domingo, 13 de febrero de 2011

Cuatro artículos de El Magisterio de Ciudad Real, siglo XIX


(Texto ya corregido: 2-I-2016. El enlace a la revista, aquí)


SOBRE LA EDUCACION DE LA MUJER, por Alfonsa Latur

El Magisterio,  (¿1 de noviembre? de 
1860) tomo III, pp. 242-245:

Honrada con la dificilísima misión de dirigir la Escuela Normal de Maestras de esta provincia, que tantos y tan bonísimos resultados debe producir a la ulterior educación de nuestro sexo, e invitada de continuo por la excesiva amabilidad y cortesanía de los ilustrados redactores de
El Magisterio, quienes tan equivocado como inmerecido juicio tienen formado acerca de mis escasas facultades y de mis más escasos conocimientos; y, por si como acontece, la sobra de modestia pudiera traducirse por exceso de orgullo, me he decidido, por fin, a apuntar algunas ligerísimas observaciones sobre la educación de la mujer, así como también sobre los difíciles deberes que tenemos que cumplir las encargadas de esta importantísima tarea en las escuelas.

Faltaría a uno de mis deberes más gratos si, en esta ocasión, la primera que se me presenta, no me apresurase a dar un público testimonio de reconocimiento a todas las personas que con su celo, su inteligencia y su fuerza de voluntad no han descansado un momento hasta remover los obstáculos todos que se oponían a dotar esta provincia de una Escuela Normal de Maestras. Animadas esas personas de un vivísimo deseo de hacer el bien y comprendiendo la alta importancia de la educación de la mujer, tan descuidada por desgracia, han llenado una gran necesidad social con la creación de un seminario donde acudirán a educarse e instruirse las que, a su vez, tienen que llenar el tan difícil como importante encargo de conducir, dirigir, formar e instruir por medio de la futura madre de familia a la generación que ha de sucedernos. ¡Misión erizada de dificultades, que exige dotes especiales, vocación expresa, abnegación sin límites!

A la mujer, por más que se haya pretendido en algunas épocas reducirla a una influencia negativa, no se le puede quitar nunca su influencia social, la cual es necesariamente saludable o perniciosa. A proporción que la mujer es despreciada y sumida en la ignorancia, la sociedad marchita no tiene más móvil que la codicia y el egoísmo que infiltrándose hasta en sus entrañas solo tiene una apariencia de vida, pues el corazón ha cesado de latir y la sangre de circular. Asimismo ¿quién duda de la influencia saludable de la mujer, cuando se forma su corazón para la virtud y adorna su inteligencia con conocimientos que la liberten del fastidio a que está expuesta, más que el hombre en el discurso de su vida? La educación que hasta aquí, salvas algunas excepciones, se ha dado a las jóvenes, ha estado reducida a las labores principales de su sexo y a lecciones de moral, disfiguradas con delirios y ridiculeces supersticiosas; haciendo consistir ordinariamente la virtud en las prácticas aparentes y exteriores; llenando su alma de vanos escrúpulos y pequeñeces capaces de inquietar su espíritu. Otras veces (y se ha creído progresar) se ha comenzado la educación en época muy temprana, gastando en pro de la inteligencia y en acrecentamiento de la sensibilidad las fuerzas que imperiosamente y en primer lugar exige la vida orgánica; atendiendo más a las exigencias de la humanidad que a las del individuo; a las frivolidades de la sociedad que a las serias realidades de la vida práctica. ¡Fatal error! Pues ¿de qué nos serviría la delicada y culta beldad de nuestros salones, si nos falta la digna hija, la buena esposa, la madre de corazón, la mujer fuerte?

La educación de las niñas exige por tanto gran tino por parte de las maestras, y que los esfuerzos de estas sean secundados por una madre cariñosa. A estas incumbe con especialidad formar el corazón de sus hijas para la familia y complementar la educación que han recibido con la ternura y delicadeza que solo pueden imbuir los consejos de una buena madre. Hoy, por desgracia, una niña de sociedad es una flor que crece a orillas de un camino público; si por acaso se libra de la mano atrevida de un caminante, no puede evitar el lodo de las lluvias y tormentas. Las pobres jóvenes no tienen la culpa de la inmoralidad que abrigan en su alma; la hipocresía, como el escepticismo, no es en ellas un sentimiento innato o un instinto orgánico; es más bien el aciago fruto de las costumbres que les rodean, de la atmósfera que respiran, del elemento en que viven, como un pez en un fanal de aguas fétidas y corrompidas. Procuremos, pues, antes que los albores de la pubertad iluminen el corazón de la niña, imprimir en esta la fuerza de resistencia necesaria; sorprendamos sus sentimientos más íntimos con el afán del verdugo que tantea la parte vulnerable de la víctima; expiemos las acciones de la educanda, conduciéndola con suavidad a beneficio de una instrucción sólida y de una dirección estudiada hacia el fin que deseamos; de modo que, cuando la sociedad la tome bajo su égida, no cambie ni tuerza sus virtuosos instintos primordiales.

La primera educación, no restringiendo la verdadera acepción de esta palabra, decide del porvenir de la niña, pues una vez arrastrada por la senda que aquella la traza no pugnará por apartarse de ella. Mi alma se adormecerá con el aroma de la virtud; se dilatará con el calor del santo fuego que se la ha imbuido y evitaremos de una manera cierta que se entregue sin resistencia a los dorados vicios cuyos ejemplos la rodean, la obligan y después la impondrán la fuerza del hábito. Tal vez he recargado los colores de este boceto crítico-social. Comprendo que he abusado de atención exponiendo con desaliño verdades que están grabadas en el ánimo de todos. Por esto, y recordando el axioma del gran
Bacon: «La luz y la verdad no necesitan demostraciones, pues llegan por los sentidos al alma y se demuestran por sí mismas», haré aquí punto respecto a este extremo.

La educación es la primera fuente de la instrucción, y esta, a su vez, el complemento indispensable de aquella. Creo debemos empezar la instrucción de la niña inculcándole la idea que más resalta entre las innatas, así por su universalidad como por su grandeza y sublimidad del objeto, la idea de Dios, y con ella el elemento que la forma, el principio de que es desenvolvimiento, ese principio religioso tan fecundo, tan rico de poesía íntima, de poesía del alma, cuidando especialmente que este sentimiento no se mezcle con extraños desvaríos, cual la ignorancia o el error suelen hacer. Grabado con caracteres indelebles tan augusto sentimiento, habremos arrojado la primera semilla en terreno virgen; ella nos dará abundante fruto con el abono y cultivo subsiguiente.

Después, la misión de la maestra no se reduce solamente a enseñar a leer, escribir, contar y labores: no la llenará debidamente sin acostumbrar a sus discípulas a pensar, sentir y obrar dentro de los límites que la religión y la moral nos prescriben. No es hoy ya, como dice un entendido profesor, la carrera del magisterio un arte práctico y mecánico, sino una carrera basada en la Filosofía y la Pedagogía, o sea, la ciencia del profesor de primera enseñanza tiene ya sus principios, su demostración, su método propio y su razón de ser. Ella es el código de verdades imprescriptibles de la ciencia que debemos tener siempre a la vista y el más seguro guía que puede dirigir nuestros pasos en el difícil camino que tenemos que recorrer.

Reconozco (y dígolo sin esa aparente modestia de que tan comúnmente se abusa) toda mi pequeñez e incompetencia para inculcar en el ánimo de las que van a abrazar la carrera del magisterio la importancia de los estudios pedagógicos; mas lo haré cumplidamente, y pagaré al mismo tiempo un corto tributo de amistad trascribiendo el siguiente párrafo, síntesis de uno de los lucidos escritos del entendido y celoso inspector de escuelas de esta provincia, nuestro querido amigo [el] s[eño]r. J[osé] P. Clemente, cuya angustiosa situación, que deploramos, le impide hace tiempo tomar cual lo desea una parle activa en el engrandecimiento moral y material del profesorado.

«El maestro
», dice, «no puede abandonarse únicamente a su práctica y a su experiencia; necesita espíritu que le fortalezca, consejo que le aliente; paciencia que le mitigue los sinsabores; resignación que le ayude a sobrellevar las penas; estímulo que le anime y vivifique; teorías que perfeccionen su práctica y todo eso y lo demás que necesita el maestro; incluso el ejemplo no lo puede hallar sino con el estudio y meditación de los escritos pedagógicos. Allí está la teoría y la práctica; la verdad siempre triunfante; el error sin el oropel que le presta el charlatanismo, la rutina y las preocupaciones: ahí está la historia de la educación; allí están descritos (y con mano maestra), los retratos de los hombres memorables que se han dedicado a practicar el bien, ya facilitando la enseñanza, ya enalteciendo a los maestros; descendiendo hasta la escuela y hasta los niños; tomando por lema las palabras del Divino Maestro: Sine ad me parvulos, venire»

Al lado de tan elocuentes frases sería pálido cuanto pudiera añadir: no debo por otra parte abusar más la indulgencia de los lectores; mas, ya que me he permitido levantar mi débil voz en esta ocasión, no concluiré sin excitar a los profesores de esta Escuela y a las que en ella han de educarse para que procuremos respectivamente secundar las elevadas miras de nuestro digno Gobernador, en cuyos actos brilla el grande interés que dispensa a la instrucción primaria y a los que estamos dedicados a la honrosa misión de difundirla y prodigarla. Consagrémonos con todas nuestras fuerzas a llenar el importante y delicado destino que nos está encomendado, siquiera reconozca la imposibilidad de atender debidamente a las complejas obligaciones que el mío me impone. Trabajemos con el mayor esmero para enaltecer la enseñanza. Al hacerlo así hallaremos en nuestro ilustrado Gobernador un protector decidido y en el laborioso Director de la contigua escuela y en la Junta de Instrucción pública, con su celoso Secretario, la cooperación necesaria, si no para superar las dificultades que han de presentársenos, al menos para dar pruebas de que aspiramos a vencerlas.—Alfonsa Latur

LA DOCILIDAD DEBE SER CULTIYADA EN LA MUJER DESDE LA INFANCIA

L. R. y P.

(De
La Educanda)

El Magisterio, t. IV, pp. 61-64

La docilidad es el origen de todo bien: la indocilidad arrastra violentamente a los vicios. He aquí una gran verdad que abre a nuestros ojos un horizonte vastísimo, en el que la educación establece los fundamentos más sólidos para el desenvolvimiento de todas las virtudes morales, al propio tiempo que abre a la inteligencia el camino más expedito para la adquisición de todos los conocimientos relacionados con nuestro destino. Tan excelente virtud nace y fructifica desde la infancia a la adolescencia para formar el más precioso adorno de la juventud; por esta razón, las madres y maestras han de poseerla en alto grado, a fin de inspirarla con el ejemplo y hacerla agradable con la enseñanza de sus beneficios a las tiernas niñas que han de conservarla después como un bello tesoro y el distintivo especial de su sexo que las rodea de todos los encantos. A la docilidad deberá siempre la mujer haber errado de su carácter las marcas repugnantes del vicio que enajenan las simpatías y revestir todas sus acciones de los seductores atractivos propios de la dulzura. Reparad en la vanidad, el orgullo, la violencia y altanería del carácter de una mujer que no ha sido formada sobre la sólida base de la docilidad, y no olvidéis el contraste que ofrece al lado de la dulzura, condescendencia y sumisión que resaltan en el de aquella que, poseyendo esta virtud, sabe seguir o respetar; satisfacer o perdonar cuanto de ella exijan las diferentes posiciones de la vida.

No es nuestro ánimo penetrar hoy en los desastrosos efectos que la falta de docilidad produce en la condición moral de la mujer, y mucho menos en la de toda una generación; nos proponemos solo dar una idea clara de los inagotables tesoros de dicha que atrae sobre quien la posee y los peligros a que su falta en la mujer expone la Moralidad de los seres que han de crecer bajo su dirección y cuidado.

La sumisión espontánea y libre a los consejos y mandatos de los superiores que por su mayor perspicacia y experiencla pueden dirigirnos hacia el bien en la corrección de nuestras faltas y en el ejercicio de buenas acciones cuando no somos capaces del acierto por nosotros mismos, es lo que constituye la docilidad. Esta es la virtud formada: ¡virtud excelente que asegura en la mujer la posibilidad de alcanzar toda la ilustración necesaria para la mayor perfección posible en su inteligencia y moralidad, y que le facilita el placer de llenar cumplidamente sus deberes! ¡Así es preciso que resplandezca en aquella que, cual en cristalina fuente, han de beber sus hijas o discípulas las saludables aguas de la bondad y la sabiduría que pueden hacerlas capaces de dirigir más tarde a sus hijos por igual camino!


La madre de familia no oirá siempre los consejos de la sabiduría para conseguir el acierto en la buena dirección de sus hijos sino a favor de una docilidad que la arrastre en muchísimos casos a la senda que ellos la trazan contra sus propios juicios, porque estos consejos la privan en determinadas circunstancias de bienes y placeres presentes, la arrancan esperanzas que halagan sus gustos y hasta la estrechan a sacrificios algún tanto costosos. En tales situaciones, solo una docilidad arraigada y habitual que predispone a la mujer hasta una abnegación heroica puede inclinarla a seguir los consejos de la sabiduría y la experiencia hasta el fin que le señalan con igual interés y la misma confianza que si su propia razón lo hubiera dictado a su conciencia. He aquí por qué se necesita, en la condición moral de la mujer, el don especialísimo de someterse espontáneamente a los consejos y exhortaciones de aquellos a quienes la docilidad las manda tomar por guías en el ejercicio de sus facultades y el arreglo de sus acciones, para que alcancen siempre el cumplimiento de sus deberes, sin el cual jamás habrán entrado en la senda de la virtud.

Sí: la docilidad es el instrumento que de una ilustración extensa conduce a la sabiduría para llegar a la perfección moral posible; y si la mujer no alcanza hoy estas por causas harto conocidas lograra al menos un grado de inteligencia y de virtud bastante a satisfacer por sí propia las exigencias más inmediatas de su condición de esposa y madre y contara con un guía seguro para evitar los escollos que se alcen a su paso en el espinoso camino de la vida.


Nada más necesario, pues, que las madres y directoras de la educación se esfuercen por embellecer la frente virginal de sus hijas y educandas con la preciosa corona de la docilidad, que tan bien sienta a la gracia y la belleza de la juventud, y para que la semilla poderosa de esta virtud ahogue, al brotar dentro de su corazón, la maleza con que la presunción y el orgullo se apresuran a dominarlo para favorecer el desarrollo de los frutos de la depravación. ¡Tan terribles son, en verdad, las consecuencias de la falta de docilidad, pues que esta virtud cierra siempre la puerta al imperio del vicio, cuando las jóvenes han sido formadas bajo el saludable influjo de una educación acertada y ha permitido que a esta edad de la vida reinaran en su corazón todas las demás virtudes, a favor de los beneficios que, aun antes de manifestarse la razón le han hecho gastar los frutos de la que hemos llamado la primera y origen de todas las virtudes!

¿Dudáis acaso de que sea tal la importancia de la docilidad, mal aconsejadas tal vez por los sacrificios que su cultivo os pueda imponer o por los peligros que la exageración la atribuya al meditar sobre el influjo de los malos consejos y la educación de depravadas exhortaciones? Pues, antes de satisfacer con la razón a tales dudas, sigamos a Salomón, que, reconociendo la verdadera fuente de todas las virtudes que había menester para conducirse con acierto y gobernar bien su pueblo en la docilidad de su espíritu, y habiendo recibido de Dios la libertad de pedirle todo lo que necesitase, en la seguridad de obtenerlo para empezar su reinado, queriendo que le dispensase como principal gracia el don de sabiduría, dio principio a su súplica diciendo: "Conceded, Señor, a vuestro siervo un corazón dócil". Ya lo hemos dicho antes: la docilidad conduce a la sabiduría, y esta al acierto en el bien obrar, a cuyo fin se dirigen inmediatamente todas las virtudes. Nada, pues, de cuanto estas nos ordenan sacrilicar debe sernos costoso, porque el valor de todo lo que ellas reprueban, no nace de otra cosa que de la estimación que a nuestros ojos le da el vicio.

Peligros hay, en verdad, para un corazón dócil bajo los seductores consejos de la corrupción, si este no ha logrado aún todas las fuerzas de las demás virtudes. Pero ¿sería posible remediar el mal en aquel corazón, víctima ciega de su debilidad, si le faltase la sumisión espontánea una vez precipitado en el vicio? La reprensión y corrección de las faltas es imposible sin esta virtud, porque ella sola permite el conocimiento del mal, de los remedios que pueden repararlo y por ella adquirimos la humildad necesaria para oír y amar los buenos consejos que han de volvernos a la senda del bien ahogando los impulsos del orgullo a que nos conduce la indocilidad. Escuchad, si no, al Divino Espíritu lo que nos dice en sus amonestaciones, después de calificar de insensato al que rechaza la instrucción que le ofrecen los consejos de la sabiduría: El que ama la corrección, ama la ciencia; el que no quiere ser reprendido es un insensato. El malvado no ama al que le reprende, y no busca la conversación de los sabios. Es propio del malvado resistir descaradamente cuando se le reprende, y del justo corregir su falta. Sobre todo escuchadlo en el Libro de los Proverbios: El hombre que desprecia con obstinación a quien le reprende, será castigado con un mal repentino de que no se curará jamás.

No olvidéis, madres y maestras, los peligros a que se expone el corazón de las jóvenes en quienes no arraiguéis para siempre la bella virtud de la docilidad, y traed a vuestra memoria estas palabras de
Salomón dirigiéndose a la juventud: "Escuchad, hijos míos, y no os apartéis jamás de mis consejos, porque al fin de vuestra vida os veréis obligados a gemir y llorar vuestra indocilidad, diciendo: ¿por qué habré detestado la disciplina? ¿Por qué no habré recibido con placer las amonestaciones? ¿Por qué no habré escuchado la voz de los que me instruían y no me habré mostrado dócil y obediente a mis maestros?"

Ved aquí que sería tarde para semejante arrepentimiento. Apresuraos, pues, a que vuestras hijas y discípulas no tengan que lamentar en tal desconsuelo y desolación el haber hecho infructuosas vuestras lecciones y despreciado vuestros consejos. Aprovechad la edad infantil en que no necesitáis corregir y sí enseñar; pero hacedlo más con la inspiración y el ejemplo que con la sabiduría de vuestras lecciones y un difícil convencimiento. Entonces la docilidad formará en las niñas como su segunda naturaleza, porque será la base de su carácter el origen de las virtudes y el instrumento de una educación que las preserve para siempre de los peligros con que ha de rodearlas el vicio.-
L. R. y P.


PRINCIPIOS A QUE DEBE ATENERSE EL MAESTRO:

Por J[osé] P. Clemente, en El Magisterio, (¿1 de julio? de 1861) pp. 154-157:

No basta que el maestro reúna las circunstancias morales de que ya hemos hablado en tantas y tantas ocasiones, es indispensable también que esté en posesión de ciertos principios relativos esclusivamente a la enseñanza y sin cuya práctica es imposible que la niñez corresponda dignamente a lo que hay derecho a exigir de ella para la vida ulterior.

Los maestros que se contentan con enseñar de cualquier modo no sujetando su acción a un plan fijo, bien combinado y basado en la ciencia pedagógica, no solo dejan perder muchos resultados, sino que pierden un tiempo precioso que, ni les excusa trabajo, ni les proporciona honra, ni les causa satisfacción.

Los maestros que no lo estén ya, deben convencerse de que los principios de la ciencia de enseñar no son arbitrarios, sino que tienen su más firme apoyo en lo que es la niñez y en lo que es también el natural desarrollo de sus facultades.

Hoy, como siempre, no vamos a decir ninguna cosa cueva, vamos únicamente a dar a conocer a los maestros estos principios, llamándoles sobre ellos la atención con el único fin de que sus incesantes desvelos produzean más y mejores resultados.

El maestro, dentro de su escuela, y para dirigirla convenientemente y dar con fruto la enseñanza, debe prácticamente aplicar los principios a que aludimos, puesto que tienen relación con él. La tienen con los niños que se le confian y la tienen también con las asignaturas que son objeto del programa.

No será nunca buen maestro el que se olvide de tener en continua actividad sus facultades; el que descuide por un momento el enriquecer más y más su instrucción; el que no vea en la escuela, en la enseñanza y en los niños otra cosa que una necesidad a la que tiene que satisfacer únicamente porque ese es su oficio, o esa es su ocupación, la que le da de comer. No será, no, buen maestro el que no se posea de ese vivísimo deseo de saber y de saber bien lo que ha de enseñarse a los niños.

Convénzanse, si no lo están, de que es imposible enseñar a los demás con fruto, con método y con claridad lo que no se sabe y posee con esas circunstancias. Convénzanse, también, de que ese axioma pedagógico lo es más cuando se refiere a la niñez, que muchas veces, por no decir siempre, no adelanta lo que debía adelantar porque los encargados de dirigirla, educarla e instruirla creen que basta con saber las materias que son objeto del programa de la manera que vulgarmente creemos todos, que sabemos las cosas para nosotros mismos.

El maestro debe saber bien para sí y bien para sus discípulos, es decir, no debe saber nunca las cosas a medias: debe poseerlas en conjunto y en cada uno de sus detalles; debe saberlas de modo que pueda vencer todas las dificultades, teniendo presente que el libro de texto para los niños es muchas veces una letra muerta, a la que hay que dar vida con las explicaciones sencillas, con las descripciones animadas, con los ejemplos prácticos, con las aplicaciones usuales, poniendo siempre en meditada y ordenada actividad las nacientes facultades de los discípulos.

Ocurre con frecuencia y por desgracia en la enseñanza que el maestro se traza de una vez para siempre el método que debe seguir y sacrifica a esto, que no es otra cosa que la rutina más o menos disimulada, sacrifica, decimos, a ese plan invariable la claridad, el orden y hasta la limitadísima inteligencia y falta de atención de sus discípulos.

Hemos observado que había maestros de las mejores disposiciones pero que, olvidando ese luminoso principio pedagógico, lo tenían todo como preparado de antemano; explicaban mirando a las manecillas del reloj; decían hoy lo mismo que mañana y al año siguiente y siempre las mismas palabras, como si la enseñanza pudiera sujetarse a la regularidad automática de una máquina que se agita o se mueve con la uniformidad de los agentes que la impulsan. A esos maestros los hemos compadecido y los compadeceremos siempre, porque para ellos no tiene atractivos la enseñanza, puesto que se acostumbran a comunicarla siempre del mismo modo. ¿Qué se diría del orador que, teniendo necesidad de desarrollar un punto cualquiera, usara siempre del mismo exordio, de las mismas pruebas, del mismo tono y hasta de las mismas palabras? ¿Qué ánimos movería, qué atención cautivaría, qué corazones arrastraría, qué prosélitos alcanzaría entre sus oyentes? ¿Acaso se ha creído por algunos que, por infantil que sea el auditorio, se necesita menos hablar al corazón y a la inteligencia, o que impunemente se puede abusar de estos dos poderosos móviles sin causar graves males? He aquí la razón por que siempre clamamos porque los maestros sepan cada día más, tengan cada día más ciencia pedagógica y sepan cada día más historia de la pedagogía; he aquí también la razón sencillísima por la que con los mismos métodos, con los mismos procedimientos y con los mismos libros, es tan corto el número de los
Pestalozzi, de los Girard y de otros nombres venerandos que han ilustrado al maestro, pero que no han podido legarle ese quid divinum que animaba sus aspiraciones y embellecía más y más cuanto ellos decían a la niñez que los escuchaba.

No lo olviden, no, los maestros: es indispensable conocer a fondo la enseñanza, darla a conocer bajo mil formas, presentarla unas veces a grandes rasgos, siempre sin olvidar los principales detalles; usar siempre de novedad en las explicaciones; no hacer caso de que los niños, como niños, han de creer en nuestro dogmatismo; no hacerse la ilusión de que ellos son los que han de hacer el trabajo; que en la Escuela basta con tener un plan, sujetarse a él, no admitiendo ni modificaciones 
ni la perfección de que necesariamente ha de ser susceptible.

Si todo esto se olvida, repetimos que la rutina moderna no tendría nada que envidiar a la antigua; la enseñanza se estaciona o muere, que para nosotros es lo mismo; los niños se fatigan en vano; se les habla de emulación y de deberes, cuando hasta los más rudos se convencen de que el maestro es una máquina a la que no anima el móvil que debía animarle, el verdadero interés por sus discípulos. Falta, sí, interés y faltará vida y no se conseguirán resultados, porque todo cuanto concierne a los niños debe revestirse de formas atractivas y seductoras, formas de que el maestro carece siempre que no le guía el interés que debe guiar al encargado de hacer buena e instruida a la infancia.

Bien sabemos que lo que se verifica por fuerza y sin placer, o lo que es lo mismo, cuando el maestro carece de verdadera vocación, es raro, muy raro, que realice en sus discípulos felices resultados; así como todo se allana y facilita cuando el maestro da vida a sus tareas con incansable afán, decidido interés, santa vocación y ardentísimo entusiasmo. Pero también sabemos que el maestro que carezca de todas esas buenas circunstancias puede adquirirlas, como se adquieren en gran parte cuando uno se convence de que tiene necesidad de llenar sus deberes, deberes sobre cuyo cumplimiento vigila todo un pueblo, autoridades facultativas y hasta la misma sociedad, a la que se irrogan incalculables perjuicios con la tibieza en cuanto se refiere a la educación de la niñez.

Cansados estamos de repetirlo: los maestros ganan de día en día en consideración y merecimientos, pero esto es una consecuencia indefectible de la importancia y trascendencia de sus deberes, cada día también mayores, desde que en el ánimo de la mayoría ganan terreno las buenas ideas acerca de la educación y de la enseñanza.

Son imposibles ya los maestros apáticos, es decir, los malos maestros. Y no comprendemos cómo, allí donde los haya de esta clase, no despiertan de su letargo, no sacuden la rutina, no experimentan un verdadero placer en el ejercicio de sus funciones; no toman interés por la enseñanza, no hallan atractivos en el estudio de las materias que tienen que comunicar, pues que entonces adquirirían gusto por la profesión, se aficionarían a ella, se harían comprender mejor de sus discípulos, las explicaciones sin dejar de ser claras, serían sencillas, serían enérgicas y hasta elocuentes. Esto último entiéndase en el buen sentido de la palabra, es decir, insinuantes, persuasivas, sin monotonía, pero sin arrebato, cautivando la atención de la niñez, sin necesidad de alardes oratorios, que en este caso serían siempre ridículos.

Adquirir, pues, un conocimiento verdadero, exacto y extenso de las materias que abraza el programa; aprender la manera de comunicarlas con feliz éxito a los niños, es decir, de modo que puedan hacer de ellas útiles aplicaciones; poseer cada uno de los ramos que comprende la primera enseñanza bajo los diversos puntos que deba mirarse, según las localidades; evitar caer en la rutina por la tibieza o el indiferentismo, repitiendo siempre lo mismo y hasta con los mismos defectos cometidos una y otra vez; manifestar y probar prácticamente que hay un santo y decidido interés en mejorar lo presente, realizando cada día nuevos progresos y verdaderos adelantamientos en los niños, a los que también prácticamente se ha de amar no con la boca, sino con el corazón; mostrarse digno y enérgico, pero con la dignidad del sacerdote y la energía del deseo de no variar por nada ni por nadie en el camino del bien; hacer amena y recreativa y fácil y sencilla la enseñanza, y hacerla amar y desear de los niños; creemos, sin negar lo trabajoso y difícil de las tareas escolares, creemos, volvemos a decir, que son principios tan claros y evidentes como de fácil adquisición hasta para los de menos disposición intelectual, siempre que aspiren no ya solo a mirar como deben por el buen nombre del profesorado, sino siempre que aspiren a hacerse amar del pueblo en que viven, de las autoridades que los vigilan y protegen, y lo que es más, siempre que aspiren a vivir tranquilos y con mayor suma de bienestar.

Expuestos, aunque ligeramente, los principios a que debe atenerse el maestro respecto a él mismo, nos ocuparemos otro día de los que debe también poseer y practicar respecto a los niños y a las asignaturas del programa.
J[osé] C. Clemente


MEDIOS DE ESTABLECER EL ORDEN MATERIAL EN LAS ESCUELAS.

Por P[ablo] J. Vidal (uno de los redactores del periódico El Magisterio y secretario de la Junta de Instrucción Pública, cuyo presidente fue primero Juan Miguel Jimena (1857) y luego al menos en 1860 y 1861 Enrique de Cisneros y vicepresidente Remigio Adán; desde 1857 a 1861 al menos fue secretario Pablo J. Vidal)

El Magisterio, t. IV (¿julio? de 1864), pp. 163-167

Es indudable que desde algunos años a esta parte, la instrucción primaria en nuestro país ha entrado en una vía de mejoras y de progresos en la que continúa avanzando, aunque lentamente, con bastante perseverancia, para satisfacer los deseos de todos los espíritus atentos a su marcha y que se interesan en su desarrollo.

Entre los muchos e importantes medios que han contribuido a colocar este ramo a la altura que se encuentra, han sido los conocimientos pedagógicos y su oportuna aplicación por jóvenes e inteligentes maestros, llenos de fe y entusiasmo en difundir y mejorar prácticamente la enseñanza. Nadie ignora que esto es una obra difícil, y que a veces se presentan tales obstáculos que se necesita toda la fuerza de voluntad para superarlos. Sin embargo, suelen exagerarse también, y de esto es de lo que vamos a ocuparnos con nuestros apreciables lectores.

Oímos decir con frecuencia a los maestros que no es posible establecer el orden material en las escuelas a causa de la falta de exactitud y asiduidad constante en la asistencia de los discípulos; objeción que en nuestro humilde juicio no tiene todo el valor que se le atribuye; y, en prueba de ello, como trataremos de demostrar, el conocimiento del mal, si es que existe, se halla felizmente acompañado del remedio más eficaz, no faltando de parte del maestro más que la voluntad en aplicarlo.

En una escuela bien organizada, la falta de regularidad en la asistencia de los discípulos no puede ejercer la menor influencia en la marcha sucesiva de las lecciones. Lo que sí hará en todo caso será perjudicar a los progresos no solo de los que cometen largas y numerosas ausencias, sino que también al adelantamiento de los más asiduos; esto es evidente y reconocido. Pero, aun cuando sea así, esta circunstancia no debe influir en la regularidad de los ejercicios, toda vez que la escuela tiene que funcionar lo mismo con la presencia de mayor o menor número de discípulos.

La inexactitud y la tardía llegada de estos a la escuela no debe tampoco influir en la marcha regular de las lecciones; y, sin embargo, suelen decir algunos maestros: "¿Cómo es posible dar las lecciones con regularidad cuando los discípulos no están al abrirse la escuela, antes al contrario se presentan a todas las horas del día, y sin embargo los padres quieren que sus hijos reciban todas las lecciones como si hubiesen concurrido con exactitud?"

Fácil nos será contestar a tales objeciones. Antes de pasar más adelante, conviene observar que la falta de exactitud de los discípulos no es en parte otra cosa que el resultado de antiguos hábitos que la enseñanza misma de las escuelas ha contribuido a extender y propagar. Antes de que la instrucción primaria hiciera los progresos que ha realizado en nuestros días, cuando los antiguos maestros no conocían apenas más que el sistema individual, y daban, digámoslo así, tantas lecciones como discípulos había en su escuela, los padres no tenían necesidad de incomodarse en mandar a ella sus hijos. El niño que era perezoso o se retardaba o no volvía a la escuela sino después de algunos meses no causaba el menor daño ni turbaba en nada el orden de la clase; el maestro le tomaba la lección en el estado de conocimientos en que le encontraba, siendo por lo tanto el discípulo el único que sufría las consecuencias de su falta de asistencia.

El sistema mutuo, en tanto que estuvo en boga, tampoco cambió en nada esa costumbre en las escuelas donde se hallaba establecido. Hallándose con este sistema todos los discípulos divididos en grupos de ocho o diez según la altura de conocimientos, cuantos más eran los discípulos, mayor era el número de grupos de aptitudes diferentes; así que en cualquiera época del año que el discípulo entraba en la escuela o volvía a ella después de una larga ausencia, encontraba inmediatamente un grupo apropiado a su estado de instrucción, donde podía colocarse sin inconveniente para él ni para los demás. De consiguiente, en estas escuelas no había jamás motivo para obligar a los padres a que cuidasen de que sus hijos las frecuentaran con exactitud. En prueba de ello y de la influencia que ejerce el sistema de enseñanza tocante a este punto, nos bastará citar haberse observado que en las escuelas simultáneas o mixtas las faltas de asistencia de los discípulos no son, en igualdad de circunstancias, la tercera o cuarta parte que en las otras; de lo que se deduce que el sistema mejor será aquel que ordene y exija más imperiosamente la asistencia asidua a la escuela.

Concíbase además el que algunos padres puedan tener la pretensión de imponer su voluntad en las escuelas privadas, donde el maestro es, como si dijéramos, árbitro de hacer lo que aquellos quieren, lo cual no deja de ser uno de los grandes inconvenientes de esta clase de establecimientos, efecto de la posición recíproca de los padres y de los maestros. Estos se hallan completamente bajo la dependencia de los primeros, quienes, prevalecidos de lo que les pagan, se creen con derecho a exigirles todo lo que quieren, amenazándoles a veces hasta con mandar sus hijos a otros profesores si no ceden a sus exigencias. Esta dependencia de los maestros privados respecto a las familias es una de las grandes dificultades de su posición; sin embargo, no es tan insuperable que no pueda triunfarse de ella.

Pero en las escuelas públicas las objeciones fundadas en la inexactitud de los discípulos y de las pretensiones de los padres se desvanecen completamente ante un severo examen de los hechos. Hay o tiene que haber al menos un reglamento al que el maestro debe sujetarse y que no es menos obligatorio para las familias que para los discípulos. Los caprichos de los padres y el deseo de imponer su voluntad a los maestros deben ceder ante un deber que obliga a todos. No se diga tampoco que su descontento podría hasta conducirles a retirar sus hijos de la escuela; semejante temor sería exagerado: los padres no pueden apartarles de su establecimiento sino para colocarles en otro, y esto solo puede tener efecto en aquellas poblaciones numerosas que por lo mismo cuentan muchas escuelas entre las cuales se puede elegir; pero aun así la elección es demasiado restringida para temer ese retraimiento, sobre todo si la escuela está dirigida por un profesor celoso y entendido.

En los pueblos donde los niños podrían ser mas fácilmente retirados de una escuela para colocarlos en otra sucede que por lo general son todas gratuitas; en cuyo caso no existe el inconveniente indicado, porque la autoridad municipal ejerce su acción en los niños que a ellas concurren; y los padres no pueden menos de sufrir la ley porque se rigen, lejos de imponerles la suya.

En cuanto a los pueblos rurales, que constituyen la gran mayoría de la nación, donde existen dos escuelas para los niños de un mismo sexo, son tan cortos en número que no merece siquiera el que nos detengamos en discurrir sobre casos casi excepcionales. En todos los demás no existe más que una escuela pública para cada sexo, y a veces hasta suele ser mixta, donde concurren uno y otro con la separación debida. En ambos casos se concibe el gran inconveniente para que los padres, cediendo a sus impulsos, se decidan a retirar sus hijos de la escuela del pueblo donde viven para mandarlos a la de otro por inmediato que estuviese.

En lugar, pues, de decir que la falta de exactitud en la asistencia de los niños a la escuela es un obstáculo para la regularidad de las lecciones y de los ejercicios, sería más exacto el que se dijese que en muchos casos la poca regularidad en la enseñanza es efecto de la interrumpida asistencia de los discípulos. Si estos ven que el maestro se halla ausente cuando las lecciones deben empezar; si estas lecciones no se verifican todos los días con regularidad a la hora precisa; si por el menor motivo el maestro se dispensa de alguna de ellas o la reemplaza por otra; si los ejercicios no se prosiguen con la mayor exactitud, acortándolos o prolongándolos, sustituyendo este a aquel sin más razón que el capricho del maestro, o porque no se haya preparado convenientemente, ¿cómo puede convencerles de que la exactitud es una cosa necesaria por parte suya? Persuádanse los maestros que, tocante a este punto, lo principal es que den el ejemplo. Si existe en su escuela un reglamento interior, deben observarle escrupulosamente; si no le hay, deben formarle. El maestro inteligente y celoso encontrará siempre en él un apoyo, con tal de que le observe fielmente. Si cumple con todo lo que le prescribe, absteniéndose de todo lo que le prohíbe, entonces, viendo los discípulos que pesa igualmente sobre ellos que sobre aquel, y que éste es el primero en conformarse con sus prescripciones, no se les vendrá siquiera la idea de sustraerse a sus deberes. Además tendrá derecho a exigir su más estricta observancia y, al exigírsela, podrá emplear esa firmeza sin la cual no es posible sostener la disciplina; esa firmeza tranquila y serena tan distante de la violencia y del rigor como de la debilidad y excesiva indulgencia, que sabe hermanar la dulzura con una justa severidad, que no toma la inflexibilidad como un ensayo de fuerza, sino que, sabiendo condescender con las debilidades y ligereza propia en la tierna infancia, no cede al llanto, a las importunidades, ni da el mal ejemplo de reiteradas concesiones, autorizando en cierto modo todas las infracciones con amenazas cuya ejecución, sin cesar anunciada, sin cesar es diferida.

Las reglas que se establezcan para la admisión y frecuentación de la Escuela no es sin embargo más que una parte de lo necesario para que marche con la debida regularidad. Una distribución del tiempo y del trabajo, precisando las horas en que deben empezar los ejercicios y su duración, es otra de las condiciones indispensables para el buen éxito. Cuando los padres y los discípulos vean que el maestro es el primero en concurrir a la escuela, que las lecciones se verifican en los días y horas indicadas de antemano, que empiezan y concluyen en el momento preciso, sin que ninguna razón dependiente de la voluntad del maestro contribuya a que se anticipen o retarden y que jamás un asunto personal no le hace concluir antes de tiempo, en una palabra, que da el ejemplo de la exactitud en todo, comprenderán cuán en vano sería esperar el que pudiera darles una lección que no hubiesen recibido con motivo de su ausencia. Los discípulos, viendo todos los dias al maestro empezar la clase o las lecciones a la hora designada, cualquiera que sea el número de los presentes y de los ausentes, serán los primeros en reconocer que se hallan en la imposibilidad de comprenderlas si no han asistido a ellas o estado presentes al empezarlas.

Por esto una buena organización del tiempo y del trabajo es de la mayor influencia, particularmente si el maestro sabe interesar a sus discípulos. Si, en vez de distraerse en abstracciones y generalidades, pasa a hacer aplicaciones; si da ejemplos más bien que definiciones, conduciendo a los discípulos de la observación de los hechos a las reglas y a los principios, en vez de empezar por estos últimos; si sabe demostrarles la utilidad de lo que les enseñe por el uso que pueden hacer en el mundo; si además vivifica su enseñanza variando los ejercicios y excluyendo la monotonía, entonces los niños tomarán placer y gusto en el trabajo; y este gusto, una vez contraído, no es probable le pierdan jamás. Y si por los medios que indicamos u otros el maestro ha conseguido interesar a los niños por la instrucción, ellos mismos darán prisa a sus padres para que los manden con regularidad a la escuela.

La adopción, pues, de un reglamento y la distribución del tiempo y del trabajo bien determinados, ambos rigurosamente observados por el maestro y apoyados de algunas medidas tomadas por la autoridad los cal para obligar a los niños a que frecuenten las escuelas a las horas prescritas, son los principales medios que deben emplearse para establecer el orden material en ellas; y se conseguirá a pesar de todas las influencias que pudieran oponerse.

P. J. Vidal.

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