Nos reunimos todos en la plaza de la iglesia a esperar qué sé yo; dicen que por debajo había un camposanto, que desenterraron huesos cuando levantaron su pavimento para enlosarlo. Es lógico; siempre había camposantos a diestra de las puertas principales de las iglesias. Nosotros ganamos el lugar y contendemos estas tardes lúgubres por ganar el título de más viejo del barrio: sabemos la quinta de cada cual, nadie nos puede engañar; pero es difícil llevar la cuenta de los que fallecen; algunos no aparecen, se dan por difuntos y luego salen de cualquier pueblo hacia donde los llevaron sus parientes o los ingresan y nada más se supo.
En estos lugares uno se hace experto en nimiedades. Todo está lleno de pájaros, porque se comen el arroz de las bodas a la puerta de la iglesia, las migas de pan de las meriendas de la escuela y los restos de chuches que suelta el kiosko. Los gatos lo saben: por eso se aprestan debajo de los coches y esperan a que baje el gorrión, cuando cae la noche, para dar su zarpazo; como ellos son listos, apenas se acercan, y ponen sus nidos donde no pueden subir.
Tengo ya setenta años y mi amigo el filósofo del barrio, que nos hizo la faena de morirse ayer, dijo que el mundo tal como es no debía ser y el mundo como debe no existe ni puede existir: por tanto, nada tiene sentido. Mi amigo el filósofo del barrio, que en paz descanse ahora, es un plasta y un nihilista, como mucho con los que me junto. Son un encanto: cuando estás en un agujero, o (no) son partidarios de nada o lo son de tomar la pala y a-cavar más bajo. Se limitan a esperar, y no a que te saquen de ahí, sino a que un derrumbe nos sepulte; podrían ser coherentes y pegarse un tiro, pero no, siempre se agarran a su última esperanza, esos quasinihilistas. Pero yo los defiendo, aunque solo sea porque me siento como ellos y porque me duele el tiro que no se dan; ese de los quemados a lo bonzo o arrojados por el balcón, que está muy feo; la gente no debía entristecerse tanto; ya sé que la programación de TV no consuela y que han fracasado los que nos divierten de una manera clamorosa. Que ni siquiera payasos como Berlusconi o Grillo nos hacen ya reír; que no hay otra cosa en la radio, en las conversaciones y en la prensa que fútbol y crisis. Y que no hay tampoco nada en la nevera, cortada además la luz por falta de pago. ¿Llamaremos al Teléfono de la Esperanza? Se me olvidaba, lo cortaron ayer. Y está oscuro: no podemos ver el número en la guía. No valgo para pedir, estoy ya muy viejo para andar, no tengo memoria para acordarme de la dirección de parientes lejanos que ya no se acuerdan de mí y que ni siquiera se acordaron de invitarme a su boda. Estoy solo, terriblemente solo, desde que murió mi amigo el filósofo, desde que murió mi mujer, desde que murieron mis hijos, desde que me mudé a esta ciudad inhospitalaria y sin fiestas. Y la espera se me hace demasiado larga. Después de todo, nadie lo lamentará. Ni siquiera sinceramente.
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