lunes, 23 de agosto de 2010

Bernard de Kerraoul

Un autor injustamente olvidado; su prosa tiene una calidad de página formidable y algo de lo que suele carecer la literatura que por lo general presume de ella: hondura humana. Uno de los comienzos mejores que recuerdo, un poco proustiano, es el de su Sombras en Ardbury:

Sería maravilloso no tener ya recuerdos, despertarse cada mañana con la apasionante sensación de poder empezar todo de nuevo, de ser como una peña bruñida por la lluvia... Pero él nada podía olvidar, ni siquiera los pequeños, triviales, obsesionantes detalles, los que más hieren, aquellos que hacen revivir todo el pasado...

El baronet protagonista, un usurpador de todo en la vida, inglés hasta la médula, sólo posee una ambición, la política, a la que llega a subordinar su propia humanidad; es el célebre autor de una pieza teatral que en realidad escribió otro, y oculta un crimen también de otro con la ambición de medrar, pero no llega a recoger la fruta de Tántalo de su ambición y siempre es designado ministro de agricultura. Está ciego, ni siquiera vislumbra su posible redención en la esposa que tiene, de la que ignora incluso que se muere de cáncer. La novela lo deja en la barandilla de una caída, desesperado ante una espera demasiado larga ante la muerte, y ante la ironía trágica de ignorar que heredará una fortuna enorme de su esposa que podría hacer posibles sus ambiciones.

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