Cada idioma tiene su índole, cosmovisión o propia manera de ver el mundo y, junto a ella, un largo conjunto de registros individuales que enriquecen sus perspectivas. Los grandes autores no dejan solo una obra, sino un estilo ("su espada", diría Antonio Machado), como dejan su estilo también las épocas en la evolución de la humanidad.
En conjunto o individualmente, algunos autores, en sus esfuerzos por expresarse, amplían las posibilidades de la lengua y la dejan más rica y flexible. Así ocurrió, por ejemplo, en la Edad Media cuando los mesteres de clerecía, juglaría y cortesía fijaron la lengua para que Alfonso X el Sabio la civilizara y la transformara en un mecanismo mestizo apropiado para las disciplinas humanísticas o científicas o para precisar los conceptos jurídicos y describir el curso de los astros. Por último, la lengua alcanzó en este proceso de decantación el refinamiento necesario para abordar las sutilezas íntimas del arte y la sensibilidad interna y externa, y se enriqueció con los ritmos y músicas de Italia con Garcilaso y sus seguidores, así como con las simetrías y retóricas latinas de Góngora y el culteranismo, dando rienda suelta a la anquilosada sintaxis del español con el hipérbaton. La mística desborda la imaginación ampliando las posibilidades de la metáfora y el oxímoron; un Quevedo siempre audaz renueva la morfología con sus neologismos por estereotipia, introduce la aposición especificativa en el castellano y Cervantes instala ya, definitivamente, el realismo que desde su mismo principio épico caracterizó la estética del español y, como consecuencia, el casticismo y la rica oralidad popular de su expresión refranera y sanchopancesca. Así, cuando la lengua española salió del siglo XVII, ya era un ingenio aparatoso, complejo y preciso, que aún tendrá que asumir las renovaciones estilísticas del modernismo y las vanguardias, en especial la surreal, llegando a las orillas de la imaginación, como en el verso del gran capitán Aldana: "Hacia la infinidad buscando orilla".
Y en este mecanismo impresor de cientos de estilos, el autor puede asumir cualquier impronta, registro o estilo según el cual pueda ver el mundo al modo de otros que ya dejaron su huella firme en el lenguaje, e incluso también puede hacer aún lo más difícil: fraguarse un estilo más personal e independiente que enriquezca la lengua común, asumiendo una tradición cultural para expandirla. O puede tomar matices diversos que sirvan para formar un estilo nuevo compuesto de retales viejos, algo propio de la posmodernidad, tan ecléctica y erudita. Siempre, empero, la lengua española y su misma sintaxis, léxico y morfología poseerá un conjunto de registros a los que se enfrentará cualquier creador cuando se disponga a dejar huella escrita de sí, cuando se disponga a acuñar una forma en esa nube que es la lengua española, volviéndose a veces el pasticheur de muchos otros que proyectan sobre él su sombra las más veces o tomando, como yo ahora mismo, un xenismo o extranjerismo para asumir aún más contextos. Y siempre serán más perdurables aquellos que logren encontrar con precisión un registro tan específico de la máquina del idioma que se vuelva intraducible a las otras tradiciones culturales.
El panorama de los últimos años señala escasos ejemplos en ese sentido. Solo han conseguido acercarse a ello, a la intraducibilidad, Julián Ríos y Francisco Umbral. Nuestros últimos estilistas.
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