Cada día yo tomaba el tren hacia Almagro para dar clase en uno de sus institutos. Casi siempre éramos los mismos en la estación: gente que, por una u otra razón, trabajaba en un pueblo en vez de en la ciudad donde residía. Pero cuando uno lleva muchos días obedeciendo las mismas maquinales rutinas, algunas de ellas empiezan a alcanzar un relieve insospechado porque se vuelven irreales, inexplicables. Borges hablaba de un dragón chino que nunca había sido visto de lo raro que era, porque la imaginación china, que es mucha, como los chinos, no halló nunca con qué compararlo. Pues algo parecido me pasaba a mí con la anomalía; detecté su presencia en el tren poco a poco, por eliminación, quitando de aquí y allá preocupaciones fútiles y molestias diversas todos los días, hasta que me quedé a solas delante de ella, un hecho que echaba a perder con sus chillones colores toda la coherencia gris del cuadro en que consistía mi rutina diaria.
La anomalía fue aclarándose sobre un señor del montón, de unos cuarenta y cinco años, moreno, serio y circunspecto. Por supuesto, era uno más de los que íbamos todos los días laborables y no llamaba a curiosidad alguna salvo por la minúscula anomalía. Una anomalía cuidadosamente escondida en los pliegues de su rutina. Mucho tiempo lo estuve observando sin saber definir qué cosa en concreto me inquietaba tan vagamente sobre él. Y no conseguía precisarlo. Vestía de una forma anodina, como uno más. Incluso de una forma demasiado anodina, como si quisiera pasar desapercibido desempeñando un papel de bulto o comparsa por el teatro del mundo. Siempre hacía cosas correctas y normales. Pero al fin llegué a pillarle su ocultísima extravagancia, que me había pasado desapercibida por haber tomado la máscara camaleónica de una costumbre: siempre, cuando el tren llegaba a determinado lugar de una curva concreta, decelerando porque ya se encontraba próximo a la estación de Almagro, alzaba la vista de su periódico y la fijaba en un punto aislado del paisaje cercano. Siempre el mismo. Siempre en el mismo momento. Todos los días.
Me fijé en su expresión. Era impávida; creí advertir en alguna ocasión un cierto brillo de más en su mirada, pero esa probable ilusión se apagaba enseguida, y el hombre volvía a leer su periódico imperturbablemente hasta llegar a la estación.
Perdí el sueño estudiando la molesta peculiaridad de la anomalía: en el paisaje nada llamaba particularmente la atención, ni siquiera una casa, un árbol, una alquería o un rebaño de ovejas. Pero el hombre siempre hacía lo mismo y en el mismo momento. Me senté detrás de él para intentar precisar mejor, sigilosamente, hacia dónde enfocaba su atención. Era un lugar al lado de las vías. Y decidí dedicar una tarde a inspeccionar más de cerca ese lugar de La Mancha, anodino e insólito sólo porque llamaba la atención constante de un hombre anodino e insólito.
El día llegó, bajé del ferrocarril y me dirigí por la vía hacia el sitio suprascrito. No había nada: el arcén de la vía, hierbajos, un poste de teléfonos, otros más lejanos de electricidad, tierras de labor roturadas y un montón de piedras de los que suelen hacer los labradores para despejar sus tierras y con los cuales a veces, para entretenerse, edifican esas curiosas construcciones llamadas chozos en La Mancha. Mi hombre del montón seguía siendo un hombre del montón, adocenado y vulgar, salvo por el misterio de su extraña costumbre, manía o compulsión, ya no sabía qué pensar.
Pero no debía ser así. Una noche tuve un sueño en que lo vi todo claro. Debía haber un misterio, debajo del montón de ese hombre del montón. Volví a la misma ubicación. Había demasiadas avispas y un cierto olor fétido en el cual no había reparado anteriormente. Empecé a quitar piedras y, poco a poco, al cabo de un rato largo de sudorosa labor, porque además se acercaba junio, vi asomar entre las piedras una mano osificada, cuyas uñas coloradas los lluvias no habían sido todavía capaces de borrar. Me quedé estupefacto.
El hombre del montón era en realidad una mujer del montón.
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