domingo, 4 de febrero de 2007

Creencias

Thomas De Quincey afirma en Supiria de profundis (1845) que si realmente tuviéramos fe no podríamos entristecernos cuando perdemos a un ser querido. Menciona, también, el caso de una señora que de niña se cayó a un río y al ahogarse vio distintos momentos de su vida reunidos en una gran felicidad y una gran luz, avatar que científicos modernos como Raymond J. Moody y otros han documentado como bastante común; algunos ven en estas experiencias más allá de la muerte la prueba de que existe otra vida, e incluso físicos modernos como Roger Penrose empiezan a postular cientificamente como factible la idea de un alma a tenor de las consecuencias de la curiosa lógica cuántica y la existencia de los aún escasamente investigados microtúbulos neuronales. Y, sin embargo, Carl Sagan vino a hacer de aguafiestas y desmontó los fundamentos de tan consoladora especulación; según él, reproducimos al borde de la muerte la experiencia del nacimiento al salir a la luz, y las figuras de gente conocida que nos reciben son en realidad las de nuestros padres; ante la experiencia de la muerte, pues, nuestro cerebro se reiniciaría como un ordenador y reviviviría los primeros momentos de su programación nerviosa. Por otra parte, los científicos también han localizado en nuestro cerebro el punto exacto en que se originan las alucinaciones autoscópicas con que se inician ese tipo de visiones, reducidas así a las proporiciones más modestas y conocidas de un delirio. Y la luz al fondo del túnel tendría el sentido que afirmaba Schopenhauer: "la religiones, como las luciérnagas, necesitan de la oscuridad para brillar". Es más, otro descreído sacerdote de la ciencia, en este caso un físico como Steven Weinberg, dijo que "La religión es un insulto a la dignidad humana. Con o sin religión siempre habrá buena gente haciendo cosas buenas y mala gente haciendo cosas malas. Pero para que la buena gente haga cosas malas hace falta la religión". Resulta más fácil creer a la ciencia, entre otras cosas porque posee una virtud que la religión, diestra en otro género de virtudes, no posee: la modestia de no verificar las cosas, sino de falsarlas; indicar a quien quiera hacernos seguir a un Dios que él vaya primero, para que lo podamos observar. La teología negativa del Pseudo Dionisio, Occam y Escoto; el apóstol Tomás y, quizá, su homónimo Santo Tomás, en suma.

Shakespeare escribió que "hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de todas las que pueda imaginar tu filosofía"; en su égloga representable Farmaceutria, escrita precisamente a principios del siglo XVII, sin apenas diferencias cronológica con las frases de Shakespeare, Lope de Vega situó también a dos personajes ante una aparición sobrenatural e hizo exclamar a uno de ellos algo muy semejante, aunque son exactamente lo mismo: "Extraños y profundos / son, Tirsi, de los cielos los secretos / mil leguas yerra un hombre en dos segundos". Shakespeare se asombra por igual de lo celeste y lo terreno; Lope de Vega, que va a ser un sacerdote resignado al pecado, se asombra más de las cosas celestes que de las terrenales: dos segundos de arco en la tierra representan un segmento mucho menor que en el cielo. ¡Curiosa diferencia entre dos genios del teatro y la lírica barroca! En los versos de Shakespeare está en ciernes el progreso científico y material de una Inglaterra que no desdeña las cosas de este mundo; en los de Lope está toda la mojigatería y noñez de un asustadizo católico asombrado por los aparatosos autos sacramentales. Algo más cabría señalar al respecto, si miramos La diferencia entre lo temporal y lo eterno del padre Juan Eusebio Nieremberg.

Me eduqué en un colegio religioso de los padres Salesianos, en Puertollano. Era un buen colegio, y los profesores no eran malos, incluso algunos tenían una vocación didáctica a prueba de bomba, por más que el pobre Don Tirso se durmiera en las clases y nadie hiciera caso de Don Chema, que lucía una resignación cristiana ejemplar mientras salmodiaba con voz de pito sus lecciones de ciencias naturales. Don Ángel nos aterrorizaba con sus gafas negras de Pinochet y sus conductas de dictador frustrado; pero la obstinación de los buenos padres por inculcarnos la religión resultaba contraproducente en todas sus formas; si ellos eran los curas más adelantados socialmente en su época, no quiero ni imaginar cómo serían los que no. Los buenos padres me castigaban a venir muy temprano los sábados al colegio, y yo iba, pero nadie venía a recibirme y supervisar ese castigo, y yo deambulaba por los patios desiertos pasando frío. Se ve que no esperaban que nadie se tomase en serio los castigos y tardé en darme cuenta de esa doble moral, de esa profunda hipocresía, que siempre he visto como característica de la herejía católica; atraían a los chicos con sus excelentes instalaciones deportivas, pero una pecaminosa piscina permanecía desierta, cenagosa, y fecunda en ovas, renacuajos e insectos palúdicos. Desde entonces les perdí el respeto a los curas demasiado estrictos, como también a los demasiado liberales, alguna de cuyas crueles bromas también llegué yo a padecer. Querían que asistiésemos a misa todos los domingos, e incluso que resumiésemos el sermón de la misa por escrito, y un servidor, que siempre se ha sentido atraído por los misterios, terminaba perdiendo en esas monótonas ceremonias cualquier atisbo de religiosidad a causa de su reiterada vulgaridad. Nos llevaban cuando menos te lo esperabas a una reunión colectiva para soltarnos algún discursito moral sobre San Juan Bosco o Santo Domingo Sabio, ese santito italiano con cara de arrobo en pleno éxtasis y diríase que mariquita. Algún personajillo, por lo demás, coleccionista de papel moneda, insistía en dar por culo a los chicos que caían en sus manos, como otra víctima más de la represión sexual de la posguerra, y dejaba que los niños se acercaran demasiado a él. Los mariquitas frecuentaban los billares peripuestos y atildados y su extraña simpatía embarazaba a los chicos que iban a los mismos y no sospechaban siquiera de que iba esa untuosa y pegadiza amistad antinatural, habido el salto de edades. Más simpático caía San Juan Bosco, al que se empeñaban en disculpar por cometer el pecado de fumar, y del que contaban cuentos de terror como que te venían a decir que en efecto existía otro mundo, lo que normalmente era una leyenda urbana atribuida a San Pascual Bailón.

Me fui convirtiendo en un profundo escéptico y en un auténtico descreído, pero nunca perdí el respeto por lo que la religión es como fenómeno humano, estético y antropológico e investigué cuanto pude qué era ese fenómeno que nunca he terminado de entender, ni siquiera cuando leí a antropólogos como Feuerbach (cuyos poemas me impresionaron no menos que sus conclusiones sobre Dios), Tylor, autor de la curiosa teoría de que la religión y el culto de los antepasados emana de nuestros sueños; Frazer, cuya Golden bough reduce la religión primitiva a mero rito propiciatorio de la agricultura, o Mircea Elíade; iba perdiendo ya la curiosidad cuando surgió la Mitocrítica. El estudio del Budismo a través de algunos libros que me apliqué a estudiar me reconcilió con la posibilidad de una religión seria y científica; no he profundizado lo suficiente en él, sin embargo, pues es difícil encontrar donde habito a un maestro que pueda orientarte en algo tan difícil y denso; según sus dictados he educado a mis hijas en la tolerancia de las supersticiones positivas y bajo la protección de la iglesia, porque considero que, con todos sus defectos, la superstición de la herejía católica tiene algo que dar, si se enseña como es debido y no como sus profesionales, que son sólo expertos en el prejuicio, quieren adulterar. Por ello creo que la religión católica debe protegerse y enseñarse en las escuelas; sólo el perdimiento más rematado y el juicio más equivocado puede creer que el cristianismo puede hacer más mal del que contribuye a evitar.

Aprecio más a la iglesia socialmente comprometida y su teología de la liberación que a la iglesia del rollo patatero y del cepillo; al cura sin cuello ni sotana que trabaja que al de teología, misal y olla; el sacrificio que hacen estos hombres es muy grande, inmenso; merecen mi respeto, mi colaboración, mi ayuda, pues su tarea es ciertamente tan ingrata como la del gran filósofo Jesucristo y su conmovedora historia, llena de valor literario, humano y moral; no comulgo con el deseo de la iglesia de castrarlos, que ni históricamente tiene otra justificación que asentar el poder de la iglesia sobre sus vasallos y esclavos; he visto en los archivos del Arzobispado de Toledo todo tipo de denuncias hechas por beatas de curas y frailes, he editado biografías de monjes apóstatas y he leído mucho sobre estos temas; creo que nadie me puede acusar de pronunciarme a la ligera si digo que el celibato causa mucho mal y poco bien. He oído sermones memorables, pero nunca yéndolos a buscar precisamente todos los domingos, sino en los momentos en los que la comunidad verdaderamente necesitaba la palabra de alguien autorizado para usarla y asumir la voz de la comunidad aliviando con ella el peso de una aflicción insuperable. Pero la Biblia debe modernizarse y va necesitando ya una tercera edición, una especie de Moderno Testamento que suprima las idioteces dogmáticas que han ido posando los diferentes papas y los diferentes teólogos, incluidos los protestantes, en el texto genuino del evangelio; la Biblia posee contenidos muy estimables, aunque al lado de los textos sagrados del Budismo el Cristianismo parece algo tosco y primitivo, una colección de cuentos de viejas; sin embargo el mundo antiguo era estúpido y cruel y contra sus creencias paganas la moral católica es un avance considerable, no digamos al lado de esa machista y asquerosa religión islámica, para la que no hay esperanza ni caridad, tan sólo fe. El Cristianismo y sus avanzados valores ofrece una idea que transformó completamente la conciencia de Europa: la de que la gente puede cambiar su naturaleza, generosidad es del todo ajena al paganismo, para el cual la mala conciencia es una enfermedad, y, aunque la experiencia efectiva demuestra que ese cambio es muy difícil y aparentemente imposible, ese concepto amplió los horizontes del ser humano para siempre.
Pero otra cosa es Dios; los católicos no han levantado nunca un templo a este personaje, sino a sus representantes, como señaló debidamente Voltaire, ese Luciano del siglo XVIII. De hecho, sólo han levantado templos a Dios los judíos y los musulmanes. Quiero creer, como citaba Tierno Galván, que saber si Dios existe es problema suyo, no mío; en todo caso, me cuesta bastante creer en Dios, porque ya me cuesta bastante creer en mí mismo; la religión siempre se ha valido del miedo, y el miedo impide conocer; ese miedo es presuntamente santo, pues le llaman el temor de Dios Se le puede temer tanto que se le puede llamar no Dios, sino Diablo. Asusta tanto que podemos lerr que "no se perdona el pecado contra el espíritu", según dice la Biblia no sé donde; pero ¿qué es el espíritu, el alma? Es un concepto que creo que se inventó Platón allá por el siglo VII antes de Cristo; antiguamente se creía más bien en la vida o sustancia vital, el último aliento que abandonaba los cuerpos al morir, y no se creía en la muerte al cien por cien, sino al 99'99 por ciento; la muerte siempre ha sido así de increíble e inasimilable, al menos para la gente no madura o primitiva; ese resto de vida o espíritu, ese 0'01 de vida o espíritu quedaba tan débil que ni siquiera podía hacer latir el corazón, mover los pulmones ni alimentar al cuerpo: era una sombra, lo bastante viva, sin embargo, para poder aparecerse en sueños o comer ofrendas una vez al año, el día que hoy llamamos de difuntos, a pesar de que, como dice Goethe en su Prometeo, todo lo había creado la propia mente. Se trata de un engaño por parte de quien no sabe distinguir en la realidad el dia de la noche, los sueños de los hechos verdaderos. Una ensoñación mítica infantil. Los indios no tienen una palabra para la religión, porque para ellos la vida es su religión, les envuelve como el espíritu grande del gran Manitú; ese animismo podria llamarse en realidad vitalismo, porque asigna vida a todo lo semoviente, al viento, al fuego, a las aguas corrientes, a los astros del cielo; pero no tendría fe si no andara buscándola a todas horas, como escribió San Agustín y repitió Pascal; el conocimiento no se puede estar quieto, porque entonces muere, como los hambrientos tiburones si no nadan. Como la mayor parte de los cristianos piensa como yo, han levantado tamplos a personas más concretas, y yo me muestro especialmente agradecido a San Ramón Nonato, a la Virgen, a San Cristóbal, a San Cucufato y a San Antonio, y me maravilla San Francisco a pesar a pesar de su tremenda chifladura anoréxica. Supongo que la poesía no tiene remedio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario