Sentía que todo se había concluido sin él y era la única pieza que no marchaba en una orquesta que sonaba para todos, pero no para quien había perdido el oído. Era un músico que no oía su propio instrumento, aunque podía tocarlo con corrección, e incluso componer con éxito. Y esa sordera manifestaba un defecto más general desde su infancia: escuchaba donde nadie podría querer oír, o ponía otras palabras en boca de los otros, o elaboraba pensamientos imprecisos y fugaces con vocablos formados por letras de rumores inextricables, sacados de rincones atestados, paredes locuaces, muebles gemebundos, ecos lejanos, ruidos nocturnos, murmullos de sueños, nieve de radio, escobas que barren; se perdía en medio de nubes, calles, mercados, hojas de árboles sonando, gotas de lluvia aruñando el aire borrascoso, vientos sin nada que decir, cañerías gorgoteantes, zumbidos de insectos ausentes. En suma, estaba de más, invisible como el aire, vacío como el hueco de la escalera, refractario como un aborto que no quiere dejar de ser, pero pesado por el lugar que ocupaba y el tiempo que gastaba, las palabras que salían de sus labios con un significado que no tenían pero debía repetir todos los días como una misa infame y sacrílega.
Y salía de esa materia oscura con un puñado cada vez más grande de moléculas farmacológicas menos luminosas, casi apagadas.
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