Julio Tovar: "Santos Juliá: «El PSOE pasa por los momentos más bajos de su historia»", en JotDown:
Al historiador, en el despacho, se le reconoce por un atributo propio: las pilas de libros. Son ese rasgo característico, los árboles, del bosque de papel en el que se envuelve el logógrafo avezado. Santos Juliá (Ferrol, 1940) ha realizado muchos periplos entre la foresta de hojarasca siendo, así, reputado biógrafo de Manuel Azaña, notable historiador del socialismo español y reconocido sociólogo del Madrid reciente. Animado con una discusión sobre las bibliotecas, donde se queja de la «poca luz» que entra en los modernos edificios, nos recibió en su iluminado despacho sito en la laberíntica Ciudad Universitaria.
Naces en Ferrol, en 1940, pero cursas el bachiller en Sevilla, ¿A qué se debió este cambio familiar?
Mi padre era de la armada, capitán de máquinas, y participó en una operación que venía de una orden del Gobierno legítimo, de la República. Esta consistía en dar agua a un buque, el cual estaba en dique, y al terminar la guerra lo echaron, lo retiraron, de la marina. Y luego hubo de buscarse la vida. Fuimos a Sevilla, después de cinco años. Mi familia y yo —nací en el 40— primero nos establecimos en Vigo y vivimos allí como tres o cuatro años. Yo llegué a esa ciudad, a Sevilla, con seis años justos en 1946. Mi madre decía «qué calor… qué calor…» (risas).
En Sevilla conoces a un personaje fascinante y relativamente heterodoxo como es Ramón Carande, biógrafo de los banqueros de Carlos V. ¿Cómo acabó en el mundo franquista alguien en origen republicano?
Él ha dado explicaciones de su trayectoria. Era claramente alguien muy unido al mundo de valores de la Institución Libre de Enseñanza. Había pasado por Alemania, por una educación germana, y en su biografía política, siendo rector, evita a la policía de Primo de Rivera entrar en la universidad de Sevilla. Como muchos catedráticos de su tiempo perdió sus archivos, estaba trabajando en los Trastámara, y acabó en las finanzas de Carlos V. Cuando triunfan los franquistas no lo persiguen como lo hicieron con otros, pero pasa al anonimato. Lo depuran, lo echan de la universidad, y probablemente los que le rodean y le quieren le dicen que colabore. Pedro Camero del Castillo, un falangista, le dice que como protección se deje nombrar para un cargo y publique un artículo en la revista de estudios políticos.
Él se retira, conserva su finca en Cáceres, y se mete en el archivo de Simancas. Pasa años en ese archivo y pergeña Carlos V y sus banqueros. Él se fascinó con el personaje, no pretendía desmitificar al emperador, y fue consecuencia de sus estudios económicos en Alemania. El libro es excepcional, yo le ayudé en la edición resumida. Me agradeció llamándome en el prólogo «desprendido auxiliar en el uso de las tijeras». Me mandó un cheque y yo se lo devolví (risas). Por eso el desprendido.
En 1945, con el indulto general, le devuelvan la cátedra de hacienda pública en Sevilla y permanece en ella hasta que se jubila. Él decía a sus amigos que llevaba sobre la espalda ese peso. Esto es, cuando a todos ellos los habían perseguido o exiliado, a él solo le expedientaron y depuraron. Nunca llamaría a don Ramón colaboracionista; quería salvar el pellejo, fue una cuestión nominal.
Llegas a Azaña a través de Carande, que te recomendó sus obras completas. ¿Cómo pudiste adquirirlas en pleno franquismo en una librería?
Don Ramón me veía como un lector marxistizado y me hizo dos recomendaciones de lectura que no olvido. Estas fueron decisivas para lo que luego he podido trabajar. Una era Max Weber, «tanto o más que a Marx», y la otra es que leyera a Manuel Azaña. «Los jóvenes de vuestra generación tienen que leer a Azaña» decía, aunque luego ya me llamó de tú. Había una librería en Sevilla que vendía de tapadillo cosas que llegaban de México…
¿Lo vendían en una especie de altillo?
No, hombre. Normalmente te recomendaban «vete de mi parte y dile que…». Entonces yo fui, era una librería situada cerca de la catedral (subiendo el barrio de Santa Cruz). La recuerdo perfectamente. Ahí dije «mire, que don Ramón me ha dicho que…». Entonces me compré las obras de Azaña.
Te refieres al «pasado que se corta abruptamente con la guerra» en el libro de Azaña. ¿Se rompe esa tradición liberal con la Guerra Civil?
Hay una ruptura con la tradición liberal muy fuerte. Al liberalismo se le achacan todos los males de España. El siglo XIX mejor que no hubiera existido. Esto lo repite Franco en sus discursos, que naturalmente están hechos, pero son suyos. El siglo que no es español. Es un siglo espurio: está contaminado por el liberalismo, que es el origen del socialismo, que es el origen del comunismo y de todos los males de España…
Es una tradición de casi ciento veinte años que se purga culturalmente en España y que no se recupera en la democracia apenas.
En el libro Historias de las dos Españas, en un capítulo, hablo de cómo los intelectuales de finales de los cincuenta e inicios de los sesenta que se llaman demócratas no vienen de una tradición liberal. Nosotros nos hemos hecho demócratas sin haber sido liberales. Existe, también, otra tradición de un liberalismo tapado, resistente, etc. Pero el liberalismo en el momento en que es o forma parte de un pensamiento debe tener una teoría del Estado o no hay liberalismo. Y los liberales que pasaron por la guerra, la represión posterior y vivieron como resistentes silenciosos les faltó esto. Se les hundió la República, se pensó que el liberalismo había llevado al caos. Aunque por su talante no eran fascistas, no eran totalitarios. Hay un hueco, una falla…
Otros evolucionan: Serrano Suñer comienza en el partido de Maura para acabar en una especie de fascismo.
En una especie no, ¡en un fascismo de hoz y coz! (risas). Es un conservadurismo católico en origen.
Vamos con Azaña, del que fuiste biógrafo fundamental. ¿Es el fracaso político de este una consecuencia social o fue fruto de sus propias decisiones?
¡Niego la mayor! (risas)
Entonces…
Yo no tendría a Azaña como un fracasado. Creo que la República que se construye en 1931 es un sistema que pudo haber tenido una trayectoria que habría consolidado para siempre una democracia en España. No creo que el hecho que haya una guerra, que esta destruyó a la República, pueda ser cargado a la espalda de Azaña.
Pero él no dejó de ser ortodoxo, lo que produjo grandes tensiones y evitó el pacto. Afirma «España ha dejado de ser católica» en 1931 y, al poco tiempo, (apenas tres años) la CEDA —partido confesional— pasó a ser mayoría…
El cargar sobre cuestiones de carácter… Azaña era un dulce para todos aquellos que cargaban sobre esto, era un bocado de cardenal. Se llamaba a Azaña «el reprimido», «el frustrado», el que tuvo una carrera «a la medida de…» y se explica por ahí las decisiones que toma.
Azaña toma dos decisiones políticas que impiden que el Gobierno de la República caiga. La primera es encontrar un punto de confluencia para resolver la llamada «cuestión religiosa» y de ahí su gran discurso en el que dice a los socialistas «si ustedes quieren gobernar con la enmienda que han planteado, si quieren que este Gobierno continúe, es preciso tomar en cuenta la realidad de la gran presencia que ha tenido en la historia de España la Iglesia católica en la educación». Era una enmienda sobre la disolución de todas las órdenes religiosas y nacionalización de todas las propiedades de la Iglesia.
Azaña tiene esa frase, «España ha dejado de ser…», que es un inciso dentro de un razonamiento en la cual establece que la Iglesia ya no es la institución que determina la cultura española. Se debe buscar, entonces, un lugar en la nueva forma del Estado.
Aunque Azaña es más moderado que los socialistas, evidentemente, Alcalá-Zamora llegó a decir que esa constitución laica de la República invitaba «a la guerra civil» por la España conservadora.
Lo dijo mientras la guerra civil ya estaba en activo. Él fue presidente de la República con esa constitución.
Él la quiso reformar en el sentido conservador y ampliar el ámbito social del Estado.
Él era presidente de ese gobierno, Alcalá-Zamora, y alguna responsabilidad tiene. Yo creo que hay un error del Gobierno de coalición republicano-socialista. El error no fue que hicieran la reforma militar, la constitución tal como la hicieron, la reforma de la propiedad de la tierra, la territorial (con estatutos de autonomía), etc. Es decir, no hay ningún aspecto de la vida española que no se toque y se hace en un lapso de tiempo muy concentrado. En un año: ¡ese es el error!
Quiere transformar de arriba abajo leyes de matrimonio, sistema fiscal, estatutos de autonomía, Iglesia, militares, terratenientes, medidas sociales… Todo concentrado en un año. Ningún aspecto de la vida deja de tocarse, incluso los cementerios, con lo cual una buena parte de la sociedad española debía sentirse amenazada o atacada. Y también le falta disponer de instrumentos necesarios para enfrentarse a los obstáculos que esas reformas iban a encontrar. Ese es el error del primer Gobierno de la República, en eso estoy de acuerdo.
¿Es eso atribuible a Manuel Azaña? Así, así. En ese Gobierno estaban los socialistas —para quienes la República era la estación de paso a mayores conquistas—, los radical-socialistas, los nacionalistas catalanes y los republicanos de izquierda o centro-izquierda. Era una coalición frágil ya que cada uno tenía su programa de gobierno… y Azaña la mantiene en pie dos años.
Esa frase de Emilio Castelar: «Las coaliciones son siempre muy pujantes para derribar, pero siempre impotentes para crear».
Bueno, depende de los coaligados: hay algunas que han funcionado bien. No soy tan determinista. Hay coaliciones que pueden dar buen pie y esta de la República pudo haberlo dado. La reacción de los que se sintieron ofendidos o atacados tampoco se pudo consolidar. Hay muchas Repúblicas… hay dos años… luego otros dos años y…
Eso es interesante: cada Gobierno legisla en contra del anterior. Hay muy poca estabilidad institucional.
El Código Civil se mantiene, pero hay un cambio profundo de constitución respecto a las anteriores. Un cambio radical. Tiene en cuenta las constituciones europeas del tiempo.
«República de trabajadores de toda clase» no es algo que venga de la tradición liberal, es producto de esos años.
Bueno, antes está «el pueblo español». Pero claro que hay una influencia de fuera. Se sitúa en una tradición, pero innova también. La veo más como la constitución española de la posguerra mundial: está más cerca de las constituciones de Alemania o países latinoamericanos. Nuestros constitucionalistas habían estado muy al tanto de esas constituciones. Era reformable en apenas cinco años y no necesitaba mucho para hacerlo. Pertenece a la familia de las rígidas, claro, pero no es tan rígida como la del 78.
Josep Pla afirmó que la República nunca pasó de «discusión del Ateneo», de su fase legislativa, en sus libros sobre el periodo.
De haberse quedado en la fase legislativa, no habría habido reforma militar. Ese de Pla es un discurso que no está a la altura de las magníficas crónicas del escritor catalán (risas). Es un recurso literario. Las leyes se pusieron en marcha, algunas funcionaron (la reforma militar es efectiva —lo reconoció el propio Franco—) y algunas otras como las civiles también (el derecho de las mujeres, el divorcio, etc.) Funcionaron también otras leyes, como la de Estatuto de Autonomía de Cataluña (los catalanes que proclamaron la república catalana entraron por la propuesta estatal) y la de reforma agraria, que creo comenzó a aplicarse de manera tímida y muy lenta.
Hay una forma de resolver las cuestiones duras, que han creado conflictos, diciendo que si tal o que si cual. No venían tantos del Ateneo: los diputados que eran madrileños y socialistas eran así así con esa institución (risas). Está mucho más en la complejidad del sistema de partidos que se creó, en la incapacidad que tuvo la coalición de radicales con la CEDA para tomar lo que tenían entre manos. En lugar de empezar de discutir entre ellos, podrían gobernar. Las continuas crisis de gobierno no son del periodo inicial.
Las crisis republicanas vienen del bienio derechista.
Son CEDA-Radicales. Eran opuestos ideológicamente, pero se supone que el mundo empresarial y patriarcal estaba detrás de los dos. Y sobre todo lo que estaba entre los dos es su oposición a los anteriores. Cada uno con su proyecto y su propósito, pero la media de los gobiernos es de tres meses. Con esos pocos meses, con continuas crisis, hay una debilidad institucional. Entonces bueno, cuando uno se acerca a la realidad social deja esas explicaciones… «como eran del Ateneo…» (risas)
¿Por qué se llevaba tan mal Azaña con otros políticos como Lerroux o Alcalá-Zamora? Lerroux estaba más cercano a sus ideas que gran parte del PSOE.
Alejando Lerroux y Azaña se llevaron bien un tiempo. En la alianza republicana, ya en 1926, y que llega hasta 1931. A final de este año tienen un problema y entonces Azaña elige que los socialistas se queden en el Gobierno, mientras que Lerroux dice que la República tiene que ser republicana. Los socialistas, llegada esta, tienen que desplazarse y pasar a la oposición.
Entonces, cuando se trata de mantener el gobierno de coalición socialista-republicano, hay una diferencia radical. Azaña quiere que el Partido Radical siga porque sigue siendo un fuerte apoyo de la República hasta la aprobación de la constitución. Interpreta el pacto de San Sebastián bajo este principio. Lerroux se niega a seguir en el Gobierno y pasa a la oposición. Tiene, entonces, a Azaña como un advenedizo al republicanismo. El político de Alcalá, en fin, ha llegado al republicanismo en el año 1925, mientras que él es un republicano histórico. ¿Cómo va a ser Azaña presidente de un Gobierno?
¿De dónde viene, ahora, su enemistad con Alcalá-Zamora? Quizá lo ve como parte de ese viejo mundo de la Restauración de políticos maniobreros.
No, no creo. La relación de estos dos venía de lejos: coincidieron con apenas veinte años en el despacho de un abogado célebre. Desde luego, hay una cuestión de estilo de gobierno, de manera de entender la República, que se traducía en la misma oratoria de cada uno. Alcalá-Zamora tenía una construcción muy barroca.
Es un epígono tardío de Castelar.
Exactamente. Sus discursos tienen una construcción gramatical de un hombre muy ducho en la materia. En la República ya no había ese tipo de oradores… Melquiades Álvarez era ya un gran orador moderno. Pero, volviendo a la disputa entre los dos, la constitución republicana no era presidencialista, sino semipresidencialista.
Le dejaba, así, un margen de maniobra importante al presidente de la República, el cual podía retirar la confianza al presidente del Gobierno y disolver las Cortes. Es verdad que eran dos veces y la segunda tenía que dar cuenta al Congreso. Esto le daba a Alcalá-Zamora una cierta capacidad de borboneo, como se decía entonces.
Esas disoluciones, ese borboneo, le cuestan el puesto.
Claro, había disuelto por dos veces las Cortes y en la segunda la mayoría parlamentaria lo echa.
Lo interesante es que esas Cortes, las que le cesan, habían nacido de una disolución del Congreso por parte de Alcalá-Zamora… ¡Las disolvió para que le echaran sin darse cuenta! En cierto sentido, se deslegitimaban.
No creo que lo hagan: actuaron de acuerdo con la ley. Ellos someten a discusión este cese y Alcalá-Zamora no tuvo ni el voto favorable de la CEDA, ni de los radicales (que eran los más injuriados). Él erró al no contar con la primera disolución de las Cortes, y usaba su poder como amenaza: los socialistas y los radicales le dijeron «ya no te queda ninguna posibilidad de disolvernos». Para garantizar, de hecho, que no te queda ninguna forma de disolver las Cortes te vamos a disolver nosotros (risas). Es verdad, eso sí, que la operación se cometió en el peor momento de la República. En eso estoy completamente de acuerdo.
¿Cuánto hay de espejo de Azaña en Juan Valera? Su biografía, excelente, tiene devoción por un personaje que comparte su visión cínica de España.
Azaña nunca tuvo una visión cínica.
Los diarios de Azaña no son el relato de un idealista sobre el pueblo que gobierna y tienen un posible enlace con las cartas íntimas de Valera.
Hombre, creo que hay otra afinidad que no va por ese lado entre Valera y Azaña. Primero, literaria. ¿Cuál es la literatura que más le podría gustar a Azaña? Pues, sin duda, Valera entraba ahí. Hay otra faceta, además de la literaria, que son sus críticas tanto literarias como políticas. Sus ensayos políticos y críticas literarias sin duda las conoce. Luego hay otra faceta, el político, ya que Valera fue embajador y diplomático. Creo que esa es la afinidad que más me parece en lugar de su visión del país.
La visión de Azaña de España es más profunda, y Valera puede ser más frívolo, más cínico.
Pero en el cinismo hay algo de despectivo. Valera cuando se produce la gran infección de literatura sobre la decadencia de España, todo el noventayochismo, es de los pocos que sale diciendo «¿de qué están hablando ustedes?». Tiene varios discursos, algunos en la Real Academia, que son una crítica al pesimismo del 98. Valera nunca habría dicho esa frase de Cánovas: «Son españoles los que no pueden ser otra cosa». Jamás se le hubiera ocurrido. Valera se sitúa en una tradición literaria rica, es consciente de eso, y se establece en una crítica a la política, heredera de Larra. Son esos artículos de este último sobre la incapacidad política de hacer una obra a largo plazo. «Tejer y destejer», que dice Juan Valera. «No hay leyes que den todo lo que pueden, siempre estamos tejiendo y destejiendo», afirmaba el político y escritor cordobés.
Entrando ya en el drama español contemporáneo, ¿fue la Guerra Civil inevitable? Julián Marías consideró que ningún historiador actual podía entender «los odios del tiempo».
He escrito varios artículos y algún libro intentando desmontar ese sentimiento que tuvieron muchos. El sentimiento nace de una experiencia y, por tanto, hay que tener respeto a esta. Otra cosa es cuando el sentimiento pretende sacar un argumento, que es cuando debes de tener en cuenta otra serie de elementos que están fuera de tu experiencia vital. Eso existe: durante toda la República hay muchos muertos por violencia directa, que te matan en la calle (atentados o insurrecciones). Es verdad que desde el tiempo de las elecciones hasta el golpe de Estado hay una violencia en las zonas rurales (propiedades pequeñas y medias) que tiene que ver con la ocupación de la tierra.
Ahora, otra cosa es pensar que eso no hubiera tenido otra solución distinta a una guerra civil. Ahí hay un paso no se puede dar por la mera experiencia del que vivió el periodo. ¿Qué es lo otro? Que el ejército, y dentro del ejército la fracción africanista, entiende que eso solo se puede resolver con un golpe de Estado. Este golpe ni siquiera es lo que explica la guerra: este pudo haber terminado triunfante. Siempre he procedido bajo la pregunta: ¿por qué al abrirse este tipo de dirección no se abre otra? Por otro tipo de factores en este punto.
Pero eso queda abierto: si la corporación militar entera da un golpe de Estado en la República no hay bicho que se mueva… pero el ejército estaba fragmentado. Hay muchos militares que no se adhieren a la rebelión. De hecho, los primeros muertos de la rebelión son los asesinados por sus propios compañeros.
Hay un personaje literario, admirable moralmente, que es el general Domingo Batet: murió fusilado en Burgos, en el 37, y había defendido la República de los disturbios del año 34.
Hay muchos. La rebelión militar no triunfa en Madrid, ni en Barcelona, ni en las grandes capitales. Pero no es totalmente aplastada y el no serlo no es responsabilidad de los golpistas. Esta es del Gobierno de la República, el cual no es capaz de acabar con ellos. Este cae y no se forma un gobierno que pudiera llamarse de «unidad nacional», los socialistas se niegan a incorporarse a ese gobierno. Este entonces es débil ya que son solo republicano. Entonces ve desde la más pura impotencia el comienzo de una revolución interna, en su territorio bajo control, y un golpe militar. Este enfrentamiento no hubiera durado más de uno o dos meses si no hubiera habido una intervención internacional, alemana e italiana. Se une el golpe de Estado, la fragilidad del Estado republicano (la revolución) y la intervención extranjera para explicar el porqué la guerra civil tuvo un efecto tan duradero, fue tan profunda y dejó tanto rastro de sangre.
Si se afirma «es que fue inevitable…», entonces, ¿por qué explicarlo? Si es inevitable, entonces, nadie tiene la culpa. Se culpa al odio, pero este se puede administrar de muchas maneras sin llegar a la guerra civil.
¿Es el asesinato de Calvo Sotelo el que lleva a Franco a entrar en la guerra o lo había decidido antes?
Creo que no. El asesinato de Calvo Sotelo no es el que desencadena la guerra. Eso estaba preparándose; el Dragon Rapide estaba apalabrado desde mucho antes. De hecho, conspiración monárquica hay desde el principio, luego esta va progresando. El golpe de Estado de José Sanjurjo, en el 32, fue criticado porque la situación no era madura.
Te comento esto porque el ejército de África, el que comanda Franco, es clave en la guerra: es el que permite unir las zonas rebeldes y el más efectivo en batalla sin duda.
Pero también estaba Mola arriba. Los carlistas… Fíjate que los primeros en dar un aliento popular, en el sentido de pueblo que toma las armas, no son los partidarios de Franco sino de Mola en el norte.
Una gran ironía: la Guerra Civil es la única que ganan los carlistas.
Bueno, lo ganan coaligados. Pero sí, claro, tienes razón.
¿En qué momento cambia el tono reposado, más irónico que violento, de los políticos del XIX a los del siglo XX? Los diarios de sesiones de la II República son siniestros en comparación con la Restauración e incluso el Sexenio.
El cambio viene porque hay diputados que están llamando claramente a la rebelión y otros en el hemiciclo que están hablando de revolución…
La Pasionaria lo dice claramente.
Pero el Partido Comunista está en ese momento mucho más siguiendo la política de la Internacional, en la defensa del Frente Popular, que no en la revolución. Pueden responder a una intervención de Calvo Sotelo en las Cortes, pero no están en esa disyuntiva. Es decir, ellos están defendiendo la política de Frente Popular. Lo más importante para ellos es mantener la coalición y están conteniendo el movimiento de huelgas que, a principios de mayo, está llegando al punto de huelga general. Defienden el lema del Frente Popular francés: «Hay que saber terminar una huelga». La retórica, «bueno, si quieren dar un golpe que lo den» es una retórica más de la izquierda del PSOE, del caballerismo, de la facción de Largo Caballero.
Ni Manuel Azaña o Alejandro Lerroux querían la guerra, pero ¿la querían realmente Indalecio Prieto, Largo Caballero o Calvo Sotelo? ¿Cuánto hay de bravuconada en sus escritos y discursos y cuánto de realidad?
Prieto desde luego no la quería. Incluso avisó: pronunció un famoso discurso en Cuenca en el que hace la profecía de «que no se puede seguir así». Defendía que un país no puede seguir en una situación caótica. Prieto está dispuesto a ir al Gobierno y es bloqueado por el grupo parlamentario y el comité de la UGT que está controlando Largo Caballero. Amenazan, incluso, con romper el Frente Popular si es presidente de Gobierno. Prieto cree, y Azaña con él, que el Gobierno tiene que reforzarse con la presidencia de los socialistas.
El 10 de mayo, con Manuel Azaña de jefe de Estado en la República, llama a Prieto para la presidencia del Gobierno. Este habría podido reforzar el gobierno del Estado y habría entrado en contacto con los militares. Esto es hacer cábalas, en fin. Lo que lo impidió es la división del partido socialista en dos alas.
Por aquel entonces los caballeristas casi matan a Indalecio Prieto en un mitin en Écija.
Hay disparos en ese acto, poco después del discurso de Cuenca. Las juventudes socialistas están en una deriva revolucionaria. No van a tomar la iniciativa, pero si la toman los otros les hacen la mitad del trabajo. Largo Caballero dice «ya podrán llevar entorchados, casacas, que la clase obrera dará cuenta de ellos…»
Baroja definió a Prieto como «falso hombre hábil» y Sánchez-Albornoz a Largo Caballero como «mula honesta» riéndose de su cortedad. ¿Faltaron líderes como Léon Blum en el PSOE del tiempo?
Podría haber sido Prieto el Blum. No era un carácter parecido a Blum, el tipo humano, pero Prieto podría haber gobernado. La diferencia fue que Léon Blum dijo «Yo gobierno» («Je suis Prêt»). Esto allí, incluso, tenía problemas. El Frente Popular francés sucedió un poco después del español y este último quedo en exclusiva en manos de los republicanos por esa decisión de los caballeristas. «Vosotros hacéis vuestro programa y cuando terminéis nos toca a nosotros…», ese fue el mensaje. Léon Blum, en Francia, asumió el poder.
Azaña afirmó, no sé si a un periodista francés o a su cuñado (Cipriano Rivas Cherif), «aquí no tenemos ningún Léon Blum». A Prieto lo paran los suyos, no los republicanos. Azaña acepta ser presidente pensando en que va a ampliar el gobierno republicano… Pero no lo hace, y en mayo ese gobierno está gastado. Casares-Quiroga puede ser sustituido desde la presidencia nombrando a un socialista. Los socialistas no entrarían jamás a un gobierno presidido por un republicano: era la experiencia del primer bienio y no se podía repetir. Prieto plantea su candidatura al grupo parlamentario… y pierde la votación. Esto hace que el Gobierno del Frente Popular sea débil.
Haces la carrera, Políticas y Sociología, en Madrid. ¿Cómo era el clima de la universidad con Franco? ¿Era posible la disidencia?
La universidad la empezó a perder la dictadura en el año 1956. Fue una verdadera rebelión que tuvo consecuencias políticas decisivas: provoca una crisis de gobierno, que es parcial, ya que caen el ministro de Educación y el ministro secretario general del Movimiento. Abren así una crisis, que no se va a cerrar hasta la del 57, donde hay una remodelación más importante porque ahí entran los llamados tecnócratas (dos ministros del Opus Dei y López-Rodó que está de subsecretario, grupo coherente con una política distinta a la anterior). Eso lo abre una rebelión estudiantil, la del 56 en Madrid, y luego la del año siguiente en Barcelona y Sevilla. A partir de ahí la universidad va a tener un papel decisivo en la transformación cultural que se produce en España en los años sesenta. Se unen los intelectuales, escritores y artistas que se empiezan a manifestar…
Los primeros manifiestos.
Más bien peticiones: utilizan mucho una figura que se llamaba el derecho de petición. Este permitía a todos los españoles dirigirse a las autoridades en petición de algo, era legal no lo podían negar (risas).
Es ese concepto que defendía Ricardo de la Cierva de democracia orgánica: intervención a través de los rígidos corsés legislados… para esconder que en la práctica es una dictadura.
Claro. El poder está concentrado en la jefatura del Estado, que tiene capacidad legislativa, toda la ejecutiva y puede determinar la capacidad judicial. El régimen como mejor se define en origen hasta el fin es como dictadura.
Es un régimen tramposo: intenta parecer una democracia particular en el exterior, estilo el Irán del Sha, y jugar a país normal europeo. La política exterior de Fernando María Castiella…
No creo que fuera Castiella, sino más bien Alberto Martín-Artajo que está antes de él en el Ministerio. Cuando entra, en el año 45, afirma que el régimen que viene de una guerra civil puede evolucionar a una forma de democracia que comienza a ser llamada orgánica, a través de los órganos naturales.
Esto es el viejo Estado corporativo de inicios del siglo XX, los órganos propios eligen sus representantes. Son todo oxímoron: democracia orgánica, sindicato vertical…
Sí. Pero ahí es un encuentro claro de las distintas instituciones que están sosteniendo la dictadura. El sindicato quedó desde el inicio bajo el control del Movimiento. Ahí los grupos cristianos no tuvieron mucha importancia. Sin embargo, la dirección de la política exterior y la de la economía luego del año 57 queda en manos de grupos católicos. No hacen una política ordenada por la jerarquía de la Iglesia, pero vienen de ahí. Ese mundo es donde se cuece todo eso de lo democracia orgánica, cosa que a los falangistas no les gustaba nada ¡ellos querían un Estado fascista! Las primeras tensiones dentro del régimen se producen entre Falange y el mundo católico.
De hecho, en esta última etapa los falangistas solían proteger a los disidentes del discurso oficial, como nos comentaba Carlos Saura con sus primeros filmes.
A todos hasta cierto punto no. Depende en qué momento, claro. La primera salida fuerte a la opinión pública del falangista Dionisio Ridruejo es acusar a Franco de no construir el estado fascista, ya en el año 42. Algunos han dicho que Ridruejo está camino de la democracia, ¡ni de broma! Lo que le reprocha es que la promesa del Estado fascista no llega y se reparten puestos entre gente no adepta.
¿Por qué eliges Ciencias Políticas y Sociología en la universidad? Vinculación al mundo socialista, interés por las ciencias sociales…
En ese momento estaba muy en boga la sociología comparada y las preguntas ¿por qué hay democracia? ¿Cómo surge la democracia? ¿Por qué se producen las revoluciones? ¿Cuáles son las etapas de la revolución? Esas eran lecturas que había tenido y que me movían a comprender el cambio que estaba ocurriendo en España. Se trataba de entender cuáles eran las perspectivas de ese cambio que las lecturas marxistas y cristianas de mi juventud se situaba en un proceso en el cual la democracia podría ser primer paso al socialismo.
Según nos contó Joaquín Leguina, los estudios de sociología y estadística en aquel tiempo estaban en pañales y se conocían «mal» las matemáticas. ¿Cuál es tu opinión como sociólogo?
La sociología empezó en una escuela en San Bernardo, de origen católico, que después del 39 deben exiliarse. Juan José Linz, por ejemplo, gran sociólogo, debe irse en el año 1950. Francisco Ayala era catedrático de Teoría del Estado aquí, pero es el primero en hacer un tratado de sociología (que ejecuta en el exilio).
Umbral se mofaba de Ayala y su sociología, que consideraba «prehistórica», diciendo que presumía por detrás de ser «el profesor mejor pagado en Estados Unidos».
Hombre, en Estados Unidos estaban bien pagadas las cátedras, pero no creo que Ayala fuera tan bien pagado. Allí hay mucho margen: no gana lo mismo un full professor en una universidad menor que en Harvard. Además de todo el currículo. Las diferencias contractuales son notables dependiendo de lo que se produce. Yo no lo hubiera tenido como un reproche que fuera el mejor pagado de Estados Unidos (risas).
Volviendo al tema de tu vocación de sociólogo…
Pretendía estudiar eso, las revoluciones, que eran una de las grandes inquietudes de mi generación: ahí no soy nada original. Nuestra generación, formada por la Iglesia católica (aunque yo fuera a un instituto), tenía esa perspectiva: la educación estaba en manos de jesuitas, escolapios, salesianos, etc. El influjo de la Iglesia era brutal, absoluto. Nosotros despertamos a la conciencia política a través de una especie de transición de esas lecturas a lecturas marxistas.
La frase del papa Francisco reciente donde equipara a cristianos y comunistas, además también de los últimos libros de Antonio Escohotado.
Hay algo ahí que creo solo puede producirse en ese momento, en los años sesenta, que fue el encuentro marxismo-cristianismo. Es el tiempo del diálogo y esto se ve en Cuadernos para el diálogo, Triunfo, etc. Allí escribía gente que venían de una tradición cristiana, de un cristianismo marxistizado, que se encuentran con marxistas que ven la posibilidad de abrir el Partido Comunista. Es eso que llamaron los comunistas, que incluso fueron los creadores, de «la reconciliación nacional». Es un proceso a la democracia donde se encuentra gente que viene de los vencedores y de los vencidos. Eso lo descubren los hermanos mayores de mi generación: los que vinimos después, que no éramos niños de la guerra, vimos el panorama que se nos abría cuando despertamos a la conciencia política. Yo formo parte de esa corriente y me preguntaba por qué en España no había una democracia y cómo se construye esta. Como decía Javier Pradera, «no leímos a Stuart Mill, sino a Marx».
¿Cuándo conoces a Javier Pradera?
Lo conocí en París. Había estado un año allí, en el 67 o 68…
Era el gran viaje de todo «progre» en la dictadura.
Creo que más que a París era irse de aquí (risas).
Coincides con el juicio que nos contó Gabriel Albiac: hay que irse de aquí.
Ibas un poco por eso. En París tuve la gran suerte de conocer y tratar mucho a Fernando Claudín y José Bergamín. A Claudín y Jorge Semprún los habían expulsado del Partido Comunista Español en el año 1965.
Afirmaron la disociación del Partido Comunista Español (PCE) con la realidad del país, que no era el de los años cuarenta, y la Pasionaria llamó a Semprún «cabeza de chorlito», según sus continuos libros de memorias.
Sí. Ahí hay un debate que he estudiado después. En realidad yo tenía muchos amigos del Partido Comunista en Sevilla y a mí estos me dijeron que entrara en contacto allí con Manuel Azcárate, que llevaba una fundación y local bajo protección del Partido Comunista Francés. Los conocí allí y les escribí alguna cosa para la revista Realidad, pero no les gustó mucho aquello. Otros amigos, a la vez, me dijeron que le diera recuerdos a José Bergamín, y a través de este tomé en contacto con Fernando Claudín.
¿Conociste a Semprún? El gran seductor del comunismo español, según Juan Cruz.
Era un seductor, aunque yo lo traté menos. La hija de Ricardo Muñoz Suay le llamaba «el pajarito». Muñoz Suay era el que organizaba el mundo cultural del PCE y estaba vinculado al cine. Y ¡era un pajarito! (risas). En el pequeño grupito nuestro él venía, se sentaba un ratito, y decía «tengo que irme» y desaparecería (risas).
Vuelves luego a Sevilla, donde llegas a ser director de un colegio, en tu primera madurez.
Eso fue en el 73 y 74. Llegué antes a Madrid para cursar Políticas y Sociología. Eso fue que unos amigos crearon un colegio en la zona de Aljarafe. Al mismo tiempo, vi un anuncio de las becas Fullbright, que solicité y me la concedieron. Eso hizo que solo estuviera en la dirección del colegio un año. Fui a la reunión sobre esas becas, que coincidió con el día del asesinato de Carrero Blanco. Dejé el colegio, ya que me la concedieron, y me fui a Estados Unidos.
¿No estaba mal visto estudiar en Estados Unidos? Quim Monzó nos dijo que cuando le dieron la beca, a inicios de los ochenta, la literatura norteamericana era parte de «el Gran Imperio del Mal».
Éramos muy antiamericanos… Yo quería estudiar sociología de las revoluciones y existía una gran tradición en el oeste, en California, de sociología. Había una biblioteca en la llamada Hoover Institution y recuerdo que una de las preguntas de la comisión de la beca era «¿usted sabe que esa institución es muy conservadora?». Respondí: «sí, pero a mí lo que me interesa es la biblioteca de esa institución». Quería hacer un trabajo de investigación sobre las sociedades posrevolucionarias, es decir, qué pasa después de una revolución. Había una gran producción teórica sobre cómo se gestan y las etapas de una revolución, pero había menos sociología comparada sobre qué pasa después de las revoluciones.
Era 1974. ¿Cómo era esa California todavía de hippies y contracultura?
Es esa California donde iba a cantar Joan Baez… Ya había pasado todo eso cuando yo llegué y quizá era algo mayor. No entré en la universidad, era más bien en la Hoover. Ahora, el clima social era lo que algunos llamarían el paraíso.
La comparación con la España de Franco, un clásico generacional de todos los que salieron.
Hombre, claro. Ir a Estados Unidos e investigar fue clave para todo lo que hice después. Primero, porque cambié de objeto: tenía una magnífica biblioteca sobre la guerra civil, la República…
¿De dónde venía esa biblioteca?
De Burnett Bolloten, que había recopilado una gran colección.
Es el autor pseudofranquista de la guerra civil, ¿no?
Era muy anticomunista, más bien. Pensaba que aquí se había trabajado por la creación de una república popular al modo del que serían luego la república popular alemana, polaca… Vio en los comunistas españoles, en los delegados de la Internacional que vinieron, una traición a la revolución anarquista. Por eso se llamaba El gran engaño en su primera edición. Él tenía simpatías por el intento anarquista, como todos los hispanistas entonces.
Ese anarquismo era, en cierto sentido, producto propio del país, tiene menos influencia externa que el socialismo. Dataría del proceso revolucionario de 1868, derivado del partido federalista de Pi y Margall.
Claro. Pero iba más al anarquismo moderno, a la CNT, que se crea en 1910. Ese es el anarquismo fuerte de la República. No es tanto el anarquismo utópico del siglo XIX.
Pero existe una línea respecto al republicanismo federal en torno a Proudhon.
Pero es una línea discontinua. La novedad en esa década de los 10 es la creación de los grandes sindicatos, el peso de la clase obrera organizada sindicalmente. Eso en el siglo XIX no estaba organizado. Es el sindicalismo revolucionario, que podría ser un fondo, pero algo diferente, aunque no contrario.
Vamos a volver al siglo XX con la Transición, que está ahora en pleno revisionismo por autores más jóvenes. ¿Se puede considerar la Transición una segunda Restauración?
De ningún modo. La Transición es, precisamente, la imposibilidad de hacer una segunda restauración. Cuando realmente se piensa en la Restauración es a partir de 1945 como una salida al régimen. Es una continuación, culminación, de la dictadura. Se pretende que el aparato constitucional va a continuar, reformado, pero va a continuar. Los restauradores son luego los reformistas del régimen. ¿Cuál es el paquete de medidas que tienen previsto? Algunas de las leyes fundamentales, con reformas y una cámara algo más representativa.
¿Se habría atrevido a legislar con la célebre definición de soberanía, tan conservadora, de «las Cortes con el rey»? ¿Habrían dado poder ejecutivo al monarca?
No todo, pero sí. El rey iba a tener poder moderador. Se buscaba, se hablaba con don Juan, de una Corona «fuerte». Va disolviéndose esa idea, pero se pretendía dar al rey una capacidad dispositiva fuerte. El principio monárquico actuante, en cierto modo, va por ese camino. La Transición, que empieza así, varía en el momento en que se disuelven las instituciones del Movimiento (el Movimiento, los sindicatos y las Cortes) y se legalizan todos los partidos, en el primer gobierno de Suárez… Ya no es una restauración. ¿Cuándo deja de serlo? Cuando las Cortes se convierten en constituyentes: esto no estaba previsto en la ley orgánica. La ley de la reforma política decía que «procedería el Congreso y el Gobierno a la reforma que fuera menester». Nadie de los que pretendieron reformar al franquismo aceptaba es que las Cortes primeras fueran constituyentes. Y estas lo son por un procedimiento anómalo: no fueron elegidas para ser constituyentes. Lo primero que hacen los diputados, y esto lo favoreció que no hubo mayorías absolutas, es llegar al acuerdo de que van a ser constituyentes. Lo que sale de la Constitución no es la restauración de la monarquía histórica, sino algo nuevo…
Una nueva planta.
No es ni siquiera eso: es un Estado democrático de derecho. La monarquía es la forma del Estado, pero este no se define por ser monárquico.
¿Es el gran hombre, el gran tahúr, de ese cambio legislativo Torcuato Fernández-Miranda?
No, nunca lo he creído. Ahí interviene más gente. Fernández-Miranda es clave en la presentación de Suárez al Consejo del Reino. Fue astuto hasta ese momento. Ahora, hay elaboraciones previas: Carlos Ollero aportó su grano de arena. De hecho, el Ministerio de Justicia de Landelino Lavilla o Herrero de Miñón ahí estaban. Gente que sabía de derecho constitucional. Y estaba Suárez: alguien capaz de tomar iniciativas políticas arriesgadas en el momento más decisivo.
La propia legalización del PCE la toma con conocimiento del rey y nadie más.
Y no estoy muy seguro que con el rey (risas). Tendría que haber hablado con más claridad. Creo que ahí se jugó todo. Hubo en un primer momento el envío de un papel del Consejo Supremo Militar que no llegó a salir, el cual era casi un golpe de Estado. El punto clave de inflexión de todo el proceso fue la legalización del Partido Comunista, ya que lo que demostró eso fue que las fuerzas armadas perdían el derecho de veto sobre lo que era posible hacer. El Ejército no dirige el proceso, no tienen capacidad de dirección.
Herrero de Miñón afirmaba que el artículo VIII de la Constitución, «Las Fuerzas Armadas, (…) tienen como misión (…) defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional», llegó en un sobre lacrado a la comisión constitucional.
Tendrá sus fuentes. Hay otras historias más para película de cine. Lo que está claro es que es el artículo que más reproduce lo que se disponía del Ejército en la ley orgánica del 67. Lo que quiere decir que sí, que hasta ahí llegó la presión militar ¡qué duda cabe! ¿Por qué fue aceptado? Porque las constituciones, ese tipo de principios, se desarrollan luego por las leyes y cómo se actúa en la práctica y establecen una normativa estricta. La ley tardó, pero la que pergeñó Narcís Serra vacía de contenido ese artículo. Eso quiere decir que hay un ojo puesto a cómo respiran las fuerzas armadas, hasta dónde se puede llegar…
Esto se llamaba Pánzer Democratié, democracia tutelada por el Ejército.
No estoy de acuerdo en eso, para nada. Había dos puntos en los que el Ejército era intratable: introducir nacionalidad en la Constitución y la legalización del Partido Comunista. Esas eran las dos líneas rojas para los militares… y la primera se pasó, y la segunda también. ¿A costa de qué? A costa de reforzar el artículo 2, el de la nacionalidad: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…».
Esa indefinición, nación y nacionalidades —inentendible en Francia, por ejemplo—, ha traído constantes problemas.
Ya, pero permitió poner en marcha los estatutos de autonomía.
Carlos Dardé afirma que parte del espíritu de la Restauración se construye con la divisa «la aceptación del adversario». ¿Es esto clave en la Transición?
Ese periodo es en buena medida el resultado del encuentro que empieza a haber en España en el año 56, que se multiplica en los años sesenta. El contubernio de Múnich en inicio, hasta cierto punto, ya que todavía excluye a los comunistas. Son las mesas democráticas, las asambleas, el encuentro entre católicos y comunistas, es Cuadernos para el diálogo, es Triunfo, Serra D’ Or, Destino, etc. Son esas revistas donde puede escribir un comunista o un cristiano.
Gregorio Morán suele recordar que gran parte de los intelectuales de Triunfo querían la ruptura en los setenta.
Bueno, a medida que el final del dictador se acerca se construye un lenguaje rupturista, similar tanto en el PCE como en el PSOE. Incluso en este último es más rupturista…Pero nunca, ¡nunca! (risas), dio lugar a una práctica con la ruptura. Más bien era un discurso que no negaba a encontrarse con el Gobierno si este no se negaba a negociar sobre puntos concretos. Eso forma parte del discurso: se escribe en Mundo Obrero y El Socialista. Es decir, si el Gobierno negocia, y llegamos a un acuerdo, tiene que haber elecciones, libertad de partidos, libertad de prensa, disolución del aparato del movimiento, etc.
¿No es la propia victoria de la UCD como partido mayoritario la que dinamita la ruptura? Deja ver el tejido social del país…
No, no, es que se entiende que la ruptura está ya dada. La práctica de esta, lo que se negociaba como ruptura pactada, es que «tú mantienes ese discurso rupturista —aquí empieza algo nuevo—, pero nunca dejas de negociar». Si Fraga llamaba, acudían a este. Cuando Suárez llamó, todos fueron a hablar con él. Primero individualmente, uno a uno, y luego la comisión de los nueve. Hay lo que creo que está bien denominado «ruptura pactada». La ruptura era amnistía, libertades de todo tipo, reconocimiento de derechos humanos, disolución de las instituciones del régimen y convocatoria de elecciones. Lo que fueran a hacer luego las Cortes constituyentes lo decidirían ya los propios diputados.
¿No hay en el revisionismo de la Transición una especie de malestar del viejo militante comunista, hemos citado a Morán como ejemplo, ante la imposibilidad de una democracia popular aquí?
Pero eso ya viene de antes. De la propia Transición…
El propio eurocomunismo fue la primera «traición».
Ya, claro. Pero el propio periodo originó un discurso anterior a lo que todo el mundo piensa, que se inicia ya en los últimos setenta. La Transición dio pie a un discurso del llamado «desencanto». «Esto no, esto no es». Comienza luego de que Suárez es nombrado presidente del Gobierno, permanece luego de las elecciones. Lo que veo es una renovación de ese discurso cuarenta años después (risas).
Llegamos a los tiempos modernos, donde el sistema del 78 es cuestionado y uno de sus garantes, el PSOE, dividido como en los años treinta ¿En qué momento el sistema comienza a agrietarse? ¿Con la crisis económica? ¿La presidencia de Zapatero?
Creo que habría que decir que el sistema del 78 es abierto. Lo que ocurre en los años de la Transición no crea un sistema cerrado, ni siquiera un régimen. ¿Por qué? Porque muchos de los elementos fundamentales, incluso de la forma de Estado, estaban por desarrollar. El sistema de la Transición sucumbe cuando esta termina: sucumbe UCD, casi desaparece el PCE, se transforma la derecha franquista de Alianza Popular (los siete magníficos) en otra cosa, etc. Y lo que se va construyendo es un sistema de partido dominante, con una distancia con el otro partido de más de veinte puntos. Es decir, que no hay una alternativa de Gobierno.
El célebre término «techo electoral» para Alianza Popular.
Los años de Felipe González hasta 1993. En el momento en que emerge un partido alternativo sí se puede decir que va a consolidarse una especie de régimen. Esto en el discurso político entra en unas complicaciones que no tienen sentido. Pero el sistema que se discute, que discute o niega el 15M, es el sistema bipartidista creado a partir del 93.
De hecho, ese bipartidismo es el gran punto en común con la Restauración de Cánovas para los revisionistas de la Transición.
Bueno, no tienen nada en común: ahí el turno dependía del rey, que decidía el Gobierno. Y, además, las elecciones estaban trucadas, eran falsas.
Menos en las ciudades, donde era más difícil comprar el voto.
No, en las ciudades también. Solo en Cataluña a inicios de siglo…
Y en Madrid también, como estudió Javier Tusell respecto al ascenso de candidaturas republicanas en la década de 1890.
Bueno, en la capital así, así: va ganando limpieza. Pero las primeras elecciones en que no hay falseamiento del sufragio es en la República.
Siguiendo con la capital, eres un gran y reconocido historiador de Madrid, al que has dedicado gran parte de tu obra historiográfica y sociológica en los noventa. ¿Cómo ha cambiado esta ciudad desde la muerte de Franco a la actualidad?
Creo que hay dos grandes proyectos, luego de la muerte de Franco. El primero es el del crecimiento cero, muy cercano al pensamiento urbanístico italiano «las ciudades hay que resguardarlas y limitar el crecimiento», y luego está el gran proyecto de Gallardón. El primero era el de Joaquín Leguina. El de Gallardón, sin embargo, era muy distinto y pretendía un crecimiento espectacular, aunque también arreglar las vías de circulación. La vía de circulación es ya un sueño desde la República, que sería la M30, al que se debe bastante de este crecimiento. Los dos tenían su razón de ser en su momento, pero falta uno en la actualidad. Y yo ahí veo una gran parálisis en el ayuntamiento actual, no hay un pensamiento de Madrid. Podía haberlo en el de Leguina, verlo y discutirse en el Ruiz-Gallardón; ahora, no veo un pensamiento en el proyecto actual. La ciudad ha tenido una transformación esperable dada la crisis económica; hacer de ella una ciudad de servicios —lejana a una industrial—. Quizá haría falta que fuera una ciudad de servicios competitiva en el terreno que se va a competir más.
Al tema de las regiones. ¿Cómo es posible encauzar el problema de Cataluña? ¿Son las tensiones allí un fruto cultural, el llamado «adoctrinamiento nacionalista», o económico?
Es muy complicado. La fórmula mejor pensada para encauzar este problema la dio Santiago Muñoz Machado: reforma del estatuto, reforma constitucional, hechas paralelamente y sometidas a referendo. Pero, claro, me dirás «esto es…». Pero podría ser el camino. Que aquí nos convenciéramos de que la reforma de la Constitución no es solo ya necesaria, sino urgente. Era ya necesaria en 2004 y Zapatero la llevó en su programa. El título 8, «De la organización territorial del Estado…», ya no da más de sí: era procedimental y está terminado. El Estado no está constitucionalizado, aunque los estatutos formen parte de la Constitución, debía reconocerse la existencia de lo que hay en Cataluña y Euskadi y que tuvieran un ordenamiento específico. Y esto debería ser acorde con el resto de las comunidades porque estas ya son sujeto político constituyente.
Esta aparición de las naciones políticas, ¿puede llevar a una deriva yugoslava?
Puede, claro. Todo puede ocurrir. En política lo que no está escrito es que no ha sucedido nunca. Puede llevar a un incremento de discurso populista, a un aumento del odio, de los conflictos civiles, con muy mala salida. Por eso es necesaria esa reforma paralela que te comento. Ahora, tal como está el panorama político… es una hipótesis que no se puede realizar.
Como sociólogo y politólogo, ¿era realmente Zapatero socialdemócrata? Parece una mezcla curiosa de Tercera Vía y populismo…
Es lo que se intentó como una especie de socialdemocracia republicana. Es una socialdemocracia que no tiene ya un programa económico propio, pero sí un programa de valores.
Pero, en el fondo, es un estado del bienestar sufragado por la especulación económica: ese era el modelo de Blair.
Era la manera española de aplicarlo. Pero más que la conexión con Blair esto va mucho más allá: es la conquista de la cuarta fase de los derechos humanos. Énfasis en el reconocimiento de matrimonio para gay y lesbianas, derechos de la mujer e igualdad… Todo esto que había quedado fuera del programa socialdemócrata en los años gloriosos. Se insistía en ese punto. Pero, por lo demás, no veo nada que se pueda decir que es distinto a lo anterior.
¿Qué queda del viejo socialismo en el PSOE? ¿Es consecuencia su vaciamiento ideológico de la debacle de la socialdemocracia en el mundo occidental?
El reciente, el actual, ha estado enfrentado a un reto que es un partido desde la izquierda como el que representa Podemos. Los socialistas aquí se acostumbraron demasiado fácilmente a que por su izquierda nada iba a tener un atractivo electoral que les desbancara de la primera posición. Eso no lo pensó nunca la dirección, cuando el secretario general era Felipe González, ya que el Partido Comunista quedó prácticamente escondido debajo de unas siglas, Izquierda Unida.
Ese partido jamás ganaría unas elecciones y tampoco surgió nada en la época de Zapatero. Estos son los primeros que deben enfrentar a este hecho y ha ocurrido el desconcierto. Esto tiene que ver más con esa realidad que con lo que haya ocurrido en Europa, que también, o la crisis de la socialdemocracia clásica. La forma que ha adoptado, que es lo que me interesa, no se explica si no es porque no han sabido responder a una competencia. Además, en un momento en que la derecha no se hunde.
Eso ha dado lugar a un nuevo sistema político: o bien pactaban con su izquierda, apareciendo como fuerza subalterna, o bien bloqueaban las posibilidades de la derecha y aparecían entonces como obstáculo para todo el sistema y el gobierno. Y no han sabido qué hacer. Se han mantenido en la política del «no» en una competencia tan fuerte por los dos lados. Eso por parte de la dirección del partido: no se puede estar nueve meses diciendo no. Entonces, es una dirección derrumbada, incapaz de gobernar. Al mostrarse que esa dirección bloqueaba, mientras crecían los demás partidos, se recurrió a lo último que debía haberse recurrido: un golpe interno impresentable para cualquiera.
El reciente Comité Federal del PSOE. Susana Díaz llorando, Pedro Sánchez resistiendo sin apoyos…
Sí, sí. Es de los momentos más bajos de su historia. Yo lo comparé con la escisión del 35.
Pero los años treinta, a la Céline, tienen cierta épica narrativa.
Esto es así. Lo definió bien Josep Borrell: «Si esto es un golpe, ha sido organizado por un sargento chusquero» (risas). Estaba bien esa definición. ¿No podía cambiar de rumbo el PSOE sin una conspiración de notables que recurren a una estratagema sin los estatutos? ¿No se podía haber esperado al Comité Federal y presentar una censura para salvar la posición? Es una manera vergonzante de hacerlo. Le va a resultar la reforma más costosa que cualquier cosa anterior: todas las salidas son malas. Sería un desastre que el secretario general dimitido empiece una peregrinación por todas las sedes, ¿qué les va a ofrecer? ¿un pacto con Podemos? Esto lo dijo Pedro Sánchez incomprensiblemente en Salvados a Jordi Évole.
Cualquier solución es mala.
Esa es catastrófica: ir de agrupación en agrupación a decirles a gente que está desmoralizada algo como «no se preocupe, vamos a reconstruir esto ya que vamos a pactar con Podemos». Y la comisión gestora no puede confundirse con la dirección del partido… Están todos apretados, es lo que se produce en política con un cúmulo de decisiones políticas equivocadas. Y estas son enfrentadas: de pronto no ves salida. ¿Quién dice que hacer tiempo es igual a tranquilidad? Esa era la manera de gobernar de Franco cuando no había oposición alguna (risas).
¿Es la abstención del PSOE al gobierno del PP una forma de responsabilidad política ante las exigencias económicas de Bruselas, según el discurso de la llamada «casta», o una traición ideológica a sus bases?
No creo que sea traición. Tiene que ver con la percepción de que ante unas terceras elecciones el PSOE iba en posición catastrófica.
¿Es, entonces, un cálculo electoral?
No, no solo es eso. Es también someter al sistema de la política a una presión tan fuerte… No puedes someter a los electores a «el resultado de estas elecciones no me gusta, se repite» y resulta que tampoco te gusta…
Volvemos a la inestabilidad de los gobiernos del 34 que has citado.
¿A dónde vamos entonces? El más fiel elector del PSOE no repetiría en terceras elecciones. Yo no lo iba a repetir (risas). Y no soy de los más fieles, que he votado otras cosas…
¿Existe realmente una casta vinculada al PP y al PSOE? ¿Tiene razón Verstrynge al hablar de familias poderosas aquí citando Poder y privilegio de Lenski?
Creo que «casta» es una vieja voz, un concepto gastado, para definir al enemigo que construyes en términos populistas. No es ninguna novedad: casta ya se usaba en los tiempos de la Restauración. De casta hablaban los italianos… Todo discurso populista habla de casta: divide la población en dos. Esto es, casta y nosotros. Hay otra cuestión que daría otro análisis: ¿existe en España un poder oligárquico, político, económico que toma decisiones? Y ahí te digo que no: hay intereses enfrentados. No son los mismos. Por otra parte, la relación del poder político con el económico es tan vieja como desde la existencia de estos, pero es una relación cruzada de conflictos y tensiones…
No es lineal.
Tampoco es compacta. Te preguntas «bueno, el Ibex 35…». Pero, ¿quién está en el Ibex? ¿Cuándo decide? ¿Se reúnen estos señores? Es como cuando se dice «la clase obrera quiere…». Oiga, habla usted en nombre de su sindicato, no de la clase obrera. Esto se escribe así en una historia reciente de la Transición que narra cómo los líderes obreros traicionan a la clase obrera. Y, según esta tesis, la democracia no triunfó por esa traición. Logró grandes conquistas, pero los partidos la traicionaron (risas)… A esto hay que echarle muchas horas para entenderlo.
¿No os fascina a los viejos marxistas, formados en Weber o Lenin dependiendo del radicalismo, la vigencia en el panorama político de un pensador «menor» como Ernesto Laclau?
Vigencia… Más bien de un sector de Podemos. No me fascina: lo que Laclau ha racionalizado son las políticas que se han puesto en marcha en Latinoamérica.
¿Es Laclau un heredero de los autores bonapartistas del siglo XIX? Quiero decir, toda la estrategia de Podemos es vertical y su líder no oculta el modelo cesarista latinoamericano.
En parte. La estrategia de Podemos, por otra parte, está todavía por ver. En Podemos hay dos grandes alas. La primera, que en su primera mitad escondía su discurso de izquierda por ser «marca perdedora», ha hecho una especie de fagocitación de esa ideología, tomando su discurso. Mientras tanto, hay otra que permanece en el discurso populista de Laclau. El discurso de Laclau, si se pudiera transformar en práctica, es que luego de la conquista de Estado, a partir de esta —«el asalto a los cielos»—, organizas la política en el modo en que te ha llevado al poder. O sea, a través de un discurso populista. El populismo puro, el de Laclau y no el que hace pactos con Izquierda Unida, llega a las instituciones y lo hace de manera minoritaria. Con lo cual, debe negociar con lo que era casta antes. De la negociación nace un cambio en la retórica y les lleva a privilegiar el pacto con aquellos de la casta que se prestan a negociar.
¿El sector de Podemos más inspirado en Laclau permitiría la alternancia una vez llegado al poder?
Haría todo lo posible para que esa alternancia no fuera posible (risas).
Esa es la clave del peronismo.
Pero eso está en el discurso, está plenamente en aquello que llaman proceso constituyente. Lo que pasa es que, claro, cuando hay una constitución que tiene las normas establecidas de su propia reforma esto es complicado.
En Politkon un artículo excelente de Pablo Simón («Los diques frente a la hegemonía») exponía los limes legales del sistema político español en una deriva populista.
Claro. Pero tú supones en una hipótesis racional que ese asalto al poder es del pueblo, al que se le supone una inmensa mayoría. El proceso constituyente antes, en minoría, va desconstituyéndose. Todo eso está escrito, no me lo invento. Consiste en cargarte símbolos, interpretar la historia de manera que no refuerce al adversario: eso es la deconstitución. Todos lo han hecho: Hugo Chávez, Evo Morales, etc.
¡Pero eso sería el bonapartismo del siglo XIX!
Sí. Pero no había televisión (risas).
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