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martes, 21 de octubre de 2014

Homenaje a Jerónimo Anaya

Se va a jubilar Jerónimo Anaya, uno de los pocos hombres integérrimos que nos quedan. Solo la enfermedad ha podido con él, pero la verdad es que ya se merecía descansar. Comparto con él un latoso maldormir, y maldormía yo la madrugada cuando se me vino a las mientes el primer cuarteto de este soneto que voy a dedicar a su memoria, porque solo es memoria la de la gente que gusta recordar:

De Jerónimo tengo que deciros
que se pasó la vida trabajando;
su oficio fue estar siempre ayudando,
sin concederse tregua ni respiros.

De do viniesen le dio igual los tiros:
sin ambición, con humildad, fue andando
el áspero camino en que enseñando
el más justo ganó de los retiros.

Poeta, cervantista y quevediano
nos regaló en sus versos simpatía,
y recogió en su patria, que es la mía,

romances de muy limpio castellano:
de su tierra sacó literatura
y nos la dio con toda su frescura.

martes, 19 de agosto de 2014

Dudas históricas sobre la existencia de Francisco Franco

En esta época nihilista, donde se ha dudado de la existencia de tantas cosas, desde los genocidios judío y armenio a la del mismísimo Jesucristo, y donde incluso es posible poner en duda la corrupción de los políticos (así lo hacen los telediarios oficiales sin parar), donde se puede dudar hasta de la muerte de Elvis o de Michael Jackson, ese hombre ni negro ni blanco, ni vivo ni muerto, ni hombre ni mujer, ni niño ni adulto, ni inocente ni culpable, me parece insólito que no se haya sospechado ni un momento sobre la más que probable inexistencia de Francisco Franco. En el XIX, incluso un honorable arzobispo luterano de Dublin, Richard Whately, además autor de un severo tratado de lógica, se empeñó en negar la existencia de Napoleón y reducirla a un bulo creado por las gacetas. Sin embargo, de Franco se ha sospechado incluso que tenía un doble y no resulta raro habida cuenta de que toda la nomenclatura del régimen y sus mismos parientes o emparentados, empezando por el marqués de Villaverde, dependían de él y estaban interesados en que durara sin gastarse más de lo legítimo, por la gracia de Dios o sin ella, dejando su efigie en los sellos y en las monedas para garantizar los dividendos que a toda esa corruptela daba la finca España. Nunca se le dejó salir del país ni nunca le tomaron las huellas dactilares; es más, según se ha confirmado gracias a la aparición del censurado historial médico, es seguro que no llegó a superar la pancreatitis que lo tumbó en Burgos la última semana de junio de 1938, haciéndole fallecer el día 27. No hubo más remedio que tapar la cosa para evitar que se dividieran las fuerzas nacionales cuando estaba a punto de caer la República, aislada por unos aliados ansiosos de tener el mismo suministro de wolframio que Franco daba a los alemanes. 

Lo sustituyó, para no dar lugar a sospechas, un doble que no había desempeñado hasta entonces esa labor, un teniente, Alfredo Cruz Oropesa, nacido en Cuba y criado en Orense, que era casi un clon del Generalísimo, pero algo más propenso a acumular kilos, destinado desde hacía siete años en la embajada de España en Portugal. Se sabía que nadie, fallecidos Mola y Sanjurjo en accidentes de aviación, estaba dispuesto a asumir un mando tan espinoso, y el inventor de la patraña, el turbio ministro Ramón Serrano Suñer, cuñadísimo de Carmen Polo, logró montar la impostura sin que se enterara el estado mayor y el no menos turbio y suspicaz monárquico Pedro Sainz Rodríguez, quien estuvo muy cerca de averiguar el entuerto cuando empezó a frecuentar a una prostituta de que era asiduo servidor el teniente; Serrano se enteró y lo destituyó antes de que cascara la muchacha con el pretexto de haber usado el coche oficial para ir de furcias, y mandó a la chica con la boca grande adonde nunca más se supo. Carmen y el suplantador durmieron en camas separadas hasta el fallecimiento de el impostor, inverosímil solo para su mujer, para quien su actuación nunca pasó de pobretona. Sobre su labor al frente de la horaciana nave del estado se ha discutido mucho, pero en balde. Es cierto que nunca permitió que se rompiesen las relaciones con Cuba, pues él mismo era cubano y pariente lejano de Fidel Castro, algo que seguramente Castro no ha llegado nunca a saber, ni posiblemente creería si se enterase; gracias a los datos cuya fuente más abajo referiré, es posible deducir que soñaba con que Cuba se reintegrara a España como podrían reintegrarse las dos partes de la Alemania dividida, algo que le regocijaba también secretamente por lo mucho que jorobaría a los americanos. Es más, algunas circunstancias me obligan a pensar que no fue un títere de Serrano Suñer, porque no se metió en política ni se dejó dominar por la Falange. Por otra parte, el único que se enteró de la superchería, fuera de la propia Carmen Polo, a quien dejaba mano larga en las joyerías de Madrid, fue el general Agustín Muñoz Grandes, que se encontraba en el domicilio de Franco visitándolo cuando tuvo lugar el óbito; Carmen llamó por teléfono a Serrano antes de dar la noticia y le mantuvieron la boca cerrada con diversas prebendas y sobornos y mandándolo a Rusia con la División Azul, hasta que falleció en 1970, cinco años antes que el dictador. Nada pudo sospechar el gobierno republicano, nada el partido comunista, nada siquiera los distintos gobiernos del régimen. Solo se empezó a destejer la maraña cuando, con motivo de la investigación sobre los fondos de oro judío incautados en Suiza al fallecimiento de Ramón Serrano Suñer en 2003, aparecieron en uno de los depósitos los cuadernos autógrafos del diario de Muñoz Grandes, una parte de cuyas fotocopias he podido consultar para elaborar esta nota, bajo la expresa advertencia de no reproducirlas. Sus dueños nunca lo permitirían. Pero yo pensé que, si lo pusiera por escrito en este blog, los demás podrían leerlo como ficción en un contexto de blogger como este, y no habría peligro de que se impugnaran herencias o se torcieran los intereses anudados al caso. Después de todo, ¿quién se iba a creer una superchería como esta?

jueves, 5 de junio de 2014

Lo que me encontré al despertar

Cuando esta mañana me levanté a las cinco de la madrugada me encontré un fantasma en el pasillo y lo ignoré porque tenía en mi escritorio mucho trabajo por hacer. Él debió pensar lo mismo, porque desapareció, no sé si por una puerta, porque no las requieren. Si tenía él también tareas pendientes, no sé; no habrá mucho en qué entretenerse en el más allá, donde debía estar dos veces muerto, la segunda de aburrimiento. Una gente tan pálida y discontinua debe soportar mucho tedio en tal no lugar y no debe terminar de adaptarse, de forma que les da por volverse ficticios asomando de vez en cuando por el más acá. De hecho mi abuela y yo solemos hacer lo mismo cuando las horas se hacen largas y husmeamos por el más allá con ouijas y demás sortilegios inventados por gente con dos cuernos y dos rabos. Supongo que los fantasmas debe ser gente tan aburrida que pasa de un plano de realidad a otra como un adulto hastiado salta cuánticamente de un canal a otro en el mando electrónico. Pero quizá estaba un poco adormilado y lo que vi era solo mi imagen reflejada en el espejo del pasillo. También podría tener que ver lo que le suelen echar al jarabe de la tos que estoy tomando. Sea como fuere, y tomando por hipótesis razonable que yo sepa qué soy yo, me vi doble. Aunque quizá baste creer que la muerte es un espejo y todos tenemos que hacer de Alicias alguna vez en la vida, y más ocasionalmente en la muerte, para mejor pasar el rato. Después de todo, solo duramos un rato. Como los fantasmas.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Del Desagradable. Y corrección.


Del blog El Desagradable:

"Aquello que no se suele decir pero van descubriendo aquellos que se hallan en la tesitura de tener que necesitar a otros:

Nadie le importa nada a nadie".

Y eso que es un blog de humor.

Pero la experiencia me demuestra, al menos en el caso de mi mujer, que ella sí que importa, y mucho, a los demás. Porque ha demostrado con hechos que los demás le importan a ella, y no solo con palabras. Así que, sencillamente, el amor y la dilección es solamente una cuestión de intercambio de karma. Quien da mucho, algún día  necesitará mucho. Así que habría que reescribir la frase:

Las promesas no le importan nada a nadie. Porque el amor es cuestión de práctica, no de teoría.

En el amor no importa la teoría, tan solo la práctica.

domingo, 3 de marzo de 2013

El más viejo del barrio.

Nos reunimos todos en la plaza de la iglesia a esperar qué sé yo; dicen que por debajo había un camposanto, que desenterraron huesos cuando levantaron su pavimento para enlosarlo. Es lógico; siempre había camposantos a diestra de las puertas principales de las iglesias. Nosotros ganamos el lugar y contendemos estas tardes lúgubres por ganar el título de más viejo del barrio: sabemos la quinta de cada cual, nadie nos puede engañar; pero es difícil llevar la cuenta de los que fallecen; algunos no aparecen, se dan por difuntos y luego salen de cualquier pueblo hacia donde los llevaron sus parientes o los ingresan y nada más se supo. 

En estos lugares uno se hace experto en nimiedades. Todo está lleno de pájaros, porque se comen el arroz de las bodas a la puerta de la iglesia, las migas de pan de las meriendas de la escuela y los restos de chuches que suelta el kiosko. Los gatos lo saben: por eso se aprestan debajo de los coches y esperan a que baje el gorrión, cuando cae la noche, para dar su zarpazo; como ellos son listos, apenas se acercan, y ponen sus nidos donde no pueden subir. 

Tengo ya setenta años y mi amigo el filósofo del barrio, que nos hizo la faena de morirse ayer, dijo que el mundo tal como es no debía ser y el mundo como debe no existe ni puede existir: por tanto, nada tiene sentido. Mi amigo el filósofo del barrio, que en paz descanse ahora, es un plasta y un nihilista, como mucho con los que me junto. Son un encanto: cuando estás en un agujero, o (no) son partidarios de nada o lo son de tomar la pala y a-cavar más bajo. Se limitan a esperar, y no a que te saquen de ahí, sino a que un derrumbe nos sepulte; podrían ser coherentes y pegarse un tiro, pero no, siempre se agarran a su última esperanza, esos quasinihilistas. Pero yo los defiendo, aunque solo sea porque me siento como ellos y porque me duele el tiro que no se dan; ese de los quemados a lo bonzo o arrojados por el balcón, que está muy feo; la gente no debía entristecerse tanto; ya sé que la programación de TV no consuela y que han fracasado los que nos divierten de una manera clamorosa. Que ni siquiera payasos como Berlusconi o Grillo nos hacen ya reír; que no hay otra cosa en la radio, en las conversaciones y en la prensa que fútbol y crisis. Y que no hay tampoco nada en la nevera, cortada además la luz por falta de pago. ¿Llamaremos al Teléfono de la Esperanza? Se me olvidaba, lo cortaron ayer. Y está oscuro: no podemos ver el número en la guía. No valgo para pedir, estoy ya muy viejo para andar, no tengo memoria para acordarme de la dirección de parientes lejanos que ya no se acuerdan de mí y que ni siquiera se acordaron de invitarme a su boda. Estoy solo, terriblemente solo, desde que murió mi amigo el filósofo, desde que murió mi mujer, desde que murieron mis hijos, desde que me mudé a esta ciudad inhospitalaria y sin fiestas. Y la espera se me hace demasiado larga. Después de todo, nadie lo lamentará. Ni siquiera sinceramente.

lunes, 1 de octubre de 2012

Materia oscura

Sentía que todo se había concluido sin él y era la única pieza que no marchaba en una orquesta que sonaba para todos, pero no para quien había perdido el oído. Era un músico que no oía su propio instrumento, aunque podía tocarlo con corrección, e incluso componer con éxito. Y esa sordera manifestaba un defecto más general desde su infancia: escuchaba donde nadie podría querer oír, o ponía otras palabras en boca de los otros, o elaboraba pensamientos imprecisos y fugaces con vocablos formados por letras de rumores inextricables, sacados de rincones atestados, paredes locuaces, muebles gemebundos, ecos lejanos, ruidos nocturnos, murmullos de sueños, nieve de radio, escobas que barren; se perdía en medio de nubes, calles, mercados, hojas de árboles sonando, gotas de lluvia aruñando el aire borrascoso, vientos sin nada que decir, cañerías gorgoteantes, zumbidos de insectos ausentes. En suma, estaba de más, invisible como el aire, vacío como el hueco de la escalera, refractario como un aborto que no quiere dejar de ser, pero pesado por el lugar que ocupaba y el tiempo que gastaba, las palabras que salían de sus labios con un significado que no tenían pero debía repetir todos los días como una misa infame y sacrílega.

Y salía de esa materia oscura con un puñado cada vez más grande de moléculas farmacológicas menos luminosas, casi apagadas. 

sábado, 29 de septiembre de 2012

El principito, de Maquiavelo

¿Nadie ha reparado en esta lectura paralela que propongo, implícita en el fondo del libro? Se trata de leer El principito, de Antoine de Saint-Exupéry, como si fuese un contralibro de El príncipe, de Niccolò Machiavelli. Leído de esa forma, el libro tiene un sentido, una pureza y una amargura que tiran de espaldas. Si lo esencial es invisible a los ojos, el innominado príncipe de Maquiavelo insiste en que la apariencia es lo esencial.

viernes, 13 de abril de 2012

Charla

El Paseante se acerca temeroso y cohibido al recinto donde trabaja agachado y pensativo el Jardinero. Cercano el crepúsculo, está ya equilibrado el pulso entre luz y oscuridad y nada proyecta sombra.


P: Buenas tardes (en voz baja)
J. ...
P Buenas tardes (en voz algo más alta)
J Ya buenas noches (enderezándose). Lo había oído la primera vez, pero es que necesito tiempo para evitar el latigazo en la espalda... Un problema técnico del diseño evolutivo; ¿qué se le ofrece, joven?
P Venía a charlar con usted...
J ¿De jardinería?
P: Tengo entendido que mucha gente habla con usted, pero sobre cualquier tema, y usted nunca se niega.
J: No me niego, pero hay algunos que se niegan a hablar conmigo o simplemente lo evitan.
P: ¿Como en Booth at the End?
J. Algo parecido. Aunque ese señor no me puede ni ver. Creo que siente una vergüenza absoluta o, más bien, que no tiene ninguna. ¿Qué podría esperarse de quien siempre anda en el bar...? Bah
P: Muchos dicen que usted tampoco contesta...
J. ¿No le estoy contestando ahora a usted, hombre? Lo que pasa es que no quieren saber dónde encontrarme, o me tienen mucho miedo.
P. La verdad es que usted impone... pero yo lo he encontrado enseguida.
J. ¿Ve? Siempre estoy aquí. Sólo se trata de querer hacer las cosas bien, empezando por saber dónde mirar. 
P. Lo encuentro algo cansado.
J. Hace ya mucho de la única vez que pude tomarme algo de asueto. Todo estaba recién plantado, sólo cabía esperar y podía hacerlo. Ahora está muy crecido y salido de madre. No tratan bien mi plantío y lo poco que queda de él está lleno de pulgones y basura. Hasta las abejas se han muerto de asco y las flores no pueden volverse fruto. Ni mi hijo, muy hábil con las manos, ha podido levantar con unos clavos y unos maderos toda esa pérgola que ve ahí tirada, con las nuezas por los suelos. Se ha ensangrentado las manos y los pies, y nada. Dice que espere, que ya veré cómo termina el trabajo y lo bien que va a quedar, pero antes, por lo menos, había una hermosa colmena. 
P. Parece le gusta su oficio.
J. Me gusta, pero también me desilusiona; necesito que me echen una mano, como en la escena esa de la Capilla Sixtina.
P. Es difícil saber qué quiere.
J. ¿Pues no se lo estoy diciendo, carajo? ¡Que me echen una mano! Es muy fácil ser muy feliz, pero no es tan fácil hacer felices a todos. Verá: el truco es sentirse parte de algo más general y servirlo sin esperar retribución sino al más largo de los plazos. Para que el jardín mejore todo el mundo tiene que estar de acuerdo en la forma de servir para mejorarlo, y para eso todo el mundo tiene que mejorar también: se necesita mucho tiempo para que la gente se autosacrifique y se haya reencarnado lo suficiente como para aprender que es parte de un todo y te eche una mano; sólo cuando se llegue a ese extremo el jardín será perfecto y ni siquiera se necesitará a un jardinero como yo. Porque todos seremos ese jardinero y ese jardín.
P. (Atemorizado) Nunca lo había contemplado así. Y parece muy difícil.
J. Como todo lo que es fácil al final. Siempre es difícil al principio. Es que el Manual del jardinero que yo escribí necesita una tercera edición, breve y light, con los ajustes precisos para evitar malentendidos.
P. Y vaya malentendidos. ¡Menudo lío con las dos ediciones precedentes...!
J. No fue culpa mía; siempre me han entendido peor de lo que merezco.
P. Los árabes editaron un refrito-plagio de las dos ediciones anteriores...
J. Qué van a saber de jardinería los beduinos en el desierto... Hasta su escritura se parece al desierto. El desierto que han hecho con parte de mi jardín. Pero sobre eso no me pronuncio. Lo tiene que tratar la Sociedad General de Autores del Multiverso... cuando hayan terminado de limpiar sus cuentas. Debería darles vergüenza. De la vergüenza se aprende mucho. Adán lo aprendió. Aprended vosotros de él. 


(continuará)

viernes, 2 de marzo de 2012

Un hombre del montón

Cada día yo tomaba el tren hacia Almagro para dar clase en uno de sus institutos. Casi siempre éramos los mismos en la estación: gente que, por una u otra razón, trabajaba en un pueblo en vez de en la ciudad donde residía. Pero cuando uno lleva muchos días obedeciendo las mismas maquinales rutinas, algunas de ellas empiezan a alcanzar un relieve insospechado porque se vuelven irreales, inexplicables. Borges hablaba de un dragón chino que nunca había sido visto de lo raro que era, porque la imaginación china, que es mucha, como los chinos, no halló nunca con qué compararlo. Pues algo parecido me pasaba a mí con la anomalía; detecté su presencia en el tren poco a poco, por eliminación, quitando de aquí y allá preocupaciones fútiles y molestias diversas todos los días, hasta que me quedé a solas delante de ella, un hecho que echaba a perder con sus chillones colores toda la coherencia gris del cuadro en que consistía mi rutina diaria.


La anomalía fue aclarándose sobre un señor del montón, de unos cuarenta y cinco años, moreno, serio y circunspecto. Por supuesto, era uno más de los que íbamos todos los días laborables y no llamaba a curiosidad alguna salvo por la minúscula anomalía. Una anomalía cuidadosamente escondida en los pliegues de su rutina. Mucho tiempo lo estuve observando sin saber definir qué cosa en concreto me inquietaba tan vagamente sobre él. Y no conseguía precisarlo. Vestía de una forma anodina, como uno más. Incluso de una forma demasiado anodina, como si quisiera pasar desapercibido desempeñando un papel de bulto o comparsa por el teatro del mundo. Siempre hacía cosas correctas y normales. Pero al fin llegué a pillarle su ocultísima extravagancia, que me había pasado desapercibida por haber tomado la máscara camaleónica de una costumbre: siempre, cuando el tren llegaba a determinado lugar de una curva concreta, decelerando porque ya se encontraba próximo a la estación de Almagro, alzaba la vista de su periódico y la fijaba en un punto aislado del paisaje cercano. Siempre el mismo. Siempre en el mismo momento. Todos los días. 


Me fijé en su expresión. Era impávida; creí advertir en alguna ocasión un cierto brillo de más en su mirada, pero esa probable ilusión se apagaba enseguida, y el hombre volvía a leer su periódico imperturbablemente hasta llegar a la estación.


Perdí el sueño estudiando la molesta peculiaridad de la anomalía: en el paisaje nada llamaba particularmente la atención, ni siquiera una casa, un árbol, una alquería o un rebaño de ovejas. Pero el hombre siempre hacía lo mismo y en el mismo momento. Me senté detrás de él para intentar precisar mejor, sigilosamente, hacia dónde enfocaba su atención. Era un lugar al lado de las vías. Y decidí dedicar una tarde a inspeccionar más de cerca ese lugar de La Mancha, anodino e insólito sólo porque llamaba la atención constante de un hombre anodino e insólito.


El día llegó, bajé del ferrocarril y me dirigí por la vía hacia el sitio suprascrito. No había nada: el arcén de la vía, hierbajos, un poste de teléfonos, otros más lejanos de electricidad, tierras de labor roturadas y un montón de piedras de los que suelen hacer los labradores para despejar sus tierras y con los cuales a veces, para entretenerse, edifican esas curiosas construcciones llamadas chozos en La Mancha. Mi hombre del montón seguía siendo un hombre del montón, adocenado y vulgar, salvo por el misterio de su extraña costumbre, manía o compulsión, ya no sabía qué pensar.


Pero no debía ser así. Una noche tuve un sueño en que lo vi todo claro. Debía haber un misterio, debajo del montón de ese hombre del montón. Volví a la misma ubicación. Había demasiadas avispas y un cierto olor fétido en el cual no había reparado anteriormente. Empecé a quitar piedras y, poco a poco, al cabo de un rato largo de sudorosa labor, porque además se acercaba junio, vi asomar entre las piedras una mano osificada, cuyas uñas coloradas los lluvias no habían sido todavía capaces de borrar. Me quedé estupefacto.


El hombre del montón era en realidad una mujer del montón. 

miércoles, 22 de febrero de 2012

Epístola a Francisco de Aldana

Ilustre capitán, os ruego me permitáis dirigiros estas palabras que siempre he soñado poder haceros llegar, donde quiera que estéis. Me parece simbólico que nunca se encontrara vuestro cuerpo, como nunca se encontró el del monarca al que servíais, el perdido rey Don Sebastián. Quiero creer que os adentrasteis ambos en el místico desierto como unos nuevos Don Quijote y Sancho Panza y algún día retornaréis para fundar el Quinto imperio, como quería vuestro devoto súbdito Fernando Pessoa y el cortesano padre Vieira, como querían todos los portugueses desde Bandarra. A lo menos estaréis ahora más tranquilo, libre de tanto ajetreo militar como el que lamentaba agriamente don Garci Lasso, "tomando ora la espada ora la pluma", que buen caballero era, pues no hubo contienda donde no se hallara herido con el testimonio de su valor cuanto de su torpeza para hacer mal a nadie, aun infiel o hereje, cual pudiera decirse de otro vuestro contemporáneo, el gran Miguel de Cervantes, quien nunca amó tanto La Mancha como a su adorada Italia, como hizo otro gran exmanchego, Ángel Crespo, Hermes de lo indeciso. Soñaba yo torcer de la común carrera 


que sigue el vulgo y caminar derecho
jornada de mi patria verdadera;
entrarme en el secreto de mi pecho
y platicar en él mi interior hombre,
dó va, dó está, si vive, o qué se ha hecho.
Y porque vano error más no me asombre,
en algún alto y solitario nido
pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre
y, como si no hubiera acá nacido,
estarme allá, cual Eco, replicando
al dulce son de Dios, del alma oído.



O emprender un viaje por el mar del cosmos "hacia la infinidad buscando orilla", como vos, en el esquife de vuestra impresionante y ascética Epístola a Arias Montano. Porque vuestro nombre, Aldana, es anagrama de La nada, como bien me descubrió Luis Cernuda en "A sus paisanos":



Contra vosotros y esa vuestra ignorancia voluntaria,
vivo aún, sé y puedo, si así quiero, defenderme.
Pero aguardáis al día cuando ya no me encuentre
aquí. Y entonces la ignorancia,
la indiferencia y el olvido, vuestras armas
de siempre, sobre mí caerán, como la piedra,
cubriéndome por fin, lo mismo que cubristeis
a otros que, superiores a mí, esa ignorancia vuestra
precipitó en la nada, como al gran Aldana.



Siempre os tuve por afín, poeta tan amigo y conmigo como San Juan de Yepes, el medio fraile. Casi tanto milagro hicisteis como él en esa quíntuple correlación entre dos endecasílabos versos de un terceto, para más asombro en quiasmo: 


Ojos, oídos, pies, manos y boca,
hablando, obrando, andando, oyendo y viendo,
serán del mar de Dios cubierta roca


Y dándoos las gracias, ilustre señor, libro y amigo, por haberme reconciliado con la poesía y con Dios desde aquel ya lejano año en que empezasteis a hablarme, me retiro a un ángulo entre en mis lares, a una pobrecilla mesa de amable paz bien abastada, en estos tiempos de ruidoso y estrambótico carnaval.

viernes, 13 de enero de 2012

El Bacá



EL BACÁ 


Debo la vida a un alumno que cursó segundo de PCPI en el Instituto donde doy clases. PCPI es lo que llamaban antes Garantía Social; ahí van a dar los excluidos de todas partes que no encajan en ningún molde educativo de los teóricos y envasados en cajas por el gallinero pedagógico, pero aún poseen el coraje de perseverar en la enseñanza cuando ya han descargado todos los cartuchos y alejado todas las posibilidades. Entre estos desesperados, a punto de pasar ya la raya de la vida adulta, he tenido alumnos inolvidables, tan agradecidos que siempre te saludan cuando te ven. Nunca los verás deprimidos: van por la vida con una alegría más que reconfortante. Al cruzármelos se lo he dicho admirado: "Que Dios os conserve esa alegría: la vais a necesitar."

El trabajo de un profesor con ellos es en su mayor parte motivarlos. Es muy importante al principio dedicar bastante tiempo a conocerlos (los de este tipo son muy mentirosos) para luego inculcarles desde la confianza un respeto no sólo por la materia que deben, sino que pueden asimilar. Porque nunca aprenderán lo que no consigan valorar, ya que su juicio, aislado en una defensa numantina de su mortificada autoestima, se compensa con un enorme complejo de superioridad que cree no necesitar ninguna instrucción. Casi una fobia educativa. Por ello el profesor debe aproximarse a ellos cautelosamente, poco a poco, en espiral, de forma afectiva y cordial, antes de empezar a poner casi inadvertidamente los ladrillos básicos para reconstruir sus conocimientos. Les haces ver así, como si lo dijeran ellos mismos, que el trabajo es el cimiento de toda autoestima y luego que el lenguaje sirve para que los demás te aprecien y te definan, para lograr el acceso a la gente, incluso al trabajo, por medio de los test psicotécnicos de ortografía, y por ello pueden, deben y hasta quieren hablar y escribir mejor. Procuras inculcarles la idea de corregirse, de mejorar en ese aspecto; si asimilan esa idea como un principio, irán progresando por sí mismos aun cuando el profesor no esté, lo que aprendan se irá acumulando, llegarán a hablar mejor y, por tanto, a redactar pasablemente, e incluso a escuchar con atención o a leer y apreciar un libro lo bastante como para no soltarlo al segundo párrafo, quizá ni al segundo capítulo. 

Pero lo que quiero contar es el caso de dos muchachos que venían de la República Dominicana. Eran de piel oscura (negros, vaya), muy altos y atléticos, pero uno, Edison, más delgado y retraído que el otro y de pelo ensortijado. Su mirada oscura fascinaba o, más bien, repelía con dos hondos puntos de luz que asustaban un poco. Los demás chicos le tenían un poco de miedo. El otro, su primo, Wilson María, se esforzaba para que los demás lo aceptaran o, al menos, no lo ignoraran. Acudía bien poco por clase, algo que los profesores de PCPI controlábamos mucho, porque de ningún modo podríamos aprobar a nadie que no cumpliera un requisito tan indispensable y, cuando vio el suspenso de la primera evaluación, noté que algo raro le pasaba por la cara. 

-Le vendrá a ver mi bacá.

Dijo, desafiante. Y se marchó dando un portazo.

Wilson María, su primo, se quedó petrificado. Blanco, si no hubiera sido tan negro. Pregunté yo:

-¿Qué te pasa, Wilson?

No quiso decirme nada y no le di importancia; de hecho, pensé que había querido decir "mi papá", pero la verdad es que había dicho claramente "bacá". Quizá fuese su madre en pidgin o criollo haitiano. Anoté mentalmente el término (a los profesores de lengua les mola mazo mirar el diccionario) y me propuse buscar qué significaba.

Concluyó la clase y observé que Wilson se retrasaba en salir -una rareza entre los alumnos de PCPI- como queriendo hablar conmigo sin moros en la costa; yo le miré, pareció arrepentirse de algo y se marchó con cabeza gacha, murmurando por lo bajo.

En el recreo atisbé a ambos primos discutiendo acalorados, con mucho despliegue de brazos, manos y dedos acusadores. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda como una fría lagartija metálica. Las jodidas restricciones del gasóleo en calefacción. Hasta los alumnos querían hacer huelga por eso.

Me resfrié rápidamente. No es algo común entre profesores: aspiramos tantos virus de la muchachería que nuestro sistema inmunológico ya es casi a prueba de bomba nuclear, incluso a prueba de bomba fétida. Pero mi catarro no dejaba de empeorar. Me subió la fiebre y estornudaba tanto que tuve que dejar de dar clase y guardar cama. El médico de cabecera empezó a preocuparse al ver que ningún medicamento me hacía efecto y me envió al Hospital. Me diagnosticaron una neumonía atípica y me recetaron Vancomicina, el antibiótico que usan cuando todos los demás fallan. Por lo visto era una infección de supermicrobios resistentes. Pero los médicos andaban desconcertados porque los análisis se mostraban impolutos: en teoría yo era un hombre sanísimo. Hasta realizaron una investigación interna para comprobar si habían confundido mi analítica con la de otro paciente. Llamaron a mis familiares más cercanos.


Pero lo que más me conmovió fue que viniera un alumno a visitarme. Era Wilson.


No le dejaron verme, porque acababa de entrar en la UVI, medio sedado, pero consciente, muy aislado por si fuera contagioso. A través del cristal me enseñó un folio con letras negras escritas con rotulador, muy grandes:


"Vístase al revés y sanará"


¡Qué estupidez!, pensé. Pero no: no era una alucinación causada por los sedantes, no era una broma sin sentido, no era un sueño absurdo. Era Wilson, y decía que me pusiera el pijama al revés. Algo en sus ojos me hizo tomarlo en serio. Si uno está luchando por vivir, hará cualquier cosa por estúpida que parezca.


Me costó bastante: no es fácil cambiarse con una vía intravenosa en la mano y con fiebre caballuna. Lo peor, hacerlo sin que te vean las enfermeras y sorteando mi propia incredulidad. ¿Qué les diría si me pillaban haciéndolo? "No es nada, es un delirio"


Ante la espectacular mejoría los médicos se rascaban la calva pensando qué narices podría haber sido. Me reincorporé a las clases normalmente. Como es natural, andaba muy mosca por el bacá y saber por qué Wilson había escrito lo que había escrito. Pero no pude sacarle una palabra; incluso negaba haber ido al Hospital. Edison no volvió a aparecer, ni sus padres siquiera. El teléfono de sus fichas no respondía. Consulté todos los diccionarios y enciclopedias del Instituto y la Biblioteca Pública, pero no encontraba nada. Sólo un compañero con quien quise consultar esto me sacó de dudas. Era Ramón Alegre, un profesor de Historia jubilado que pasaba sus últimos años coleccionando librotes de viejo; un ilustrado habría podido decir de él que era "de erudición desordenada".


-¿El bacá? ¡Hum! Lo consultaré, lo consultaré...


Tardó una semana en llamarme con el resultado de sus pesquisas. Creía que lo había olvidado. La cita fue en un café del centro famoso por su aspecto mugriento, que los dueños querían hacer pasar por antiguo; llegué yo el primero y cuando entró él me dirigió una mirada entre suspicaz y reprobadora, como si yo fuese un bicho raro y él un entomólogo.


-Jovencito, ha tenido usted una suerte como hay pocas.


-¿Cómo?


-Un té con limón, por favor. Le digo que ha tenido una potra desmedida. No sabe cuánto he tenido que revolver para resolverle la duda. Ese bacá del que hablaba. Figúrese: de los repertorios léxicos hispanoamericanos de afronegrismos he tenido que pasar a los grimorios y los tratados de demonología americana.


Me miró por encima de los lentes con reprobación.


-¡De Demonología, nada menos! ¡Ciencia lúgubre e ingrata donde las haya! ¿Le suena el vudú? Pues es algo peor: el bacá es uno de los diosecillos menores, o demonios, que ha recogido en su infecto seno la Santería, una religión sincrética caribeña muy parecida al vudú, aunque no exactamente igual. Y es un diosecillo maligno, por más señas, a cuyos protegidos no conviene, pero que nada, molestar ni fastidiar, porque han hecho un pacto de servidumbre ultraterrena con él. Por supuesto, esto no venía en clásicos como el Ciprianillo, el Turiel o el Legemeton; la demonología africana es, todavía, casi un terreno virgen en la bibliografía española. 


Le vi envanecerse ridículamente; pero su rostro se ensombreció poco después de tomar un largo sorbo de té y me estremecí involuntariamente. 


-Saber algo de esto no es ni fácil, ni digno, ni recomendable; desde luego, no tiene que pasar de aquí. Se dice incluso que más temprano que tarde se paga por ello. No se puede recurrir impunemente a según qué cosas. Si ya es peligroso conocerlo, practicarlo ya es fatal. La gente vulgar, entre la cual incluyo a esos ingenuos soi-disants científicos, cree que no hay fuerzas oscuras o que son supersticiones y pamplinas, pero los que se han topado con ellas desde que han nacido han aprendido por experiencia y por las malas que no se puede invocar a los seres olvidados sin que algo incalificable llame a la puerta o se deje apenas vislumbrar en lo oscuro. Amigo mío, usted se ha librado por esta vez; de ahora en adelante tenga la puerta bien cerrada, lleve esta Cruz de San Benito, rece a San Miguel arcángel y procure tener cuidado con  la gente de la ESO.

miércoles, 11 de enero de 2012

Cecilia II





Cecilia II





Necesitábamos un hijo, pero mi esposa era estéril. Ella prefería una niña, y yo conseguí, gracias al Instituto de Genómica que dirigía y financiaba, la oportunidad de realizar el sueño más imposible que una persona nunca pudo tener. Había que experimentar con un sujeto cualquiera que ya no existiera para impedir reclamaciones. Siempre podríamos decir que el modelo genético previo había sido cedido anónima y gratuitamente.
En mi juventud me había enamorado de la voz, las letras y la imagen misma de la cantante Cecilia, y quería recuperar ese sueño, disfrutarlo, hacer carne ese verbo, ese logos, esa letra de canción en forma humana. Quería clonar a la cantante que desapareció en un trágico accidente de automóvil hacía ya tantos años, cuando aún había un pasado imposible de recuperar.
Ahora era posible volver en el tiempo y arrebatarle algo al pasado. La clonación me daba por fin la oportunidad de devolverle a un ser humano las oportunidades que la crueldad de un Dios indiferente le había quitado, y eso fue lo que hicimos.
Costó mucho encontrar algo de material genético incólume de Eva Sobredo; lo hallamos en el pegamento de un sello en que contestó a uno de sus fans; lo cotejamos con el de otras cartas de su puño y letra a otras personas y obtuvimos de ellos la cesión de derechos necesaria, así como la más estricta y dura de las cláusulas de confidencialidad. El resto no fue un problema, gracias al dinero que me dejaron mis padres; de hecho, en lo que más se gastó fue en ocultar el hallazgo el tiempo suficiente para que la niña pudiera crecer tranquila al abrigo de los asquerosos medios de comunicación.
Se me planteaba, sin embargo, un dilema angustioso. ¿Debía educar a Cecilia II de la misma manera y darle las mismas oportunidades que a Cecilia I? Yo quería tener a la Cecilia I que había perdido en mi juventud, pero, por más que me esforzaba, no podía repetir todo sin falsear absolutamente el resultado. Cecilia sería una nueva persona o, todo lo más, tendría un gran parecido a la Cecilia original, pero sería una criatura de estos tiempos, una mixtificación, una fotocopia borrosa de una época y una sensibilidad ya extintas, una hija, en realidad, de mi mismo y de uno de mis sueños, no la hija real mía y de mi mujer, y ni siquiera la hija que hubiera podido tener con Cecilia I si hubiéramos compartido algo más que la infancia, la escuela y una distante admiración. 
Cecilia II estaba empezando a ser una criatura hecha a imagen y semejanza del mundo científico y nihilista que la iba a rodear y de hecho ya la estaba rodeando, del mundo que la llevaba en su seno alquilado como una madre lleva a su hijo, un mundo distinto al de los años setenta que yo amaba, un mundo disgregado y materialista que odiaba con toda mi alma; sería una hija de dos tiempos, el del sueño y el de la razón. Y yo lo estaba viendo crecer, veía cómo la imagen que guardaba en mi memoria se adulteraba, se distorsionaba, se pervertía y transformaba en aquello que nunca jamás pensé que pudiera llegar a ser. Por eso la maté sin que sufriera.
Así siempre podría ser nada de nadie.



domingo, 8 de enero de 2012

Nadie lo diría


Nadie lo diría

(apólogo)

Una tarde apagada y fría de noviembre, de esas gachas y amenazantes, cuando todos los comercios han cerrado, yo pasaba una y otra vez por la misma calle sin nombre de una ciudad castellana donde no he vivido nunca. Alumbraban ya las farolas y la luz se había equilibrado con la oscuridad, así que nada proyectaba sombra. La hora ideal para un fotógrafo.


Había renunciado a ser quien era y con un esfuerzo titánico de voluntad borré los últimos treinta años de mi vida; ya era otra persona; sólo mantenía en mí las sensaciones y sentimientos elementales e ingenuos de un adolescente de diecisiete años. Por eso miraba a los pisos iluminados, llenos de mujeres solteras o que esperaban a sus maridos, al lado de un grifo de agua potable o de una lámpara encendida con un fuego de hogar. Solteras o que esperaban. 


Escogí una alta y que no tuviese macetas, que eran más a propósito; cuando alguien entró pasé yo también a la escalera y me retrasé echando los papeles de publicidad a los buzones que había cogido previamente del supermercado. Con pegamento seco sobre dedos y palmas, por supuesto. Daba más tiempo si era un piso último, es más, podía esconderme mejor en el hueco de la escalera hacia el tejado, sin que ninguna vieja chismosa me oteara por la mirilla. Son curiosas las mirillas telescópicas: en los años sesenta no había ninguna. Quien las inventó se hizo rico en los setenta y en los paranoicos ochenta se pusieron de moda las de aumento, aunque asustaban más. Cronometré el tiempo de subida en el ascensor y lo sumé al de entrada: dos minutos y veintiseis segundos. Sumé otros treinta de marcha, descarga al bote de basura y vuelta. Como toda familia normal, cenaría sobre las diez y yo podría oír perfectamente la puerta cuando se abriera para bajar la basura; mi única preocupación era escuchar además algún ladrido, pero eso no ocurrió y encima no tuve que esperar mucho, aunque aproveché para repasar otra vez la suela de mis zapatillas de goma, el chandal discreto y el gorro del pelo; ya eran las diez y treinta y cinco cuando alguien abrió y bajó; disponía de casi tres largos minutos para ver si había dejado abierta la puerta como hace todo vecino confiado con el mundo y colarme debidamente en la casa. Era una mujer, conocía ese ruido de tacones, es más, soltera, porque los zapatos sonaban rápidos y juntos.

El apartamento era grande y calentito, pero decorado de forma espartana, probablemente porque era de alquiler. No oía televisión ni radio alguna, así que, tal y como declaraba el buzón, era mujer sola y soltera, no muy mayor a juzgar por la letra mayúscula de bolígrafo bic. Aunque había un armario capaz, era mejor esconderme bajo la cama, porque sea cual sea, la madera cruje y no poco. Visité la planta con el tiempo justo para cerciorarme de que no había animal ni humano ni vecino en el lugar, ni siquiera un vecino asomado a la ventana, aunque era piso alto (creo que ya he dicho que son mejor los altos).

Me escondí, pues, bajo la cama, subiéndome el cuello de la camisa, porque el roce hace mucho ruido. La chica era hacendosa, porque no había pelusa, algo raro entre las estudiantes, pues esta lo era, a juzgar por los librotes y rotrings que vi en la mesa bajo el flexo encendido. Medicina o Enfermería, probablemente.

Agoté mentalmente el argumento con pelos y señales de El señor de los anillos mientras esperaba que viniese a acostarse. Por los ruidos colegí que cenó en frío. Luego se duchó, estudió otro poco, puso la tele y la volvió a apagar. Sospecho que no le gustaba nada Televisión Española. Habló por móvil con su madre y con una amiga diciendo auténticas banalidades, pero me gustó su hermosa voz. Por fin se puso un camisón rosita, por lo que pude ver en las faldas, con zapatillas a juego, y se echó. No debía ser corpulenta: la cama apenas se combaba ni gemía. Percibí que se empezaba a dormir porque la respiración se hizo más profunda y acompasada y sonó una patada leve, como si fuera una sacudida mioclónica. Dos minutos y sería mi oportunidad.

Salí sigilosamente, abrí la puerta con ayuda de una tarjeta para no hacer ruido, cogí la tachuela de un póster como trofeo para mi colección y me marché de allí, porque no soy un pervertido ni un asesino en serie, sino solamente un escritor que de vez en cuando hace experimentos fuera de la ficción y se comporta como un personaje de novela.


Pero, por si acaso, cerrad la puerta cuando bajéis la basura. Es que últimamente siento que la novela de terror española necesita alguna aportación de mi parte.

jueves, 29 de diciembre de 2011

En pie

He paseado una noche horroliosa martirizado por doloramientos cabezunos y espaldantes. Y cuando pude cerrar las persianas no cesó la tortura, Picasso con un cuchillo, porque tuve potra ceniza en revivir mi muy otro e interior señor fatal, cuyos eventos oníricos a veces me resultan más vívidos y frustrantes que los míos en vida real, de forma que la congojan, confusean y refutan perviviendo en ella. Supongo que tengo más vida onírica que vida real, ya que no salgo de mi caparazón casero ni me expreso numéricamente por ahí desenrollando el cuerpo. Oseas, que es profeta, tengo un catarro remosón y mocoloso, o mocoso y remolón, para aclarearnos, que no siempre he de cacarear al gallinoide paladino, con el cual suele el cura joder a su vecino, decía, no soy de los que salen rodando de la cama, sino de los que hay que recoger y componer poco a poco, pues aunque se levanten y se coman la cabeza para merendar y tengan voz y voto y hagan sus cosas de humano no se despiertan realmente hasta que se marca una frailunar docena de horas en algún reloj desconcertado.


No sé qué coño le echan a estos jarabes.

martes, 13 de diciembre de 2011

Un bulo muy extraño

Un reputado arqueólogo alemán, dicen, afirma que hay un faraón enterrado en el Valle de los Caídos junto a sus esclavos y pinturas murales que representan anagramas con ibis, azores y flechas. Por lo visto estableció un efímero reino en tiempo de unas desconocidas guerras prerromanas ibero-tartesias. Proyecta desenterrarlo para estudiar la momia, pero al momento ha caído sobre él una maldición periodística tan fuerte que se ha tenido que meter en cama y llamar no ya al médico, sino al padre Fortea, experto demonólogo y exorcista, para que le libre de tantos espíritus con mala leche como andan por ahí. El arqueólogo estaba interesado en estudiar las técnicas de tortura de la antigüedad, pues, según escribe el sumo sacerdote Manetón, fueron ensayadas con su pobre cuerpo aún vivo las formas más refinadas para alargar la vida en plena enfermedad, por razón de estado o, tal refiere Herodoto, siempre demasiado crédulo, por mero interés crematístico. Sabemos que se trata del faraón hispano, porque en el texto griego se alude a él con una fórmula más o menos traducible como "Archirrecontrageneralisimísimo de los ejércitos por la gracia de Horus" y "Vencedor de las hordas rojas de Mitanni" y la "conspiración semito-mazdea"


Ignoro cómo concluirá esta historia; lo más probable es que los órganos del faraón terminen en los vasos canopes de los museos y que su pobre efigie tenga que comparecer en otro penoso documental de National Geographic.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Imagina


Caras oscuras



Imagina el Infierno necesario
para hacer y mantener un Paraíso,
un sol que más caliente,
una luna que tenga muchos cuartos.
Imagínate a las turbas
siempre tras su futuro siempre bueno,
huyendo de pasados más que malos.

Imagina los muros impagados de la patria mía,
el coste abortivo de la vida,
las imposiciones de cargos y recargos,
las obligaciones, los bonus de intereses,
las acciones de la muerte,
los bolsillos llenos de hambre:
olvidarlo es superfácil;

imagina religiones,
tanta gente perorando
por lo bueno para algunos.

Imagina pertenencias,
ataduras, asideros;
por supuesto, sé que puedes:
de codicia y hambre gozas,
esas formas de amar prácticamente
con ganas de ser más
con lo que otro echa de menos;
¡qué horror si cada uno
se quitase de sí mismo!

Y si no te lo puedes ni imaginar,
mucho menos los demás que están de más.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Apólogo de la Sociedad Protectora de Animales



Eso de que cuanto más se conoce a los humanos más quiere uno a su perro no es misantropía, es bestialismo, porque, tal y como andan ahora los seres humanos, el perrito corre serio peligro de violación y no sé por dónde, además.

sábado, 29 de octubre de 2011

Apólogo de la humilde lección de economía

Es tan humilde, que ni siquiera es de macroeconomía, sino de microeconomía o economía para hormigas, esa en la que no le dieron el Nobel a Mohamed Yunus, que además es moro, tiene nombre de profeta y queda mal en un almuerzo con un rey, porque es bangladeshí (la última premio nobel de la paz que venía más o menos de ahí pidió que el dinero del banquete se destinara a los pobres, y se quedaron sin comer; fue la madre Teresa de Calcuta) . 


El apólogo es este. Un profesor fue a comprarse un cuaderno para poner las notas a sus alumnos porque, antes de la crisis, el Instituto le compraba el cuaderno y no tenía la necesidad de ahora, a causa de las estrecheces del presupuesto de Educación. De forma que, tal digo, fue a comprarse uno. Y como el profesor también pasaba por estrecheces, porque también, a causa de las restricciones económicas, le habían bajado el sueldo, cargándose/cagándose en todas las negociaciones sindicales colectivas precedentes, que no habían tenido el privilegio de contar con banqueros a su mesa, y además era de esos que siempre hacen las cosas metódicamente, como suele ocurrir entre los profes, procedió a consultar precios y se tomó el trabajo de ir de un lado a otro inspeccionando franquicias, tiendas de todo a cien y grandes almacenes. El resultado fue que el producto más ajustado, de mejor calidad y de mejor precio, lo tenían los chinos de un todo a cien, aunque la abundancia de clientes, cual pudo comprobar, la tenían las franquicias y los grandes almacenes. Quizá porque existía el rumor de que los chinos no pagan impuestos. Lo cierto es que entre los chinos no hay paro, porque exportan parados a otras naciones, no como nosotros.


En una franquicia especializada en material de papelería y oficina, querían cobrar al profe más del doble y por algo peor; en los grandes almacenes sólo el doble, pero por algo más inespecífico que no le servía igual. Y, sin embargo, ambos lugares estaban llenos de gente.


Cuando el profe fue a dar clase, los alumnos le propusieron un debate. El profe les sugirió el tema de su futuro, ya que era lo que más podría interesarles. El tema, sin embargo, les traía al fresco. Yo había visto a gente de su edad trabajar en los chinos incluso a horarios infames, con unos valores diferentes, al estilo del capitalismo más brutal, porque para ellos la familia no era lo que para nosotros, sino la forma más simple de empresa. Sin embargo, muchos de los alumnos, según llegué a colegir por lo que decían, prefería estar en su casa cómodamente instalados a emigrar y buscarse la vida, por ejemplo a Oriente, donde falta gente instruida como la que hay aquí (de la muy capitalista China vienen sólo los que no tienen estudios superiores, para hacerse ricos trabajando). Alguno dijo que le gustaría el autoempleo, pero que no tenía dinero para empezar. No se le ocurrió que podría preguntárselo a un chino o pedir un préstamo o irse al semillero gratuito de empresas de la cámara de comercio o escribir a una embajada para preguntar si necesitaban emigrantes o preguntarme a mí qué profesiones tenían ahora mismo más futuro o marcharse de vacaciones con su propio dinero al extranjero de mochilero o preguntarse a sí mismo para qué valía mejor. Esas cosas ni se le ocurrieron, no sé por qué. 


La moraleja, sacadla vosotros. Es un trabajo.

Apólogo de la fuga de cerebros

Sólo los cerebros se fugan; por eso en España no hay fuga de cerebros. "Muy negro", me diréis; pues lo demostraré. Tras la Guerra Civil hubo una enorme fuga de cerebros; dieron cátedras de universidad por méritos políticos, y no académicos. Purgaron el magisterio, además, y fomentaron la enseñanza privada religiosa, no la laica. La Posguerra trajo otra pequeña fuga de cerebros, más económica que política. Y ahora que ya hay una cierta formación de cerebros en agraz, todas las puertas les están cerradas. Ya no quedan cerebros para la fuga; entre otras cosas, la educación superior, donde todavía había algunos, se ha quedado llena de sucedáneos enchufados y los cerebros en agraz, ahora que podían competir en igualdad de condiciones (normativa que sólo se hizo cuando todos los puestos estuvieron bien ocupados), han visto que ya todos los puestos de cerebro están ocupados con estómagos, no pueden instalarse en su lugar y tienen que trabajar como mucho haciendo de bazos, rectos, apéndices o lo que sea, y se conforman con eso. Ya ni siquiera desean ser cerebros hechos y derechos, porque el ninguneo ha hecho bien su trabajo; son cosas de la generación tapón y de la burguesía que representa, la formada con los franquistas, la más mediocre de Europa.

lunes, 10 de octubre de 2011

Las rutinas de Don Alguno

Pobre don Alguno, una de las cosas peores de envejecer es que el peso de las rutinas llegaba prácticamente a inmovilizarlo y atarlo de pies y manos, recluido en una jaula de costumbres con apariencia de casa donde se movía -es un decir- muy a gusto. Don Alguno se volvía maniático, repetitivo: una calcamonía pegada a su propio mundo. No había renovación posible, ni viajaba ni pensaba ni experimentaba cosas nuevas, nunca corría riesgos y todo lo nuevo lo dejaba sin empezar porque para él ya había concluido. Solamente le inquietaban esos vagos picores que parecían a veces recorrerle el cuerpo.

Pero cuando don Alguno se dio cuenta de que estaba sojuzgado por esta opresión, vino lo más terrible: la conciencia de que todas esas rutinas no lo salvaban, no lo protegían, eran nada o menos que nada y ni siquiera ofrecían consuelo: iba a morir con ellas o sin ellas y lo que hiciera en el interior de huevo huero y frío que era su casa no importaría a Nadie. Y, además, ¿para qué debía importarle? Y ¿por qué?

Pero esto debía ser falso, puesto que nada de lo humano le era ajeno y don Nadie haría bien en interesarse por don Alguno, una persona tan desconocida como Cualquiera, porque don Alguno, que no quería, ya no podía salir de su caja.


(De un Pseudounamuno)