Ronda poética y política del café
Vicente Araguas
ESCRITOR, TRADUCTOR Y CRÍTICO LITERARIO
Revista de Libros, nº 129 · septiembre 2007:
Marcos Ordóñez RONDA DEL GIJÓN Aguilar, Madrid - 296 pp. 19 €
Antoni Martí Monterde, POÉTICA DEL CAFÉ Anagrama, Barcelona - 492 pp. 20 €
Pocas portadas más ilustrativas que esta que, entre kitsch y documental, Aguilar ha aplicado al libro de Marcos Ordóñez, Ronda del Gijón. Un libro que, por lo demás, lleva el subtítulo de «Una época de la historia de España», no muy afortunado porque si bien es cierto que por el Gran Café de Gijón (que así se llama oficialmente el lugar) han pasado multitud de personajes, no lo es menos que su capacidad decisoria, aparte de en algunos territorios literarios y cinematográficos, ha sido escasa. Otras razones aparte, el Gijón, cuna de sinfín de anécdotas recopiladas por Ordóñez, ha sido ágora o tertulia masiva, pero dificílmente lugar de trabajo intelectual, ni siquiera de labores conspiradoras (nada que ver con La Fontana de Oro, La Granja del Henar, el Régina, ni siquiera la cafetería Galaxia, hoy Van Gogh); aspectos ambos que podrían justificar el subtítulo de marras, colocado en la portada entre una fotografía estupenda –poblada de bigotes y bigotillos, si bien el eje central (Gerardo Diego) presenta el rostro impecablemente afeitado– de poetas no demasiado jovenes aunque sin duda creadores, y otra en la que se muestra una taza de café con instrumento de escritura sobre el platillo, apoyado el conjunto en un manuscrito, lo que recuerda un poco el famoso «recado de escribir», que solicitara Martínez Sarrión, o eso cuenta en sus memorias, al desembarcar en el Gijón recién llegado a Madrid.
Y entre lo kitsch (no otra cosa pueden parecer hoy los cafés literarios) y lo documental se mueven los testimonios de dieciocho habituales (en un momento u otro de sus vidas) del Café Gijón que van cediendo su palabra a Ordóñez, notario de ella después de haberla depurado a partir de un hábil –se supone– interrogatorio. Bien entendido que dos de ellos son el camarero (relaciones públicas más bien, escritor incluso) Pepe Bárcenas y el ya fallecido cerillero Alfonso, quien desde su tenderete a la entrada del local me facilitó la adquisición de algún libro que añadir a mi colección bibliográfica sobre el tema, que se inicia con Crónica del Café Gijón (Madrid, Biblioteca Nueva, 1955) de Marino Gómez-Santos, libro aparentemente amable pero no desprovisto de mala intención, que le supuso a su autor la expulsión del lugar y que su valedor, César González-Ruano, se trasladase al vecino Teide, en Recoletos esquina Bárbara de Braganza, donde hoy se halla la Fundación Mapfre. González-Ruano, sobre todo en el discurso moderadamente perverso de Jesús Pardo, aparece con frecuencia en este libro. Pintado aviesamente por Pardo, quien recrea a César recreándose en el fornicio de su señora (calzada con katiuskas) y el secretario de turno. Claro que, si repasamos el Diario íntimo (Madrid, Taurus, 1970, p. 17), de González-Ruano, veremos una anécdota regocijante de Pardo, de quien en la página anterior se habla de sus «veintitrés años estiraditos y terriblemente afectados». Es decir, que donde las dan, las toman. Lema bien conocido de la tribu literaria que en este sentido, de Eugenio Suárez a Maruja Torres, pasando por Ana María Matute o Manuel Vicent, aprovechan su testimonio para despellejarse unos a otros. Ya se trate del pobre Juan Antonio de Zunzunegui con su fama de gafe (balizada aquí por Suárez, quien luego quedará de chupa de dómine en el verbo retrechero de Pardo), del primer marido de la Matute, El Malo (ni más ni menos), o de la esposa, también primera, de Ruiz-Castillo, lo que de paso nos ilustra sobre los hipocorísticos de algunos de los dueños del Café: Pepe el Mono, Pepe el Oso y Chita. Vamos, que aquí salen muy pocos ilesos, lo que agradecerá el lector que aprecie la sal gorda, bien escrita y argumentada, y –sobre todo– aquellos que no conozcan toda la batería bibliográfica sobre el Gran Café de Gijón, citada parcialmente por Marcos Ordóñez, y en la que podemos encontrar muchas de las anécdotas gijoneras recurrentes. A ella cabría añadirle: VV.AA., Café Gijón, 100 años de historia (Madrid, Kayededa, 1988), José Esteban, Café Gijón (Madrid, Lotería, Tabaco, 1996) VV.AA., El Libro del Café Gijón (Madrid, Encarnación Fernández e hijos, 1999), y Antonio Granado Valdés, De Gijón al Café Gijón (Madrid, Encarnación Fernández e hijos, 2002). Pero el mejor libro sobre tan mítico lugar probablemente sea La noche que llegué al Café Gijón (Barcelona, Destino, 1977) de Francisco Umbral, quien no se deja ver en la ronda llevada adelante por Ordóñez, como protagonista activo, claro, tal vez porque –como apunta Manuel Vicent, autor del que es tal vez el testimonio de mayor belleza literaria de los que encierra el libro, y como consecuencia de alguna maldad umbraliana sobre los autores del exilio– se presentó enel mítico establecimiento un individuo quien tras interpelar al escritor y «antes de que Umbral pudiera responder, le atizó una hostia que le sacó, literalmente, del Gijón, porque estuvo ocho o diez años sin poner los pies en el café» (p. 202).
Poética del Café de Antoni Martí Monterde, sin embargo, evita las anécdotas y los «sucedidos» para centrarse en la evolución de los establecimientos. Martí Monterde, profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, quien a lo largo de once enjundiosos capítulos, de «El primer Café» (en Oxford, por cierto, surgió esta novedad, en 1650, aunque no toma carta de naturaleza hasta 1672, con el parisino Le Procope) a «Café frío», realiza un viaje reflexivo y bien documentado sobre las Coffeehouses, que así se llamaría el invento en su primera salida. Y puesto que dichos lugares fueron, entre otras cosas, refugios de intelectuales (por más que éstos tomasen a veces partido por compañía tan poco comme il faut como la que tenía Antonio Machado en El Español, básicamente tratantes en grano), no deja de ser ilustrativo del aparato crítico de que se rodea el autor, y que puede remitir a escritores como Joseph Roth, habitual de cafés centroeuropeos, probablemente los más sofisticados en lo tocante al «servicio completo» (incluyendo la prensa internacional, lo que llamó la atención de Julio Camba en un viaje suyo por Alemania, del que saldría un libro homónimo) que dichos establecimientos ofrecían, tan diferentes a aquellos conocidos por Larra, sin duda el primero entre nosotros que entendió el fenómeno, y ocupante en dicha condición de un buen espacio del libro de Martí Monterde.
El autor sitúa a «Figaro» como protagonista destacado del capítulo «La vida interior de la ciudad», donde –Larra, por cierto, también tenía sus devaneos de ilustrado– se deja ver el gran Jovellanos, de quien de su Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas, y sobre su origen en España se cita: «Hace también gran falta en nuestras ciudades el establecimiento de cafés, o casas públicas de conversación y diversión cotidiana, que arreglados con buena policía, son un refugio para aquella porción de gente ociosa que, como suele decirse, busca a todas horas dónde matar el tiempo» (p. 125). Es decir, que el mismo legislador que pretendía reformar el teatro y suprimir los toros, había dado con la idea de tutelar el invento cafeteril, susceptible de provocar peligrosidad social en caso de caer en manos poco ilustradas. El café un poco al modo de universidad, pues, y aquí es importante el capítulo «El Café como Academia» donde Martí Monterde estudia la actitud de Ramón Gómez de la Serna, creador de la tertulia de Pombo, e igualmente estudioso de sus entresijos y también de su posible poética, pero igualmente de las posiciones encontradas ante el café de Unamuno y Marañón. Es el galeno publicista quien argumenta con ferocidad contra los frecuentadores del polémico local, al decir que «el hombre del café es, entre otras cosas, material inagotable de resentimiento» (p. 206). A lo que replicaría don Miguel, ciertamente menos elitista a pesar de su inagotable egotismo: «La razón por la que he afirmado que el hombre del café es el que forja nuestra cultura [...] es que ese hombre siente su propia miseria y que ésta hace su grandeza» (p. 209). Argumentos encontrados que nos llevarían, circularmente, al libro de Marcos Ordóñez, y no sólo por lo que de ronda tiene su retablo coral de un café, el Gran Café de Gijón, menos importante de lo que él mismo se cree y, aun así, grande en lo reiterativo y recurrente –y pequeño también, por tanto– de su anecdotario.
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