Cada idioma tiene su índole, cosmovisión o manera de ver el mundo y, junto a ella, un largo conjunto de registros individuales que enriquecen su perspectiva. Los grandes autores no dejan solo una obra, sino un estilo, como dejan su estilo también las épocas en la evolución de la humanidad. En conjunto o individualmente, algunos autores, en sus esfuerzos por expresarse, amplían las posibilidades de la lengua y la dejan más rica y flexible. Así ocurrió, por ejemplo, en la Edad Media cuando los mesteres de clerecía, juglaría y cortesía fijaron la lengua para que Alfonso X el Sabio la civilizara y la transformara en un mecanismo mestizo apropiado para las disciplinas humanísticas y científicas o para precisar los conceptos jurídicos y describir el curso de los astros. Por último, la lengua alcanza el refinamiento necesario para abordar las sutilezas íntimas del arte y la sensibilidad interna y externa, y se enriquece con los ritmos y músicas de Italia con Garcilaso y con las simetrías y retóricas latinas con Góngora, quien da rienda suelta a la anquilosada sintaxis del español con el hipérbaton. La mística enriquece la imaginación con las posibilidades de la metáfora y el oxímoron, Quevedo renueva la morfología con sus neologismos y la aposición especificativa y Cervantes instala ya definitivamente el realismo que desde su mismo principio caracteriza la estética del español y, como consecuencia, el casticismo y la rica oralidad popular de su expresión refranera y sanchopancesca. Cuando la lengua española salga del siglo XVII ya será un ingenio aparatoso, preciso y complejo que aún tendrá que asumir las renovaciones estilísticas del modernismo y las vanguardias, en especial el surrealismo, que llegará a las orillas de la imaginación como en el verso de Aldana: "hacia la infinidad buscando orilla".
En este mecanismo impresor lleno de estilos, el autor puede asumir una impronta, un registro, un estilo de acuerdo con el cual puede ver el mundo al modo de otros que ya dejaron su huella firme en el lenguaje, pero también puede hacer lo difícil: fraguarse uno más personal e independiente que enriquezca la lengua común, asumiendo una tradición cultural para expandirla, o puede tomar matices diversos que sirvan para formar un estilo nuevo compuesto de retales viejos, algo propio de la posmodernidad. Pero siempre la lengua española y su misma sintaxis, léxico y morfología poseen un conjunto de registros a los que se enfrenta cualquier creador una vez que se dispone a dejar huella escrita de sí, una vez que se dispone a acuñar una forma en esa nube que es la lengua española, volviéndose a veces el pasticheur de muchos otros que proyectan sobre él su sombra las más veces. Y siempre los más valiosos serán aquellos que logren encontrar precisamente un registro tan específico de la máquina del idioma que se vuelva intraducible a las otras tradiciones culturales. El panorama de los últimos años señala escasos ejemplos en ese sentido. Solo han conseguido acercarse a ello, a la intraducibilidad, Julián Ríos y Francisco Umbral. Nuestros últimos estilistas.
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