Siempre es un placer leer a Óscar Wilde, pero, a diferencia de lo que suele suponerse, es en los ensayos donde está su verdadero genio. En El crítico artista y en La decadencia de la mentira, por ejemplo. Y en algunos de sus poemas, como en, por ejemplo, la Balada de la cárcel de Reading, que Fernando José Carretero me hacía leer cuando estudiábamos tercero de Bachillerato antiguo, mientras yo me empeñaba en inducirle a Borges. Desde luego, es famoso como autor de epigramas sentenciosos y frases recordables: "La diferencia entre literatura y periodismo es que el periodismo es ilegible y la literatura no es leída" o aquello de que "todas las virtudes son inútiles sin una virtud esencial: dicha virtud es el encanto". Fuera de sus mariconerías, de sus preocupaciones por la moda y de su discutible estética decadente, emanada de Pater y su Mario el epicúreo, es evidente que había leído mucho francés y alemán, quedándose con los rasgos formales de los primeros y con el pensamiento de los segundos, y añadiendo algo de mala conciencia hipócrita por no renegar de sus orígenes irlandeses.
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