Empecé a leer poesía del Siglo de Oro desde pequeñito. Las lecturas en voz alta me hacían paladear un idioma que fue el de Lope, el de Bécquer... En otro lugar he contado ya cual fue la circunstancia biográfica que sirvió como llave para encerrar la palabra poética en mi conciencia para siempre. Pero el primer poeta que la hizo resonar, después del gusto poético que me inculcaron Jorge Manrique, Lope de Vega y José de Espronceda, algunas de cuyas obras memoricé, fue sin duda alguna Manuel Machado. Manuel, no Antonio; y algunas de las de greguerías de Ramón Gómez de la Serna, me hicieron mirar la realidad con unos ojos nuevos y deslumbrados, como si fuera un marciano. Lo que decía Novalis, de otorgar a lo cotidiano la diginidad de lo desconocido. Mirar las cosas como un marciano, esto es, a la cósmica distancia del asombro, es algo típicamente literario, esencialmente infantil y declaradamente lírico. Es el distanciamiento de la soledad, la materia prima de la literatura, que, después de todo, no es sino una forma de amistad entre un señor, el autor, y un lector lejano en el tiempo, en el espacio, en la cultura, en la psicología, en el sexo, en la vida, en las experiencias, en los viajes, en todo. Y un aprendizaje. Sin curiosidad no hay literatura.
Después, San Juan de la Cruz, Juan Ramón Jiménez, Borges, Luis Cernuda, José Ángel Valente, Ángel González, y la poesía anglosajona -Eliot, Mark Strand- y alemana -Rilke, Goethe, Celan-. Curiosamente, pero es algo explicable en una ciudad cainita como ésta, nadie nos habló jamás del gran Ángel Crespo en Ciudad Real, pero aquí llegaban sus primeras traducciones barcelonesas de la Divina comedia de Dante a través de la librería del hijo de su primer matrimonio, a quien llegué a conocer. En Bachillerato, mientras me partía el alma jugando interminables partidas de ajedrez en el Cafetín de San Pedro y hacía mis pinitos en las afueras del Grupo Cálamo, introducido por Fernando José Carretero Zabala, un poeta que iba siempre escoltado por su ligue y en busca siempre de otro, en mi mismo curso, por entonces en la órbita de Wilde, Salinas y Neruda; andaban por allí también Prado Lérida, una poetisa de versos que no me gustaban nada pero de unos ojazos preciosos que me he enterado ha muerto en Chile hace poco después de tener algunos hijos; también me paseaba por la taberna de Paco Carrión, con su gitarra y sus aceitunas, y depuraba mi extraña curiosidad por Borges, Quevedo y la novela picaresca en general, y me leí todo lo que pude del género, así como el consabido Quijote, del que mi padre era gran lector en una edición muy buena, la de Riquer, que de tanto sobarla tanto mi padre como yo mismo acabó hecha polvo y a medias remendada con esparadrapo; en la carrera leería todo Cervantes y casi todo el 27, todo Villamediana, todo Bocángel, todo Góngora, del que hice gran acopio de ediciones, toda la lírica de Lope, toda la de Quevedo, que sobé muchísimo, hasta el punto de dejar denegridas de apuntes las hojas, la del capitán Aldana, mi favorita del siglo XVI, cuyo anagrama, como bien supo ver Cernuda en un famoso verso, es La Nada; la de toda la escuela de Garcilaso, incluido Boscán, Hurtado de Mendoza, Acuña -del que me reí mucho con su contrafactum de la quinta canción de Garcilaso; no pude soportar los sonetos del Cetina, tan blandengues, pero sí su precioso madrigal, que me aprendí de memoria; también leí mucho al sevillano Herrera, que no me terminaba de gustar, y al que sólo admiré como poeta épico; a fray Luis de León, al que desde el principio aprecié y que para mí no hace sino ganar valor con los años, como un buen vino; la antología de Dámaso Alonso fue una buena guía; también las antologías baratas de Bruguera que podíamos comprar los chavales pobres; aprendí de memoria bastantes poemas de Garcilaso, fray Luis, de Quevedo, de San Juan, de muchos otros: se me quedaban sin esfuerzo, los repetía mentalmente, soñaba con ellos; había un ritmo en mi espíritu que enganchaba y enmadejaba sin esfuerzo el hilo del verso; la música del endecasílabo, el heptasílabo y el octosílabo se me quedaba en el oído hasta el punto de saber si un verso era correcto sólo oyéndolo, sin necesidad de contar las sílabas. Pero ese aprendizaje no fue sin esfuerzo: empecé un cuaderno donde bosquejé una treintena de sonetos malos, muchos de ellos a medio terminar, trabajosamente escritos para alcanzar el acentito en la sexta o en la cuarta y octava, y las rimas correspondientes. ¡Qué suplicio! Los romances, por el contrario, me salían con mucha naturalidad, a causa de la rima asonante, que es más libre y fácil. Participé en algunos concursos y gané uno con unos tercetos deplorables, aunque lo bastante buenos para que me dieran unos gallos de plata que aún conservo. Con el dinero está claro lo que hice: me compré unos libros carísimos que no podía costearme de otra manera, el Diccionario de literatura de Sainz de Robles, en dos tomos; luego me arrepentí; hubiera sido mejor comprar el de Revista de Occidente de Germán Bleiberg y Marías, pero es que por entonces era sólo un muchacho de erudición insuficiente y que no había empezado la universidad; ahora los tengo los dos, que son en cierta medida complementarios, el primero con sus errores en los años, su verbosidad sobrante y su bibliografía de derechas, el segundo con su posibilismo de izquierdas del 64, su lectura entre líneas y su preocupación por el dato fidedigno. En el antiguo Colegio Universitario de Ciudad Real aprendí sobre todo muchísimo latín con Virgilio y Cañigral y mucha gramática, y leí muchísimos clásicos; en la Complutense de Madrid, en una universidad rara y tomada a medias por el Opus y las mafias derechistas que concedían cátedras por méritos políticos tras la Guerra Civil, me di un atracón de lecturas, pero no siempre de lo que nos decían que leyésemos; guardo buen recuerdo de las lecciones de Antonio Prieto, a quien acusaban de difuso, pero que tenía la virtud de ser un semillero de ideas, intuiciones e inspiraciones en el terreno que dominaba, la poesía del Renacimiento; saqué una opinión muy mala sobre la grisura de esa universidad y la escasa humanidad tanto de sus alumnos como de sus profesores, contagiados de no sé qué desgana patológica y desconfianza desinformadora. No había allí verdadera sustancia para alimentar y hacer crecer una pasión filológica. Todo era demasiado poco cercano, gélido y frío, pese a lo cual uno pudo arreglárselas como siempre, por sus propios medios, como se hacen todas las cosas de mérito en España. Allí también en Madrid estuve sin embargo feliz, ya que yo siempre me desenvuelvo bien en entornos hostiles, pero pasé hambre, a veces hasta cuatro días sin comer y estuve muy solo, durmiendo mal en un camastro del que a veces me salían los pies, porque soy muy alto; desarrollé un sentido crítico como la copa de un pino; ese sentido crítico no dejó de crecerme todavía después y a veces noto incluso que, cuando todos los demás talentos han detenido ya en mí su crecimiento, este todavía sigue alimentándose y aumentando de tamaño, lo que parece increíble. Pero le pasa ahora igual que a mi curiosidad, que se ha vuelto muy abstracta.
Por entonces perseguía la sombra, la voz, el aroma y la sustancia de varias señoritas; por ejemplo, a una toledana llamada Olga Fernández, una dama experta en el siglo XVIII que andaba con bastón y me hizo ir a una pesadísima ópera de Haendel, el Xerxes, de lo que lo único que merece la pena es el oboe del Largo. Luego, una simpática rubia muy delgada, Paloma Gómez Campos, que no me hizo ni puto caso, pero a cuya boda, de magnífico menú, pues no en vano el novio era un reputado cocinero, asistí luego algo después en Valdepeñas; también de una tal María Luisa Utrero Ledesma, también compañera de carrera, pero de mi mismo curso; andaba sin embargo esta chica coladísima por un fotógrafo llamado Frank que la dejó preñada y con un niño antes de abandonarla. Una pena. Yo lo venía venir, intenté decírselo, pero creo que ella no estaba por la labor, tanto encoñan ese tipo de malos rollos. De otras damiselas me olvido porque no tuvieron ni siquiera la atención de distinguirme con su amistad. El caso es que dejé la universidad. Fue por entonces una época de desórdenes estudiantiles y vi a los caballos aporrear las calles de Moncloa espantando a los estudiantes, las sentadas al lado del arco y demás. Tierno Galván acababa de morir y la Movida se iba a pique, así como lo que quedaba de la primera fase del Guridi. Lo que antes eran meros ejercicios de literatura se habían transformado en otra cosa. Notaba en mí a veces una presión interior que necesitaba vaciarse sobre un papel; primero me rondaban versos sueltos, formados por fragmentos rehechos de frases oídas, leídas o compuestas per se; luego esos versos formaban marañas, y luego esas marañas se juntaban en estructuras semejantes a la de otros poemas que había leído en Cernuda o Borges, mis principales referencias por entonces, dos autores que dominaba al dedillo y había leído enteramente. También practicaba la escritura automática surrealista, ¡ya desde el instituto, es curioso, pero sin constancia! Así se formaron los primeros libros de poemas, los que no he publicado, los que he destruido y de los que no sé si quedará algo más. En esa época tuve que ejercer diversos oficios para sobrevivir y aprender algunas destrezas que me fueron muy útiles después: mecanografía, etcétera. De algunas oposiciones a las que me presenté sin estudiar y cuyos primeros ejercicios superaba con facilidad saqué la conclusión de que mi cultura general era bastante superior a la media y suficiente para superar con brillantez los test psicotécnicos; me tumbaban en las pruebas de mecanografía. Por eso aprendí mecanografía con el método ciego. Por entonces me ofrecieron trabajar en un modesto negocio de máquinas tragaperras y venta puerta a puerta para el que hacía varios trabajos, pero lo dejé, a pesar de que en ese oficio conocí a gente curiosa y me recorrí toda la provincia, alguna limítrofe e incluso llegué a Valencia. Hice un corto servicio militar en Infantería de Marina en Cartagena, y saqué la oposición en Madrid.
De mis primeros versos muy poco de ellos hay entre mis papeles, solamente lo más valioso; los restos de ese naufragio se contienen en Palabras acabadas. Por entonces finiquitaba la movida; yo iba por ahí con gabardinas, a veces una verde muy maja y larga y otras veces una azul corta. Mi siguientes libros, Zona tórrida y una colección de epigramas satíricos en prosa, Nadie lo diría, están aún inéditos, así como una novela satírica sobre un instituto de enseñanza, bastante graciosa, que creo que tendré que dejar como impublicable. El último, Contornos, todavía está terminándose. Proyecto algunos más que quizá nunca concluyan, Paradojas y Los cines de mi vida. Gané un premio de poesía en que tuve el honor de estrechar la mano sudorosa y tantas veces usada de José Bono, quien después de oír con resignación mi poema dijo algo en el sentido de que mi poesía era algo triste para que cambiara de derroteros. Se ve que a los políticos no les van las noticias tristes, ni siquiera en poesía. Qué se le va a hacer, soy un poeta elegiaco y siempre lo seré; cuando he tratado de escribir otra cosa no he podido, porque no era yo quien escribía. La verdad es que nunca he visto a políticos líricos sonando como ruiseñores. Me guardaré mucho de decir cosas gruesas contra señor tan simpático y político, tan cazurro e inteligente; solamente diré de don Pepito "pasó usted ya por casa" Bonito que cualquiera que lo heredara habría de ser sin duda alguna peor, y que no es el peor de los defectos que lo desmerecen su terrible narcisismo y su beatería insufrible de exseminarista confeso, pese a lo cual no puede aytisbarse mejor gobernante en el árido espacio de la submeseta.
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