Desde luego, no siempre es fácil encontrar nuestras fosas comunes culturales, ocultas como están bajo toneladas de ignorancia, desprecio y ninguneo. Quien lo logre descubrirá con sorpresa que los cadáveres no sólo están incorruptos, sino que gozan de buena salud; los podridos son otros, los acartonados que ocupan la porción visible y vulgar, los que viven con la sangre prestada del favor y la influencia. No cabe culpar a las Iglesias Católica y Musulmana, por más que persiguieran con éxito y saña todo pensar heterodoxo desde su misma raíz escolar; también en ellas hubo heterodoxos que fueron a parar a la fosa común; los hay todavía, ocultos con sobra de cal e hipocresía. Otros deberían mirarse el ombligo: cuando Larra se congratulaba del fin de la Inquisición, no dejaba de preguntarse si lo que había ocurrido es que había cambiado de nombre y ahora se llamaba Gobierno. Joaquín Costa, y Mayáns antes que él, escribieron que uno de los males que habían causado la ruina de España era ignorar la tradición más sana de su cultura. Así ha sido y así es: entre los progresistas siempre hay un buen trozo de retrógrados que ignoran lo mejor y más sano del pasado, como siempre hay entre los conservadores quienes desprecian lo más provechoso que depara el futuro; es sólo la intolerancia la que lo estropea todo; y no hay nada más intolerante que la publicidad, sea cual sea y aunque algunos la llamen ahora ideología.
Empecemos con la educación. Lo que la mayor parte de los profesores pensamos sobre el tema lo formula con rigor el sociólogo francés Jean-Claude Michéa en su libro La escuela de la ignorancia (2002) o la hispanista sueca Inger Enkvist en La educación en peligro (2001) y Repensar la educación (2006). Constatan ambos un hecho sencillo y tozudo, que resumía ha poco Daniel Arjona en El Cultural: “La forja de ciudadanos ignorantes, y por tanto acríticos, es una condición necesaria para el correcto funcionamiento de las sociedades de consumo avanzado. Se requieren consumidores educados en serie, sin referencias culturales, sin pasado, de identidades volubles e intercambiables, puros átomos sin voluntad zarandeados sin fin en el flujo incesante de la publicidad”. Los griegos tenían el ostracismo para expulsar al político que más daba la lata; nosotros ¿qué tenemos contra tanta, tantísima publicidad pública y privada? ¿Se la grava siquiera con un impuesto? Las ideologías no han cambiado el mundo, pero la TV sí lo ha cambiado ya. La publicidad es tan privada (anuncios) como pública (telediarios, prensa): todo ha sido y es publicidad desde hace más de cincuenta años, y lo único que no es publicidad es cultura y es enseñanza y es tolerancia, aunque quieran decirnos que también la publicidad es cultura, y por más que se esfuercen los gobiernos europeos en convertir la enseñanza también en publicidad, condenando a nuestra juventud no sólo a la peor de las tiranías, la de la vulgaridad, sino también a la infelicidad, pues las ciencias instrumentales podrán hacernos la vida más fácil, pero sólo las humanidades nos la harán agradable, así como libre y digna de ser vivida.
Esto dicho, Steiner tiene también algo de razón cuando advierte que la cultura no garantiza la paz: la única reforma que puede prometer la paz es una reforma ética sobre sólo dos valores: la honradez, que garantiza justicia y equidad, y el trabajo, que resuelve todos los problemas que pueden resolverse. Precisamente los valores que no promueve la hedonista publicidad, que incluso ha transformado las relaciones humanas en relaciones de consumo. Hasta el matrimonio es ya una relación de consumo, pasajera, de usar y tirar: solamente los gays creen todavía en ella. Apurando esa moral de la inmoralidad podríamos decir lo que Groucho Marx decía: que la mayor causa de divorcio es el matrimonio. Considerar al otro como un producto material e ignorar su pensamiento, sus sentimientos y su espíritu es lo que caracteriza una cierta moda de lo joven, que no es tal. A los jóvenes no se les quiere dar cultura, sino moda. ¿Qué se les da por tanto en los colegios a los jóvenes? ¿Moda? No. La palabra es otra. Ya Tierno Galván advertía de que “no hay que confundir cultura con preparación”. Y la enseñanza que hoy se quiere dar a nuestros pobres jóvenes, a los que se ve con frecuencia sentados en un bordillo de acera mirando al infinito, aburridos, es una preparación, no una cultura; el sucedáneo que se les da para respirar y para vivir es una moda, no una cultura. El espacio que han dejado las humanidades al ser extirpadas del programa educativo lo ha ocupado la moda. Los valores, la identidad moral y espiritual, la cultura está ya en otra parte incógnita y difícil.
Una reforma ética en los fundamentos era lo que impulsaba al Institucionismo krausista, representado en nuestra provincia por dos grandes figuras, José Castillejo y Lorenzo Luzuriaga, precedidos de dos figuras más desconocidas y que merecerían más atención: Antonio Rodríguez García-Vao, asesinado en una calle de Madrid, y Fernando Lozano Montes, varias veces preso y con toda su descendencia emigrada a América, motores que fueron del gran periódico libre de entresiglos, Las Dominicales del Libre Pensamiento. Pero una Universidad como la nuestra no va más allá del siglo XX, prefiere investigar lo fácil, lo que se halla a la vista. Y descubrir algo que está a simple vista parece, cuando menos, tonto, cuando más, superficial. La universidad prefiere becar a jóvenes que no saben donde mirar y olvidarse luego de ellos en vez de impulsar investigaciones laboriosas que exigen persistencia y años de sacrificio. De nuevo la tiranía de la publicidad. Y no vamos a hablar de los catarriberas, porque eso exigiría un tomo de ancho lomo y un discurso con las tres cartesianas dimensiones: largo, grueso, pesado. Y no estará de más mencionar un principio fundamental en el Institucionismo krausista que pretendía regenerar España a fines del siglo XIX: apartarse de toda universidad, de toda política y de toda religión institucional como si fueran la peste.
Me diréis ¿cuál es la más sana y viva parte de esa cultura manchega que se nos ha escamoteado? Hay mucho camino que andar solo si se desean... mejor, si se quieren buscar las raíces propias que den fuerza para florecer en el futuro. Europa, África, Asia y América pueden encontrarse fácilmente en vuestro propio barrio y en vuestro propio pasado. Hay muchas propuestas atrayentes y dignas para un espíritu joven que pueden resultar apropiadas para luchar: el multiculturalismo, el altermundismo; son causas que merecen ser defendidas por todos; pero la raíz propia y el acento propio y la tradición universal están siempre en el pasado, no en los putrefactos folklóricos de lo de fuera y de lo de dentro, degenerada destilación de la amoralidad publicitaria y del nacionalismo fascistoide y nauseabundo; la verdadera música es otra, como decía Bergamín: “Toda forma es la forma de otra forma / que escapa de sí misma para serlo”.
La identidad manchega se ha fraguado a través de los siglos en torno a unos mitos universales. Ninguna otra literatura española, ni siquiera la catalana, ha producido esos mitos, esas obras universales, como sí ha hecho la manchega: la Celestina, el Lazarillo, el Quijote... Resulta, pues, que uno de los rasgos individualizadores de nuestra identidad es, paradójicamente, la universalidad. Y ese es un principio muy exigente, no menos que los otros: la libertad como conflicto, el humor; acaso también un cuarto principio: la impronta italiana. Todos estos rasgos aparecen en los autores manchegos más importantes y representativos y perviven incluso en el siglo XX: Francisco Nieva, Ángel Crespo, Pablo Villamar... El viaje, la universalidad, la libertad y su lucha. Ya he mencionado algunos autores vinculados al espíritu democrático manchego en el siglo XIX; otros muchos, tan importantes como aquellos, son el historiador, dramaturgo, periodista y novelista Félix Mejía, un dramaturgo revolucionario exaltado que me ha cabido estudiar, el mayor precedente de Larra; el helenista, cervantista y gramático protestante Juan Calderón; el también helenista afrancesado y masón Pedro Estala; el periodista Francisco Córdoba y López. ¿Y en este siglo? ¿Cuáles son los olvidados? En teatro, por ejemplo, el dramaturgo alcazareño Pablo Villamar, una especie de Dalí del espectáculo. El gran escritor ciudarrealeño de ficción científica (ciencia-ficción, si queréis el anglicismo) Carlos Saiz Cidoncha, autor asimismo de obras históricas importantes (acaba de editarse, en medio de la general ignorancia de la prensa y de la Universidad local, su Historia de la aviación republicana 1931-1939 en tres tomos), así como de estupendos estudios históricos sobre la piratería en la América española y las guerrillas en Hispanoamérica). A este autor lo tuve que invitar yo a Ciudad Real porque nadie se acuerda ya en estos pagos de él; el viejo detective Eugenio Vélez Troya, autor de un delicioso libro de memorias que se lee como una novela negra. Y entre los jóvenes, el novelista Macario Polo o el escritor Teo Serna... Novelistas como Emilio Cornejo, José Aranda Aznar o Ángela Vallvey, arabistas como Manuela Manzanares, críticos taurinos como Manuel Serrano García-Vao... Conscientemente olvido a los que nadie olvida. ¿Cuál es la voz más auténtica y universal de la poesía manchega del siglo XX? Ángel Crespo, tan admirado como poco leído; para él la poesía era fundamentalmente algo que no podía existir sin misterio; más o menos el misterio que exige descubrir algo que no esté a la vista. Y, allá, en las sombras del siglo XVII, Bernardo de Balbuena, escritor de una novela de caballerías en verso apagada por las luces de otro libro sin duda admirable, pero también más leído y accesible en toda suerte de ediciones de que él, olvidado, carece hace ya casi un siglo, cuando en el XIX se hicieron al menos cuatro distintas y muy lujosas de su obra principal, El Bernardo del Carpio o La derrota de Roncesvalles., poema alabado por Voltaire y por Chateaubriand. Pero es preferible, claro, estudiar los coros y danzas en el folklore guatemalteco, lo que, además, permite un buen bronceado, o la sombra que proyecta cualquier autorcillo del siglo XX en la pared del siglo XXI, lo que, además, permite buenos padrinos. Los padrinos fallecidos no suelen acudir al bautizo, aunque gocen de buena salud.
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