Josep María Sòria (La Vanguardia, 2011), escribió este artículo para conmemorar el 75 aniversario de la Guerra Civil:
Tal día como hoy, hace 75 años, la guarnición del ejército español del norte de África se sublevaba contra el gobierno de la República iniciando una guerra civil que duraría tres años con el resultado de más de 600.000 muertos y el exilio de más de 200.000 personas, una buena parte de las cuales eran profesionales e intelectuales, con la consiguiente pérdida que ello supuso en todos los sentidos. La guerra devastó el país entero. De aquella guerra nacería una dictadura, la del general Franco, que duraría 39 años durante los cuales se practicó una represión feroz, especialmente en Andalucía y Extremadura y, más tarde, en el País Vasco, Catalunya y Levante.
¿Cómo se llegó a una situación tan extrema que desembocó en una lucha fratricida, en la que el objetivo era acabar físicamente con el enemigo? ¿Cómo se engendró en España aquella cultura de la violencia para terminar en una guerra tan cruenta? ¿Por qué no hubo líderes políticos y sociales capaces de poner freno a una deriva tan insensata?
España era en los años treinta del siglo pasado un país invertebrado y fragmentado. La incapacidad de los líderes políticos de la Restauración (1875-1923) de estructurar una sociedad moderna en la que cada sector social pudiera desempeñar un papel apropiado fue una de las causas determinantes.
El sistema de alternancia partidista bloqueó cualquier posibilidad de avanzar hacia una sociedad democrática y madura. Una oligarquía excluyente, formada por sectores de la burguesía agraria, mercantil y financiera, así como por sectores de la nobleza que se adaptaron al régimen liberal, se opuso a cualquier posibilidad de abrirse a las clases emergentes, la pequeña burguesía urbana y el proletariado, este cada día más influido por las doctrinas que emanaban de la revolución soviética y el anarquismo.
El cerval miedo de aquella oligarquía y de las clases dominantes a este contagio potenció aún más la cerrazón a cualquier apertura e hizo que algunos se adhirieran a formaciones fascistas, como ocurría en Europa.
La monarquía tampoco estuvo en su sitio. Alfonso XIII quiso dirigir el Estado haciendo y deshaciendo gobiernos, aunque su peor error fue el de potenciar la guerra del Rif. No quiso enterarse del aviso que supuso la Setmana Tràgica de Barcelona, cuando confundió un levantamiento popular contra el alistamiento de levas para la guerra con un movimiento separatista. Pero lo peor fue el desastre de Annual, donde dejaron la vida más de diez mil soldados españoles mal preparados y peor comandados. El último de los fracasos del rey fue su apoyo a la dictadura de Primo de Rivera, que se alzó para poner fin a la guerra dels pistolers de Barcelona y acabó bombardeando las tropas rifeñas con gases, y cuyas consecuencias todavía están hoy presentes. El rey y su familia se marcharon de España tras las elecciones del 12 de abril de 1931. Tres días después se proclamaba la República.
El ejército fue la mano ejecutora del levantamiento del 18 de julio del 1936, en especial los jefes y oficiales africanistas educados casi exclusivamente en la misión de salvar a España de sus enemigos interiores tras aparecer a ojos de los españoles como el único responsable del fracaso de la pérdida de las colonias en 1898.
Tampoco la Iglesia supo estar en su lugar. La dejación del sistema de la Restauración a cumplir con sus funciones, especialmente en materia de enseñanza y sanidad, dejó que fueran las órdenes religiosas, algunas de ellas expulsadas de Francia a finales del XIX, quienes asumieran ese rol. Y la Iglesia se mostró también muy recelosa ante cualquier cambio modernizador que alterara el statu quo, como pretendían los sectores más abiertos de la burguesía urbana. Tampoco supo actuar la Iglesia cuando los poderes oligárquicos respondieron con represión a las reivindicaciones de los dirigentes sindicales más moderados, lo que fue derivando las posiciones a la confrontación. Una de las consecuencias fue que el movimiento anticlerical en España terminó en un baño de sangre, con miles de víctimas, en una persecución religiosa hasta entonces nunca vivida.
Otra de las causas de la guerra fue la organización territorial que se dio la República con los estatutos de autonomía vasco y catalán, lo que hizo más evidentes los grandes y ancestrales desequilibrios regionales. Las fuerzas centrípetas se opusieron férreamente a ceder ni un milímetro de Estado a los nacionalismos nacidos a finales del XIX. El fracaso del proyecto de Estatut de 1918-19 recordaba el fracaso de la Cuba de finales de siglo, que terminó independizándose. El separatismo de Macià, un ex coronel del ejército que se presentaba con una senyera estelada, era el colmo para aquellos sectores unitaristas y uniformistas que encontraban su máximo acomodo en el seno del ejército.
La República, alentada por las clases urbanas, propuso un ejercicio modernizador de España que no pudo alcanzar sus objetivos. Rechazada por quienes temían perder sus privilegios y acosada por quienes tenían prisa por ver aquello que se les había negado, la falta de resultados aceleró las contradicciones en que se debatía España. Dentro del sector republicano había dos tendencias. Una, la formada por intelectuales y profesionales, abogaba por las reformas agraria, social, religiosa, industrial y política. La otra, formada por los socialistas, pretendía unas reformas más radicales. En el fondo, el programa republicano era muy ambicioso, demasiado para abarcarlo en un periodo de tiempo que no admitía espera, porque las expectativas levantadas eran inmensas en un momento económico de fuerte crisis mundial.
La acumulación de “reformas imprescindibles” era enorme, y la falta de poder real de los dirigentes republicanos hizo el resto. Todo ello condujo al peor de los mundos, con iniciativas mal planteadas y peor ejecutadas que al final resultaron contraproducentes. Como la secularización de la vida civil y de la enseñanza, que no sólo no consiguió lo que pretendía sino que creó el efecto contrario en la Iglesia y entre los creyentes. Las fuerzas moderadas de una y otra parte habían perdido la partida.
Por otra parte, el abismo ideológico entre socialistas y anarquistas era inmenso. Quince días después del advenimiento de la República, la CNT acordó “destruir la república burguesa”. Si unos luchaban por un cambio gradual que casi siempre había que negociar, los otros estaban por la acción directa encomendada a los trabajadores menos cualificados, para los cuales, precisamente, la negociación era un quimera, y las urnas, un engaño. La política era cosa de ricos, porque así había sido hasta entonces. Y el aumento del paro por efecto de la gran depresión económica hizo que muchos trabajadores se sintieran engañados. Incapaz de controlar el orden público, el fracaso de la República estaba cantado, y se aceleró la deriva hacia los extremos de una y otra parte que no dudaron en emplear el uso de la violencia, “de los puños y las pistolas”, según el fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera, para imponer sus objetivos. Los asesinatos de unos y otros aceleraron la degradación hasta aparecer el fenómeno de la Guerra Civil como inevitable.
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