Entre las cosas más estimulantes que hay para un observador está sentarse a mirar la gente en el zoco de los sábados. Siempre se encuentra uno con quien no veía hace tiempo y se enamora cada quince segundos de una amplia gama de bellezones salidos de no sé dónde y que tienen escondidos en algún bazar de ultramarinos; alucina con colores sacados del más arcano arcoiris, con los más penetrantes efluvios del mundo. Aquí las hierbas aromáticas, allá aceitunas con hueso o rellenas de pimiento o boquerón en vinagre, allá una vieja mirando jamones, allá una gitanilla vendiendo calcetines, bragas diseñadas para soportar desastres naturales, sujetadores; melones lícitos o robados, manzanas hermosotas, amarillas o sonrojadísimas, tomates que sufren de tan morados, pimientos reventones, llorosas lechugas y cohombros más que tiesos, sonrientes denticiones de ajos, vendedores de plástico, casettes cutres con los últimos éxitos de la Banda del mirlitón y el Fary, zapatos y zapatillas, escobas de las de antes de las barbas de polímero, rimeros de pantalones y camisas y la voz del almúedano que salmodia las últimas cotizaciones del chorizo. Quesos pseudomanchegos, no hay derecho, mazapán de Sonseca, berenjenas de Almagro, tortas de Alcázar, chuches para el crío más sibarita, mil variedades de caramelo para quien piensa que solamente los hay de limón, naranja y menta...
Acaso hoy el observador es el único viandante que se marcha del mercadillo sin haber adquirido nada, pero no es verdad: se marcha con una borrachera imaginativa de primer orden y con el deseo de volver de vez en cuando para ver sentado en un banco cómo pasa el río de la vida.
Acaso hoy el observador es el único viandante que se marcha del mercadillo sin haber adquirido nada, pero no es verdad: se marcha con una borrachera imaginativa de primer orden y con el deseo de volver de vez en cuando para ver sentado en un banco cómo pasa el río de la vida.
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