domingo, 8 de enero de 2012

Nadie lo diría


Nadie lo diría

(apólogo)

Una tarde apagada y fría de noviembre, de esas gachas y amenazantes, cuando todos los comercios han cerrado, yo pasaba una y otra vez por la misma calle sin nombre de una ciudad castellana donde no he vivido nunca. Alumbraban ya las farolas y la luz se había equilibrado con la oscuridad, así que nada proyectaba sombra. La hora ideal para un fotógrafo.


Había renunciado a ser quien era y con un esfuerzo titánico de voluntad borré los últimos treinta años de mi vida; ya era otra persona; sólo mantenía en mí las sensaciones y sentimientos elementales e ingenuos de un adolescente de diecisiete años. Por eso miraba a los pisos iluminados, llenos de mujeres solteras o que esperaban a sus maridos, al lado de un grifo de agua potable o de una lámpara encendida con un fuego de hogar. Solteras o que esperaban. 


Escogí una alta y que no tuviese macetas, que eran más a propósito; cuando alguien entró pasé yo también a la escalera y me retrasé echando los papeles de publicidad a los buzones que había cogido previamente del supermercado. Con pegamento seco sobre dedos y palmas, por supuesto. Daba más tiempo si era un piso último, es más, podía esconderme mejor en el hueco de la escalera hacia el tejado, sin que ninguna vieja chismosa me oteara por la mirilla. Son curiosas las mirillas telescópicas: en los años sesenta no había ninguna. Quien las inventó se hizo rico en los setenta y en los paranoicos ochenta se pusieron de moda las de aumento, aunque asustaban más. Cronometré el tiempo de subida en el ascensor y lo sumé al de entrada: dos minutos y veintiseis segundos. Sumé otros treinta de marcha, descarga al bote de basura y vuelta. Como toda familia normal, cenaría sobre las diez y yo podría oír perfectamente la puerta cuando se abriera para bajar la basura; mi única preocupación era escuchar además algún ladrido, pero eso no ocurrió y encima no tuve que esperar mucho, aunque aproveché para repasar otra vez la suela de mis zapatillas de goma, el chandal discreto y el gorro del pelo; ya eran las diez y treinta y cinco cuando alguien abrió y bajó; disponía de casi tres largos minutos para ver si había dejado abierta la puerta como hace todo vecino confiado con el mundo y colarme debidamente en la casa. Era una mujer, conocía ese ruido de tacones, es más, soltera, porque los zapatos sonaban rápidos y juntos.

El apartamento era grande y calentito, pero decorado de forma espartana, probablemente porque era de alquiler. No oía televisión ni radio alguna, así que, tal y como declaraba el buzón, era mujer sola y soltera, no muy mayor a juzgar por la letra mayúscula de bolígrafo bic. Aunque había un armario capaz, era mejor esconderme bajo la cama, porque sea cual sea, la madera cruje y no poco. Visité la planta con el tiempo justo para cerciorarme de que no había animal ni humano ni vecino en el lugar, ni siquiera un vecino asomado a la ventana, aunque era piso alto (creo que ya he dicho que son mejor los altos).

Me escondí, pues, bajo la cama, subiéndome el cuello de la camisa, porque el roce hace mucho ruido. La chica era hacendosa, porque no había pelusa, algo raro entre las estudiantes, pues esta lo era, a juzgar por los librotes y rotrings que vi en la mesa bajo el flexo encendido. Medicina o Enfermería, probablemente.

Agoté mentalmente el argumento con pelos y señales de El señor de los anillos mientras esperaba que viniese a acostarse. Por los ruidos colegí que cenó en frío. Luego se duchó, estudió otro poco, puso la tele y la volvió a apagar. Sospecho que no le gustaba nada Televisión Española. Habló por móvil con su madre y con una amiga diciendo auténticas banalidades, pero me gustó su hermosa voz. Por fin se puso un camisón rosita, por lo que pude ver en las faldas, con zapatillas a juego, y se echó. No debía ser corpulenta: la cama apenas se combaba ni gemía. Percibí que se empezaba a dormir porque la respiración se hizo más profunda y acompasada y sonó una patada leve, como si fuera una sacudida mioclónica. Dos minutos y sería mi oportunidad.

Salí sigilosamente, abrí la puerta con ayuda de una tarjeta para no hacer ruido, cogí la tachuela de un póster como trofeo para mi colección y me marché de allí, porque no soy un pervertido ni un asesino en serie, sino solamente un escritor que de vez en cuando hace experimentos fuera de la ficción y se comporta como un personaje de novela.


Pero, por si acaso, cerrad la puerta cuando bajéis la basura. Es que últimamente siento que la novela de terror española necesita alguna aportación de mi parte.

1 comentario:

  1. Inesperado final tras una intriga bien dosificada.

    Y sobre tu reciente regreso a la «mandanga», me congratula que esa fastidiosa intervención haya salido bien, además de servirte de acicate para escribir una entrada cuyo título, al situarme ante una bifurcación semántica, me hizo sospechar un digresión valleinclanesca o baudelairiana, pues también se llama mandanga —ya lo demostró el Fary— a las flores bien curadas del cáñamo índico...

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