domingo, 23 de diciembre de 2007
Mi hermano
Mi hermano nació en 1956; ahora debe rondar los cincuenta y dos años, más o menos. Me separa de él, pues, un sexenio; mucho tiempo, pues él abrió los ojos a la vida en los setenta y yo en la parapléjica Movida de los ochenta. Es hombre de pocas palabras; le compraron un artilugio para hacer circuitos electrónicos que no me dejó usar; con ese aparatito y sus diodos, transistores, resistencias, palanquitas y bombillas se construyó todo tipo de circuitos, alarmas, pianillos e incluso una radio de galena, que conectaba al somier de la cama para que su estructura metálica funcionara como antena. También le compraron un tocadiscos, donde hacía sonar discos single de La Bamba, los Pop Tops, etcétera, y luego los LPs de los Canarios, de Walter Carlos, de Jazz Nueva Orleáns, de Emerson, Lake & Palmer. Por comprarle, incluso le inscribieron en el Círculo de Lectores, aunque no pedía nada y siempre le enviaban los recomendados, hasta que yo conseguí meter baza. Como ni tocaba esos libros, tuve yo carta blanca para leer los que había e incluso pedir otros; en eso mi tiránico hermano fue generoso, si es que así se le puede llamar, ya que la ciencia y la electrónica constituían su única y exclusiva obsesión y jamás me permitió tocar su juego de electrónica o su microscopio, aunque alguna vez le hicieron ver lo injusto de su actitud alguno de mis padres, creo. Cayeron así en mis manos, en lenta sucesión y releídos no pocas veces, Ficciones de Borges, que me gustó aunque me parecía algo extrañísimo a mis trece años mal cumplidos, Sombras en Ardbury, de Bernard de Kerraoul, que leí algo tarde pero me impresionó profundamente, hasta el punto de que todavía recuerdo el principio y el final de la obra: "Sería maravilloso poder levantarse cada mañana sin recuerdos, ser como una peña bruñida por la lluvia; pero él nada podía olvidar, ni siquiera los pequeños detalles, aquellos que más hieren, porque hacen revivir todo el pasado..." Y el final, ese amenazante "...Una espera demasiado larga". También recuerdo la poderosa sensación que me causó Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y novelas tan interesantes como El padrino, de Mario Puzo, de quien más tarde disfrutaria igualmente su Los tontos mueren, o Doce del patíbulo, de Nathason, de tan edulcorada versión cinematográfica. Cabo de Java fue muy interesante como novela de aventuras, pero Muy bien Jeeves, de Pelham Greenville Wodehouse me descubrió definitivamente el humor anglosajón, de suerte que no paré hasta leerme toda la obra del autor que pude hallar. Entré en la novela de espías con La carta del Kremlin, mundo extraño que logré asimilar con tan magnífica entrada, guía después para el mundo de John Lecarré, de quien me quedo con su novela El topo, así como de Graham Greene, cuyo El factor humano es una de las novelas más gozadas, releídas y estudiadas por mí, hasta el punto de que se me desencuadernó entre las manos. No pude, o no supe, encontrar nada para leer de Len Deighton, cuyo Harry Palmer sólo conozco por las versiones cinematográficas; tampoco pasé más allá de intentar leer a ese cantamañanas de Ian Fleming. Más adelante iría conociendo el mundo del espionaje español a través de las memorias del espía González Mata, Cisne, y de diversos libros hechos por periodistas. de modo que llegué a hacerme una idea bastante exacta de cómo funciona ese mundo realmente. También hubo libros que se resistieron a mi feroz mordedura; los peores fueron, sin duda, Las cárceles del alma de Lajos Zilahy, peñazo insoportable; Los premios, de Julio Cortázar, bodrio monumental, y otras novelas que han pasado a los anales de la insignificancia. Junto a estos libros, mi madre me daba dinero para comprar algunos libros baratos; uno de los que más me impresionó fue Papillon, de Henri Charrière, cuyo tremendo tonelaje (ochocientas páginas de letra menudilla) me despaché en tres días.
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