, 
un paradisiaco infierno:
no café, sí refectorio
donde se enervan los nervios.
Una celeste mañana,
toma su caña san Pedro
(‘caña de pescar’, se entiende)
pues no puede con su genio.
De incógnito va a Galilea,
pero descuida el llavero:
¡tentación divina es
para fuga de talentos!
Formados en fila indiana
y tras de Gerardo Diego,
vuelan al café de artistas
en cualquier tranvía viejo
que rece Cielo-Cibeles.
Llegan vestidos de espectro
y cruzan paredes y saludos
desde otros tiempos:
los de Franco deterioro,
Movida sin Movimiento;
y aun más atrás, desde edades
de hambre, cárcel y estraperlo.
Regresan «a por» las mesas
al lado de los sombreros
de sepias multicolores.
Piden un vino, un café o la humildad
del agua pura a meseros
de otros sueños; y tornan
los comentarios demosteciceroneos
y la ocurrencia saeta
y los alados silencios;
y, conversando entre sombras,
cada brindis es un verso,
cada discurso es un canto
y cada amigo es un puerto.
El tiempo cierra las puertas
para que no pase el tiempo,
pero las luces se acercan
porque se acercan los nuevos
mozos y musas adonde
fantasmean los maestros.
Un ¡tin! de copa suspende
la sesión: ha sido un juego,
una querencia galana,
una ilusión de lo etéreo.
Si sólo Madrid es Corte,
sólo el Gijón es Centro.
Se atenúan los artistas,
se despiertan a su ensueño, 
cantan su canto canoro
y van de Madrid al cielo.

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