De Abel-François Villemain en el "Discurso preliminar" a Marco Tulio Cicerón, La república de Cicerón conforme al texto recientemente descubierto y comentado por monsieur Ángel Mai, bibliotecario del Vaticano, con el discurso preliminar y las disertaciones históricas de monsieur Villemain, de la Academia francesa, y con la traducción castellana de Antonio Pérez y García. Madrid: imprenta de Repullés, 1818.
[Busquemos en los escritores del paganismo y del cristianismo] los fragmentos que nos han conservado del tratado de La República [de Cicerón]. Si abro yo, no digo solamente el libro del gramático Diomedes o de Nonio, autor de un tratado sobre la propiedad de los términos, sino si consulto la erudita colección de Aulo Gelio y los fragmentos del orador Frontón, hallo allí los libros de La República citados en apoyo de una acepción rara del verbo superesse o del verbo gratificari: veo, en fin, que Cicerón había hecho en esta obra tal o cual empleo de una elipse o de una metáfora.
Mas, si recorro Lactancio o San Agustin, si pregunto a la literatura cristiana, fecunda y nueva como las virtudes que anunciaba al mundo, encuentro en ella el libro de Cicerón citado con frecuencia en sus relaciones las más filosóficas y las más elevadas; encuentro en ella exactamente reproducidos, y algunas veces inculcados o combatidos con elocuencia, los pasajes del tratado de La República únicos que hasta entonces se poseían y que habían hecho concebir tan alta idea del original. Lactancio es quien transcribe en uno de estos bellos fragmentos traducidos de Platón que Cicerón había ingerido con tanta frecuencia en su obra, la comparación del justo condenado y del culpable triunfante. Fácil es concebir, en efecto, que semejantes ideas serían ávidamente adoptadas por los primeros cristianos.
"Suponed, os ruego, dos hombres (Lact. Instit. lib. V. cap. XII1) de los cuales el uno es el mejor de los mortales; de una equidad, de una justicia perfecta, de una fe inviolable; y el otro de una perversidad y de una audacia insignes. Suponed, también, el error de un pueblo que haya tomado a este hombre virtuoso por un malvado, un cobarde, un infame, y que haya creído, por el contrario, que el verdadero criminal está lleno de honor y de probidad. Que, por consecuencia de esta opinión universal, el varón virtuoso se ve atormentado, arrastrado al cautiverio, y que le mutilan las manos y le arrancan los ojos: que le condenan, le cargan de hierros, le dan tormento en las llamas; que le arrojan de su patria, que muere de hambre, y que parece por fin a los ojos de todos el más miserable de los hombres, el más justamente miserable. Por el contrario, que el perverso se ve colmado de alabanzas y de homenajes, que todo el mundo le ama, y que refluyen sobre él los honores, las dignidades, las riquezas y los goces todos: que es, en fin, en la opinión de todos el hombre más virtuoso, y que le reputan el más digno de la prosperidad. ¿Hay alguno tan ciego que vacile en la elección entre estos dos destinos?"
La reflexión de Lactancio sobre este pasaje es bella y digna de notarse. «Al hacer, dice, esta suposición, parece que Cicerón haya adivinado los males que debían caer sobre nosotros; y cómo debíamos sufrirlos por la justicia.»
San Agustín (August., lib. IV Contra Pelagium), empeñado contra el célebre heresiarca Pelagio en un combate teológico sobre la naturaleza y la caída del hombre, invoca igualmente a Cicerón, y cita este hermoso pasaje que con tanta elocuencia ha desenvuelto Pascal.
"La naturaleza, más bien madrastra que madre, ha arrojado el hombre a la vida con un cuerpo desnudo, frágil y débil; con una alma que la inquietud agita, que el temor abate, que la fatiga consume, que las pasiones arrebatan y en la que, sin embargo, queda como medio apagada una chispa divina de inteligencia y de genio. "
San Agustín es también quien, en su Ciudad de Dios, obra recalcada evidentemente sobre la idea del tratado de La República, nos ha conservado como uno de los fundamentos que Cicerón había dado a sus opiniones sobre el origen y la naturaleza del poder, el hermoso principio de la soberanía de la justicia, anterior a la soberanía del pueblo y de la fuerza. Ved aquí el pasaje tal como ha sido citado:
«La cosa pública (August. Civit. Dei, lib. X, 2) es realmente la cosa del pueblo todas las veces que es dirigida con sabiduría y justicia, o por un rey, o por un número pequeño de grandes, o por el universo pueblo. Mas, cuando el rey es injusto, es decir, tirano; o los grandes injustos, lo cual transforma su alianza en facción; o el pueblo injusto, mereciendo igualmente el nombre de tirano; entonces no solo se corrompe la república, sino que deja de existir; porque no es realmente la cosa del pueblo cuando yace bajo el yugo de un tirano o de una facción; y el pueblo mismo no es ya pueblo si se convierte en injusto, porque entonces deja de ser ya una agregación formada bajo la sanción del derecho y con el lazo de la común utilidad.»
En otra parte, Lactancio, protestando contra los decretos bárbaros con que el despotismo de los emperadores había perseguido la resistencia de los primeros cristianos, copiaba de Cicerón y trasmitía a la posteridad estas bellas páginas, extractadas del libro tercero de La República.
«Es una ley verdadera (Lact. Instit. lib. VI. cap. VII), la recta razón, conforme a la naturaleza, universal, inmutable, eterna, cuyas órdenes estimulan al cumplimiento de los deberes, y cuyas prohibiciones alejan del mal. Sea que ordene, sea que prohíba, sus palabras no son ni vanas con el bueno ni poderosas sobre el malvado. Esta ley no consiente ser contradicha, ni trasladada a otra parte, ni abolida toda entera; y ni el Senado ni el pueblo pueden libertarnos de la obediencia a esta ley. No necesita nuevos intérpretes ni nuevos órganos: es la misma en Roma que en Atenas: idéntica mañana a hoy. En todas las naciones y en todos los tiempos reinará esta ley, siempre una, eterna, inderogable; y el soberano autor del universo, el rey de todas las criaturas, Dios mismo, ha dado nacimiento, sanción y publicidad a esta ley que el hombre no puede violar sin huir de sí mismo, sin renegar de su naturaleza y sin sufrir solo por esto las más duras expiaciones, aunque por otra parte haya evitado lo que se llama suplicio.»
¡Palabras sublimes! ¡Precioso e inmortal recuerdo de la revelación primitiva que había olvidado el universo! Antigua tradición de Dios mismo, tradición oscuramente conservada por algunos sabios, pero que no tardó a perderse entre los groseros errores del politeísmo, y promulgada en fin en todo el mundo por la fe cristiana que devolvía a estas virtudes naturales una sanción más elevada!
Al lado de estos preciosos fragmentos que pasaron así de la obra de Cicerón a los primeros defensores del cristianismo, debemos colocar un trozo más conocido, cuya conservación se ha debido a un filósofo platónico. Basta indicar el "Sueño de Escipión", episodio admirable del tratado sobre La República, ficción sublime en la que Cicerón hizo salir de la boca de un hombre grande el dogma de la inmortalidad del alma para añadir el apoyo de esta gran verdad a todas las leyes y a todas las instituciones de la tierra. Macrobio, que al principiar el siglo V transcribió y comentó este pasaje a la mayor parte de los literatos latinos de aquella época, muy ocupado con las curiosidades filológicas e ignorante de las grandes ideas del cristianismo, cuyo nombre no pronuncia en su comentario ni en la colección; pero de origen griego, aunque escribía en latín, había adquirido el gusto de esa especie de teurgia, de esa mezcla de abstracción y de iluminismo por el que la Grecia alimentaba sus antiguas creencias y procuraba rejuvenecerlas. Lo que le interesa y lo que desenvuelve en su comentario son los raciocinios quiméricos sobre algunas ideas pitagóricas a las que había aludido Cicerón en ciertos lugares del "Sueño de Escipión", sin duda para dar a la verdad fundamental de este pasaje un no sé qué misterioso y solemne [....] Mas no por eso debemos estar menos agradecidos a Macrobio por haber reproducido en su colección este admirable episodio de la obra que los siglos han tenido oculta por tanto tiempo.
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