viernes, 13 de enero de 2012

El Bacá



EL BACÁ 


Debo la vida a un alumno que cursó segundo de PCPI en el Instituto donde doy clases. PCPI es lo que llamaban antes Garantía Social; ahí van a dar los excluidos de todas partes que no encajan en ningún molde educativo de los teóricos y envasados en cajas por el gallinero pedagógico, pero aún poseen el coraje de perseverar en la enseñanza cuando ya han descargado todos los cartuchos y alejado todas las posibilidades. Entre estos desesperados, a punto de pasar ya la raya de la vida adulta, he tenido alumnos inolvidables, tan agradecidos que siempre te saludan cuando te ven. Nunca los verás deprimidos: van por la vida con una alegría más que reconfortante. Al cruzármelos se lo he dicho admirado: "Que Dios os conserve esa alegría: la vais a necesitar."

El trabajo de un profesor con ellos es en su mayor parte motivarlos. Es muy importante al principio dedicar bastante tiempo a conocerlos (los de este tipo son muy mentirosos) para luego inculcarles desde la confianza un respeto no sólo por la materia que deben, sino que pueden asimilar. Porque nunca aprenderán lo que no consigan valorar, ya que su juicio, aislado en una defensa numantina de su mortificada autoestima, se compensa con un enorme complejo de superioridad que cree no necesitar ninguna instrucción. Casi una fobia educativa. Por ello el profesor debe aproximarse a ellos cautelosamente, poco a poco, en espiral, de forma afectiva y cordial, antes de empezar a poner casi inadvertidamente los ladrillos básicos para reconstruir sus conocimientos. Les haces ver así, como si lo dijeran ellos mismos, que el trabajo es el cimiento de toda autoestima y luego que el lenguaje sirve para que los demás te aprecien y te definan, para lograr el acceso a la gente, incluso al trabajo, por medio de los test psicotécnicos de ortografía, y por ello pueden, deben y hasta quieren hablar y escribir mejor. Procuras inculcarles la idea de corregirse, de mejorar en ese aspecto; si asimilan esa idea como un principio, irán progresando por sí mismos aun cuando el profesor no esté, lo que aprendan se irá acumulando, llegarán a hablar mejor y, por tanto, a redactar pasablemente, e incluso a escuchar con atención o a leer y apreciar un libro lo bastante como para no soltarlo al segundo párrafo, quizá ni al segundo capítulo. 

Pero lo que quiero contar es el caso de dos muchachos que venían de la República Dominicana. Eran de piel oscura (negros, vaya), muy altos y atléticos, pero uno, Edison, más delgado y retraído que el otro y de pelo ensortijado. Su mirada oscura fascinaba o, más bien, repelía con dos hondos puntos de luz que asustaban un poco. Los demás chicos le tenían un poco de miedo. El otro, su primo, Wilson María, se esforzaba para que los demás lo aceptaran o, al menos, no lo ignoraran. Acudía bien poco por clase, algo que los profesores de PCPI controlábamos mucho, porque de ningún modo podríamos aprobar a nadie que no cumpliera un requisito tan indispensable y, cuando vio el suspenso de la primera evaluación, noté que algo raro le pasaba por la cara. 

-Le vendrá a ver mi bacá.

Dijo, desafiante. Y se marchó dando un portazo.

Wilson María, su primo, se quedó petrificado. Blanco, si no hubiera sido tan negro. Pregunté yo:

-¿Qué te pasa, Wilson?

No quiso decirme nada y no le di importancia; de hecho, pensé que había querido decir "mi papá", pero la verdad es que había dicho claramente "bacá". Quizá fuese su madre en pidgin o criollo haitiano. Anoté mentalmente el término (a los profesores de lengua les mola mazo mirar el diccionario) y me propuse buscar qué significaba.

Concluyó la clase y observé que Wilson se retrasaba en salir -una rareza entre los alumnos de PCPI- como queriendo hablar conmigo sin moros en la costa; yo le miré, pareció arrepentirse de algo y se marchó con cabeza gacha, murmurando por lo bajo.

En el recreo atisbé a ambos primos discutiendo acalorados, con mucho despliegue de brazos, manos y dedos acusadores. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda como una fría lagartija metálica. Las jodidas restricciones del gasóleo en calefacción. Hasta los alumnos querían hacer huelga por eso.

Me resfrié rápidamente. No es algo común entre profesores: aspiramos tantos virus de la muchachería que nuestro sistema inmunológico ya es casi a prueba de bomba nuclear, incluso a prueba de bomba fétida. Pero mi catarro no dejaba de empeorar. Me subió la fiebre y estornudaba tanto que tuve que dejar de dar clase y guardar cama. El médico de cabecera empezó a preocuparse al ver que ningún medicamento me hacía efecto y me envió al Hospital. Me diagnosticaron una neumonía atípica y me recetaron Vancomicina, el antibiótico que usan cuando todos los demás fallan. Por lo visto era una infección de supermicrobios resistentes. Pero los médicos andaban desconcertados porque los análisis se mostraban impolutos: en teoría yo era un hombre sanísimo. Hasta realizaron una investigación interna para comprobar si habían confundido mi analítica con la de otro paciente. Llamaron a mis familiares más cercanos.


Pero lo que más me conmovió fue que viniera un alumno a visitarme. Era Wilson.


No le dejaron verme, porque acababa de entrar en la UVI, medio sedado, pero consciente, muy aislado por si fuera contagioso. A través del cristal me enseñó un folio con letras negras escritas con rotulador, muy grandes:


"Vístase al revés y sanará"


¡Qué estupidez!, pensé. Pero no: no era una alucinación causada por los sedantes, no era una broma sin sentido, no era un sueño absurdo. Era Wilson, y decía que me pusiera el pijama al revés. Algo en sus ojos me hizo tomarlo en serio. Si uno está luchando por vivir, hará cualquier cosa por estúpida que parezca.


Me costó bastante: no es fácil cambiarse con una vía intravenosa en la mano y con fiebre caballuna. Lo peor, hacerlo sin que te vean las enfermeras y sorteando mi propia incredulidad. ¿Qué les diría si me pillaban haciéndolo? "No es nada, es un delirio"


Ante la espectacular mejoría los médicos se rascaban la calva pensando qué narices podría haber sido. Me reincorporé a las clases normalmente. Como es natural, andaba muy mosca por el bacá y saber por qué Wilson había escrito lo que había escrito. Pero no pude sacarle una palabra; incluso negaba haber ido al Hospital. Edison no volvió a aparecer, ni sus padres siquiera. El teléfono de sus fichas no respondía. Consulté todos los diccionarios y enciclopedias del Instituto y la Biblioteca Pública, pero no encontraba nada. Sólo un compañero con quien quise consultar esto me sacó de dudas. Era Ramón Alegre, un profesor de Historia jubilado que pasaba sus últimos años coleccionando librotes de viejo; un ilustrado habría podido decir de él que era "de erudición desordenada".


-¿El bacá? ¡Hum! Lo consultaré, lo consultaré...


Tardó una semana en llamarme con el resultado de sus pesquisas. Creía que lo había olvidado. La cita fue en un café del centro famoso por su aspecto mugriento, que los dueños querían hacer pasar por antiguo; llegué yo el primero y cuando entró él me dirigió una mirada entre suspicaz y reprobadora, como si yo fuese un bicho raro y él un entomólogo.


-Jovencito, ha tenido usted una suerte como hay pocas.


-¿Cómo?


-Un té con limón, por favor. Le digo que ha tenido una potra desmedida. No sabe cuánto he tenido que revolver para resolverle la duda. Ese bacá del que hablaba. Figúrese: de los repertorios léxicos hispanoamericanos de afronegrismos he tenido que pasar a los grimorios y los tratados de demonología americana.


Me miró por encima de los lentes con reprobación.


-¡De Demonología, nada menos! ¡Ciencia lúgubre e ingrata donde las haya! ¿Le suena el vudú? Pues es algo peor: el bacá es uno de los diosecillos menores, o demonios, que ha recogido en su infecto seno la Santería, una religión sincrética caribeña muy parecida al vudú, aunque no exactamente igual. Y es un diosecillo maligno, por más señas, a cuyos protegidos no conviene, pero que nada, molestar ni fastidiar, porque han hecho un pacto de servidumbre ultraterrena con él. Por supuesto, esto no venía en clásicos como el Ciprianillo, el Turiel o el Legemeton; la demonología africana es, todavía, casi un terreno virgen en la bibliografía española. 


Le vi envanecerse ridículamente; pero su rostro se ensombreció poco después de tomar un largo sorbo de té y me estremecí involuntariamente. 


-Saber algo de esto no es ni fácil, ni digno, ni recomendable; desde luego, no tiene que pasar de aquí. Se dice incluso que más temprano que tarde se paga por ello. No se puede recurrir impunemente a según qué cosas. Si ya es peligroso conocerlo, practicarlo ya es fatal. La gente vulgar, entre la cual incluyo a esos ingenuos soi-disants científicos, cree que no hay fuerzas oscuras o que son supersticiones y pamplinas, pero los que se han topado con ellas desde que han nacido han aprendido por experiencia y por las malas que no se puede invocar a los seres olvidados sin que algo incalificable llame a la puerta o se deje apenas vislumbrar en lo oscuro. Amigo mío, usted se ha librado por esta vez; de ahora en adelante tenga la puerta bien cerrada, lleve esta Cruz de San Benito, rece a San Miguel arcángel y procure tener cuidado con  la gente de la ESO.

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