jueves, 31 de marzo de 2011

Ensayo de definición

A estas alturas de la vida, y si uno no es tonto, debería tener al menos una idea sobre quién es. Por lo general, lo que tienen los jóvenes es una idea de quién podrían ser y los frustrados del ser que pudieron y no son. Por mi parte, tendría que ver cuánto de lo que me propuse, si me propuse algo, he conseguido, y cuanto no, y si debo conformarme con ello porque ya no hay tiempo para más o todavía la vida puede depararme más cosas. 


En realidad me siento dividido: si miro adentro encuentro un ropero lleno de diversos trajes o identidades que a veces asumo, ninguna de las cuales soy a tiempo completo. Uno es un monje franciscano. Otro un periodista revolucionario liberal español decimonónico que tiene mi misma cara y llamaron Félix Mejía. Otro es un escritor posromántico lunático al que sin duda encerraron en lo que en la época denominaban un nosocomio o casa de salud, al cuidado de médicos alienistas. Hay también un profesor que se tira de los pelos, un erudito pobre, un padre insuficiente y, por último, un clochard, homeless o sin techo que duerme donde los pies le llevan.

No es mucho, pero me doy por satisfecho. Como es natural, todos estos individuos tienen algo en común, la barra del perchero donde se cuelgan. 

2 comentarios:

  1. magnífico amigo Romera: nuestra fuerza procede sólo cuando somos conscientes de nuestras limitaciones

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  2. En la estela

    Recuerdo la película La cruz de Hierro de Peckinpah, donde al conocerse los dos antagonistas, el aristrócata prusiano dice que con tanto lío no sabe exactamente como es, a lo que el suboficial, salido del pueblo llano, le contesta algo así: llega un momento en la vida de un hombre en que, si no se miente, lo que uno piensa de si no anda muy equivocado de lo que es. Gran película.

    Uno es pequeño, siempre lo supo, pero guarda en sí las esencias más demandadas en el mercado, también lo supo. Capaz de grandes cosas, el terreno de juego se me queda pequeño, y, en cambio, cuántos entrenadores me dejaron chupar banquillo. No es rencor, es incomprensión, como aquel supuesto entrenador de futbol que se propuso durante un partido en casa sacarnos a todos a jugar y se olvidó de mi. Cuando un compañero iba a repetir, le tuve que avisar y puso cara de lo que era. Catorce años.

    Al principio, uno fue ambicioso, asaltaba el camino más que seguirlo, las sensaciones eran las generadoras de emociones. Un buen día, repetido como tantos otros, me inventé una guerra en el patio del colegio. Nos aburríamos y los más menudos habían encontrado losas de mármol bajo la tierra. Lo amontonaban y pasaban el rato. Organicé una pequeña compañía, cuya misión era robar el "oro" y hacer que nos persiguieran para quemar energías. Pusimos reglas, no puños, no golpes, horarios para el inicio y fin de las hotilidades. Durante meses, varios cursos, la cosa funcionó. Estratifiqué la banda, yo, el general marrana (creo que vino por algún film tipo Viva Zapata), mis lugartenientes, uno de acción, mi guardaespaldas, otro estratega, más alejado de las obligaciones bélicas y tres o cuatro más. Los críos se organizaron y buscaron a mi hermano, en último curso, quien con otros dos dividieron en tres la numerosa legión de enemigos. LLegamos a usar cruces gamadas de cartón, modeladas en casa, pero eso no funcionó, el oropel es estúpido y lo supimos pronto.

    Trazábamos estrategias de evasión ante un ataque combinado, dábamos un número a cada punto de reunión, y cuando nos copaban, yo gritaba el número en cuestión, nos abríamos paso, corríamos para dejarles atrás, y nos reagrupábamos.

    Un chico, más bien gordo, se encargaba de mi en los enfrentamientos. Acabó por aburrirme, siguiendo órdenes se pegaba a mi y dado que las reglas impedían golpear, me resultaba imposible deshacerme de él (las reglas están para algo). Me atrapaban y me llevaban al tercer piso. Allí uno de los mayores me custodiaba, mientras los demás se escalonabam para impedir a los míos el rescate. Tras unos minutos, indefectiblemente, mi lugarteniente de combate me liberaba, agarrado a los pies de alguno y cerrando el paso con el cuerpo al resto. Escapada y vuelta a empezar. En una ocasión, el lugarteniente se emocionó y, aunque no hubo golpes, tenía a uno de los mayores cogido del cuello contra la barandilla. Los vi en el instante en que otro de los mayores le tumbaba de un puñetazo ante el peligro evidente. Tras auxiliarles, pues uno sangraba y el otro tosía con fuerza, bajamos juntos las escaleras, despacio, diciéndoles a cuantos combatientes encontraba, lo mismo que les había dicho a estos tres: que se había acabado, que uno había dejado de ser el general marrana. Al salir del bloque se esfumó aquel divertimento que me enseñó tantas cosas. Trece años.

    Explico esto porque creo ser un renunciador a saltarme las reglas, a veces, me molesta, pero no siempre es así.

    En la última escena de La cruz de hierro, ambos antagonistas, en lugar de matarse entre si, salen a combatir al enemigo. El aristrócata, deseoso de medallas, dice: Le enseñaré cómo lucha un oficial prusiano, ante lo que el suboficial afirma: y yo le enseñaré donde crecen las cruces de hierro. Tener sangre azul después de haber tocado el suelo. Treinta y tantos.

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