miércoles, 22 de mayo de 2013

La voluntad

En España los mendigos piden "la voluntad", no precisamente la novela de Azorín, sino algo que escasea más que el dinero en el país de vuelva usted mañana. Estamos volviendo al pasado una y otra vez, y la abulia o irresolución es algo típico y cantado como propio de los españoles desde Séneca, ese vicioso de la virtud. La voluntad, o digamos mejor su cara beneficiosa y opuesta a la contumacia, la constancia, siempre ha escaseado en la disgregada, discontinua y disolvente España, donde solo es posible evolucionar con un cambio axiológico o de valores, poniendo por encima bienes morales tan ignorados y ninguneados en Aquí, que es la patria de todo el mundo, como el trabajo, la honestidad y la justicia. España fue por ello, ha sido, es todavía y quizá será un proyecto que no marchó demasiado bien y hasta el más optimista convendrá en que por lo menos no a gusto de todos. Quedó más o menos regular, esto es, irregular, asimétrica, dirían hoy, y, además, incompleta, sin Portugal y, ¡carajo!, casi hasta sin Europa, sin Mundo y sin Universo.

Siempre fue muy difícil constituir una nación de la geografía y la variedad de pueblos y culturas que tenemos; por eso siempre ha sido fácil hacer una metáfora de España como laberinto, cual quiso Gerald Brenan, pues la piel de toro no fue un cruce de caminos como Francia, tan centrada en Europa, tan hexagonal, tan articulada de ríos comunicativos y caudalosos, donde hasta las cordilleras tuvieron la decencia de situarse donde no podían molestar, al contrario que las nuestras, emperradas en trocearnos. Tampoco ha sido una Inglaterra hecha de estuarios y reconcentrada en el cuenco de su insularidad. Porque la gente que llegó hasta aquí arrastrada o huyendo siempre fue la más irresoluta e inconformista, la más abúlica, la que sintió que todas las puertas le estaban cerradas y el destino le estaba marcado por un Finisterre contra la pared del Atlántico. Los que lograron sobreponerse a esa tristeza tan peculiar del español, tan opuesta a la alegría que dicen nos caracteriza, saltaron el muro allende la mar para ser otra cosa, y lo fueron, pues ya escribió el criticón aragonés que el español, trasplantado, mejora:. O sea, se vuelve no español, más o menos como el africano y el chino, desafricanizados y desachinados, convertidos en lo que únicamente son: trabajadores por cuenta propia en tierra sin destino ni presuposiciones de marca. El emigrante es de marca blanca, aunque sea ictérico o negroide. Ello es porque o se mejora o se muere, y eso de morirse no peta cuando todo lo que descubres al levantarte es nuevo, "como Adán desnudo en la mañana", que decía Whitman. Españoles por el mundo, los nuestros encontraron una esperanza que aquí se les negaba contra la pared atlántica. Y en Aquí, que es la patria de todo el mundo, no pueden negar que son españoles en desesperación ni siquiera los catalanes, ya que no pueden ser otra cosa que catalanes. Ya lo dijo Quevedo:

Harto de ser español
desde el día en que nací,
quisiera ser otra cosa
por remudar de país.

La cita "es español el que no puede ser otra cosa" se encuentra en Galdós, quien la atribuye a Cánovas; pero los que hemos leído otras cosas sabemos que Cánovas era amigo del editor de Quevedo, Aureliano Fernández Guerra, y Cánovas, un Mefistófeles con gafas de pinza, citaba a Quevedo, tan parecido a él, incluso en las lentes. No en vano consiguió meter en fajín a los militares, acuartelados mal que les pesara, lo menosísimo malo para España entonces, aunque a costa de replantar y abonar la semilla siempre feraz de la corrupción.

Pero no hay que ser duro con él: hizo lo posible, esto es, hizo política. Y nadie está obligado a lo imposible, como dice el derecho común. En la formación de España, al contrario de lo que se suele pensar, no culminó la unión de 1492, pues quedó fuera del proyecto Portugal. Entonces esa unión se sintió como pasajera, o la sintieron esos ancestros nuestros (y perdón por la rima) más dinástica que nacionalera, aunque otros, opuestamente, pensaron que mejoraba a ambas partes; en el XVI llegó la oportunidad con la unión efectiva en la persona de Felipe II, malograda para desgracia común, y todavía en el XIX y en el XX no hubo pocos que sostuvieran que España pudo haber sido y podría ser más si se hubiera integrado o se integrase efectivamente en un estado superior, una Iberia peninsular, una especie de Alemania reunificada. Esa aún más fracasada parte de Hispania que es Portugal lo puede testimoniar aun ahora, entre fados, saudades y guitarras de cinco cuerdas. El quinto imperio, como profetizó el bandarra de Bandarra y repitió Pessoa, que no era político, sino poeta, y estaba partido en muchos, como España y Osiris / Baco en nomos y autonomías. El quinto imperio, pero sin hispanidad, sin lusitanidad y sin nación. Esto es, una Suiza ibérica donde no hubiera más autoridad que la ciudad o cantón, reunidas todas en confederación ibérica. ¡Qué bonito! ¡Qué utópico! ¡Qué poético! Lo quiero, lo quiero..

Suiza, que es como un Bolaños metahistórico, siempre va a lo suyo, que es lo de los ciudadanos. El mal de la política europea es que siempre da menos de lo que puede, y, sembrando ilusiones, siempre recoge decepciones y saca el traje corto, como el sastre al vecino del corregidor de Almagro, o como los espectantes almagreños ante la faena de Cagancho. Tan malos pájaros como somos nos importa una berenjena lo poco logrado, siempre esperaremos más, porque somos insaciables. Nos falta paciencia, constancia... voluntad. Trabajamos más con utopías que con hechos. Porque los hechos hacen sudar, son tozudos, exigen esfuerzo. Qué peligrosas son las utopías reduccionistas, que terminan todas en campos de concentración, como la utopía de la raza perfecta aria, del proletario perfecto o del militar perfecto. La única utopía realmente perseguible es la de la realización del ser humano en toda su variedad individual. Y eso no exige ningún reduccionismo, sino un esfuerzo suplementario, sobre todo en el caso de la múltiple España, que en su estoicismo senequista posee sin embargo el valor esencial y común, si bien pasivo, de la entereza, de la hidalguía de bien. Por eso el techo de lo que el español aguanta es muy alto; por eso los millones de parados no se manifiestan ni salen a la calle. Pero, cuando lo hagan, si llegan a hacerlo, esto se parecerá al infierno. No ocurrirá, porque sabemos con quiénes nos andamos. Lo sabemos porque España se hizo de forma muy impolítica, no sumando, sino restando esfuerzos: se intentó unir/deshacer a España empobreciéndola, disminuyendo su complejidad, echando a los judíos, como hicieron Sisebuto y los Reyes Católicos; ahuyentando protestantes, como hizo Carlos I; expulsando a los moriscos, como hizo Felipe III; persiguiendo a los gitanos, como hizo el propio Carlos III; incluso echando a los franceses, como hizo Fernando VII, aunque era él mismo un afrancesado malo; reduciendo la clase media al enanismo, como hizo Mendizábal, sembrando en 1836 una semilla que brotaría en las tres guerras civiles carlistas del XIX y en la de cien años justos después (1936). Y Mendizábal pertenecía al partido progresista. ¡Cuánta mierda hay en el progresismo español! Tanta como en el conservadurismo. Los conservadores españoles siempre han sido unos conserva-duros. Pero a España le beneficia más un honesto que cien militantes políticos, precisamente porque lo que necesita es un cambio axiológico, de valores, no un cambio económico. Más voluntad, más trabajo, y menos cambio superficial y mezquino.

Que los cambios axiológicos provocan concecuencias económicas lo sabemos muy bien: China tenía la imprenta, la pólvora, la brújula, el hierro y el carbón mucho antes que nosotros, pero no desarrollaron la revolución industrial porque no poseían los valores oportunos. Esos mismos elementos en Europa causaron una transformación capital que llegó incluso a transformar la propia China. Ahora, sin embargo, nos encaminamos a terminar trabajando como chinos.

Todavía hoy muchos pretenden encontrar nuevas causas y caras  en el fracaso de España, cuando las causas tienen cara de viejas. Ya aparecen bosquejadas en los escritos de los arbitristas, renovadas en los de los proyectistas, repetidas en los regeneracionistas y deprimidas en los noventaiochistas. La voluntad entre nosotros no termina lo que acaba, o aparece desviada en forma de españolada: mi definición de este término es la de "un esfuerzo y dispendio mayúsculo de energías desperdiciadas para solventar una nimiedad de problema que se resolvía con mucho menos". Es propio de nuestra sensibilidad barroca. Construir aeropuertos donde no son necesarios es, por ejemplo, una españolada. Y todas las españoladas tienen su raíz en la corrupción de la voluntad: solo estamos dispuestos a gastar la voluntad en enriquecernos no honestamente, sino de la manera más sucia: no hay necesidad de hacer aeropuertos con pasajeros, por ejemplo, si lo que queremos es vender los terrenos a buen precio. Esa es la mala voluntad española: una españolada o voluntad mal dirigida, el empecinamiento, contumacia o testarudez, que a veces es una testaridez. Me parece fabuloso que se cree una asignatura de emprendedores, si no fuera porque aquí los que hacen falta son conclusores y en la buena dirección ética de dar ejemplo, no en la dirección que dicten los corruptos de siempre, que siempre termina en el bolsillo de unos pocos, no en el beneficio colectivo. Para todo existe una pastilla, menos para esa voluntad legítima que es la constancia, la tenacidad. Y la falta de voluntad, la abulia de Ganivet, la noluntad de Unamuno, la ataraxia Barojiana, etcétera, es lo que enferma a España: un mal sin otra solución que la negación de la negación. Sólo José Antonio Marina se ha dado cuenta del hecho, mientras que los demás intentan buscar una explicación meramente material, económica o política: nuestro mal es un mal de valores, axiológico, y la única fuente de valores que puede cambiarla es la educación, la ética laica, incluso la moral cristiana, por qué no, bien entendida. 

En España se intentó tres veces empujar al estado por el camino correcto; primero se intentó una Reforma protestante, cuya ética del trabajo podría haber transformado nuestros valores; pero los Austrias echaron abajo ese esfuerzo. Luego se intentó  una reforma desde el poder político, durante la Ilustración, y también se vino abajo con ese rey nefasto, Fernando VII. A fines del XIX, muy zurrados, los institucionistas de la ILE intentaron separarse de esos malos ejemplos anteriores con la Iglesia y del Estado e intentaron una reforma independiente separándose de esos dos poderes, que habían traicionado la verdadera causa de la reforma popular. Para ello se dieron muchos años de paciencia y voluntad: casi lo lograron, pero en su última fase hubo una alianza con el poder político y un distanciamiento con el poder religioso y todo se fue al garete cuando surgió un tercer poder, el militar, que refundía a los dos anteriores, presto a jorobarlo todo. Pero algo hemos aprendido: la única reforma que es posible en España ha de tener un suelo pedagógico y ético, como la ILE, y debe separarse estrictamente de toda religiosidad facturada con denominación origen: espiritualidad, no religión; trabajo, no política; democracia, no fanatismo. Y veo muy poco espíritu institucionista en estos tiempos: lo único que veo es banqueros, iracundos y sinvergüenzas. Veo a poca gente trabajando humildemente y con constancia por hacer las cosas mejor. Y veo a mucha gente que no puede ser constante porque está en paro, remunerado o no. Gente que no hace nada, ni siquiera defender sus derechos en una manifestación o escribir en un periódico. El remedio de España es cada uno de sus individuos. La única actitud moral para Kant era dar ejemplo, no sermonear. La heroicidad de lo humilde. Goethe decía: si cada cual limpia su camino, la calle estará limpia. Don Quijote fracasó porque era uno. Pero si hay diez mil, arrea, la que van a armar. Eso quiso hacer Unamuno, una orden de caballería para revolver España. El remedio, la utopía de lo posible, nace del ejemplo; su enemnigo mayor lo identificó el propio Unamuno con el nombre de nicodemismo: el estar a favor del evangélico quijotismo pero sin dejarse ver.  Nicodemo fue la persona que, según el Evangelio de Juan, III,.1-15, se acercó a Cristo de noche por miedo a que le descubrieran los fariseos, denotando la indecisión, tan española, entre emprender un camino y el miedo a dar el paso necesario: perplejidad, abulia, marasmo, estolidez, narcisismo, estupidez en suma. 

Algunos mendigos piden la voluntad; otros piden trabajo; el maletilla pide una oportunidad. Los jóvenes, un puesto de trabajo en que puedan demostrar lo que valen. Son muchas peticiones  y una sola y gigantesca gran falta de voluntad, de honestidad y de justicia..

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