sábado, 18 de julio de 2009

El efecto Ripley

 Al igual que la Paradoja de Abilene, los políticos, que poco saben de sociología, suelen ignorar el Efecto Ripley o gota de agua, que se prodiga principalmente por organizaciones viejas y por los gobiernos dizque representativos. Se trata de un aumento de la incompetencia general causado directamente por la incompetencia de un jefecillo o líder, en nuestro caso un peporro. Todo el mundo sabe lo que es el efecto físico: si se tira una piedra a un estanque, el agua se arruga formando ondas de manera uniforme hacia el exterior desde el punto de choque con la piel del agua. Esto sugiere que una acción (o decisión) aplicada en un punto central tendrá a lo largo del tiempo reacciones crecientes y generales hacia fuera. Sugiere, además, que estas acciones o decisiones, correctas o incorrectas, se llevan a cabo.

El efecto Ripley, sin embargo, es un síndrome relacionado con la incompetencia y se relaciona con el principio de Peter, según el cual todo empleado asciende hasta que alcanza su nivel de incompetencia; se reconoce ese nivel porque el sujeto no hace nada o se deja llevar, simplemente, dejando que la situación se deteriore irremisiblemente; si este principio resultara ser general, estaríamos gobernados todos por un hatajo de imbéciles, cuya imbecilidad máxima consistiría en el mal del siglo, lo que los castellanos llaman gilipollez, esto es, ser imbéciles e inútiles al mismo tiempo e incluso pregonarlo y estar mucho orgullosos de serlo; el efecto Ripley lo ilustra, por ejemplo, esa enfermera de noche que despierta a un paciente a las dos de la madrugada para darle una pastilla para dormir o el político bienintencionado que compra portátiles a los profesores en vez de pizarras virtuales para las clases (favoreciendo de paso el negociete de informática de alguna empresa (Eductrade) asociada a empresas informativas que favorecen a su partido. Esto es, el pensamiento y la teoría y la abstracción no se aperciben de las situaciones reales y pragmáticas y concretas, y las disposiciones del gobierno central se aplican hasta cuando han dejado de ser útiles o de tener sentido en situaciones concretas, por mero mecanicismo, por mera inercia, por mera torpeza, porque pensar se antoja peligroso y cualquier novedad práctica aparece como insólita ante el todo generalizador. Es el tipo de antipensamiento burocrático, estólido y contumaz, que impregna las oficinas de gobierno. Pensar se antoja, en realidad, malas caras y riesgos o peligros para el que podría hacerlo. Siempre es mejor ceñirse a las instrucciones y a la práctica establecida, a la rutina, hablando en plata. Mejor aún, evitar cualquier pensamiento y acción para retrasar o provocar nuevas investigaciones, comités y audiencias. Eso importa más que la resolución del problema. Es una forma especial de estreñimiento mental: el funcionario está no para solucionar problemas, sino para crearlos, no está para servir, sino para obstaculizar: el funcionario no funciona, calienta la silla y estudia el escalafón. Lo describió ya Unamuno en un cuento, Revolución en la biblioteca de Ciudamuerta. En estas maneras de pensar se llega a extremos grotescos: oí a un funcionario de limpieza de una escuela proponer que se cortaran los árboles para que así no tuviera que recoger las hojas. Siguiendo con esa manera de pensar, que quiten los cuadernos, ya que también tienen hojas, y que lo quiten a él, ya que no hay necesidad de limpiar hojas.

El efecto recibe su nombre del general James W. Ripley, jefe de munición de Abraham Lincoln durante la Guerra de Secesión, cuya suma incompetencia fue una mina para avispados banqueros como J. P. Morgan, quien se valió de ella para vender fusiles inútiles del ejército al mismo ejército, claro está, más caros. Sin embargo, hubo casos de milicias locales que prefirieron comprar los fusiles directamente más modernos, a fin de librar a sus hombres no solo de las balas sudistas, sino de algo mucho más peligroso, la incompetencia del gobierno nordista. Inversamente, como los efectos desastrosos están lejos del centro, es casi imposible corregir dichas disposiciones, y eso se debe a la falta de democracia de la democracia misma; los políticos se encuentran lejos de las orillas y no comprueban, ni a menudo entienden siquiera, los resultados funestos y dolorosos de sus medidas incompetentes y no utilizan tampoco algo tan democrático como la Internet para ser criticados con sus gobernados (algo parecido le pasó al mandatario Benedicto XVI en sus primeros años de administración); prefieren cualquier sencillo informe a un batiburrillo de voces críticas y disconformes, en cuyo seno se encuentra siempre la compleja, ruidosa e incómoda realidad.

Así pues, cuanto más centralizador es el gobierno, peores son las leyes (aunque menos corruptas, todo hay que decirlo)  y, como quería el anarquista norteamericano Thoreau, el mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto (o se gobierna a sí mismo). Por extensión, dos gobiernos centralizadores con idéntica jerarquía y el mismo territorio son algo mucho peor, o tan malo, como dos religiones intolerantes en un mismo país, y no se ve cómo pueda ser algo así posible, por ejemplo, en Israel, Bosnia o Ruanda. La India se escindió por esa causa; no es preciso recordar la frase de Voltaire en el sentido de que una religión es insoportable en un país, dos causan una guerra civil y cuando hay treinta, hay paz y prosperidad. Por otra parte, cuando tan costosas son las empresas colectivas -el descifrado del genoma humano, la reconversión industrial a energías renovables, la redistribución de la pobreza mejor que de la riqueza, la derrota de las enfermedades, la comprensión y posible reducción del cambio climático, el analfabetismo, la pobreza y el hambre, el desarme absoluto- se impone la necesidad de una autoridad central fuerte que pueda tomar decisiones que los políticos locales, comparándose sus cositas en el urinario del patio de la guardería donde se apedrean y tiran caca con la mano, son incapaces de tomar. ¿Por qué no se puede tomar la medida colectiva y global de emplear el presupuesto de armamento mundial en combatir el hambre, y rebajar en un porcentaje significativo todos los presupuestos militares del mundo con ese fin? ¿Quién se opondría a ello?

Ah, ya caigo, la otra cara del efecto Ripley: el miedo, la estupidez, el diablo o como queráis llamarlo. Tiene muchos nombres.

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