Inés Martín Rodrigo, Umberto Eco: «La Historia nos enseña a no repetir las mismas ingenuidades», Abc, 30-III-2015:
La Italia de los últimos treinta años cabe en «Número cero», su nueva novela. Una crítica al periodismo, al poder y a la corrupción.
Il Professore ha vuelto. Y lo ha hecho para cuestionar una de las profesiones menos dadas a la autocrítica: el periodismo. En «Número cero» (Lumen), novela que llegará a las librerías españolas el próximo 9 de abril, Umberto Eco (Alessandria, 1932) evidencia los peligrosos lazos establecidos entre políticos, empresarios y periodistas, con teorías conspirativas y acontecimientos históricos un tanto turbios como telón de fondo.
No es casualidad que el escritor italiano haya decidido ubicar la acción en 1992; de todas sus obras, la trama más cercana a nuestros días. Aquel año, Italia asistía esperanzada a un cambio que prometía desterrar la corrupción y vaciar las cloacas del Estado. Pero, casi 25 años después, nada ha cambiado. Pese a todo, Eco, intelectual más allá del término (signifique lo que signifique, pues hay quien lo ha vaciado de significado), no es de los que se echan a un lado.
A sus 83 años, el filósofo recibe a ABC Cultural en su domicilio de Milán, a pocas manzanas de la Piazza del Duomo. Alejado del bullicio de los turistas, il Professore encuentra refugio en los miles de volúmenes que conforman su biblioteca («el arte es cosa de mi mujer», confiesa). Un sanctasanctórum para cualquier amante de la literatura, donde la charla se desarrolla sin miedo a que el paso del tiempo borre cada palabra, pues los libros (impresos) se encargarán de preservar la .
-«Número cero» es la primera novela que enmarca en un mundo más contemporáneo.
- Existe la leyenda de que yo sólo escribo novelas históricas, pero «El péndulo de Foucault» se desarrolla en los años 80. Sin embargo, tiene razón, es la primera que se fija en los problemas políticos de la Italia de los últimos 30 años.
- ¿Y por qué el periodismo es el tema central?
- Bueno, es también sobre el síndrome del complot. No sólo es una crítica al periodismo, también a internet, donde puedes encontrar muchas páginas web en las que se dice que las Torres Gemelas, por ejemplo, fueron derribadas por un complot.
- La famosa teoría de la conspiración. Ahora que ha sacado el tema de internet, en 1992 la web no formaba parte de nuestras vidas.
- No, no. Prácticamente no existía. Yo empecé a utilizar e-mail en 1994 y fui uno de los primeros. Sólo a mediados de las década de los 90 internet empieza a funcionar.
- Ahora internet y las redes sociales son una herramienta periodística.
- Son un instrumento peligroso. Hace un tiempo se podía saber la fuente de las noticias: agencia Reuters, Tas..., igual que en los periódicos se puede saber su opción política. Con internet no sabes quién está hablando. Incluso Wikipedia, que está bien controlada. Usted es periodista, yo soy profesor de universidad, y si accedemos a una determinada página web podemos saber que está escrita por un loco, pero un chico no sabe si dice la verdad o si es mentira. Es un problema muy grave, que aún no está solucionado. La materia prima debería ser cómo filtrar las informaciones, pero ningún profesor es capaz de enseñar eso. Una vez sugerí que los chicos escogieran un argumento y copiaran tranquilamente de internet, pero consultando diez páginas web; así empiezan a ver las diferencias, que no todas dicen la verdad o, por lo menos, la misma cosa, y van desarrollando su sentido crítico. Al final, San Agustín, que no sabía griego ni judaico, para saber si era una traducción buena o mala, la comparaba, y esa era la única manera crítica que tenía.
- «Número cero» es un disparo contra «la máquina del fango», contra las perversiones del periodismo. ¿Qué buscaba al escribir esta novela?
- Entonces «la máquina del fango» no se llamaba así, pero existía. Es un fenómeno más bien viejo. No tiene sólo que ver con el periodismo de esos años. Hace un tiempo, si un presidente de Estados Unidos no gustaba, le podían matar, era un acto de guerra; con Clinton se empezó a ver lo que hacía en su cama, básicamente. Pero «la máquina del fango» ahora es más sutil. No consiste sólo en decir que este señor es un pedófilo, ha robado o matado a una mujer, porque es muy difícil; basta con poner algo bajo una luz bastante rara.
- Es suficiente con sugerir, no es necesario acusar.
- Hace un tiempo, un periódico muy parecido al de la novela, que no me quería, publicó un artículo con insinuaciones sobre mí y dijo que me habían visto comiendo en un restaurante chino, con palillos, y con un desconocido. Un desconocido, según ellos, porque para mí era un amigo. Pero decir que alguien está con un desconocido ya te hace pensar en una novela de espionaje, porque para muchos lectores alguien que come en un chino es como el Doctor Fu Manchú. Esta es «la máquina del fango»: no es necesario descubrir delitos, son insinuaciones, sospechas. Una de las técnicas contemporáneas, y en esto Berlusconi ha sido un maestro, es que si te acusan de algo no tienes que probar que eres inocente, basta con deslegitimar al acusador. Porque el acusador es un tipo oscuro.
- Ha mencionado a Berlusconi. La novela transcurre entre abril y junio de 1992, cuando él aún no había aparecido en la escena política italiana.
- He elegido 1992 porque es una fecha muy importante, un momento en el que empiezan las indagaciones sobre la corrupción y todos creen que Italia está cambiando. Pero no ha pasado nada. Además, en 1994 Berlusconi sube al poder y ya se sabe lo que pasó. 1992 es un año muy interesante, porque se podía pensar que en un futuro las cosas iban a cambiar, pero ha sido justamente al revés.
- Al final de la novela, la protagonista femenina asegura: «Siempre hemos sido un pueblo de puñales y venenos».
- Quiere decir que en Italia han pasado cosas terribles en los últimos años, pero no nos importa. Pero quiero hacer otra observación: presento un periódico deshonesto, pero al final también hablo de la emisión de la BBC [«Operation Gladio», el documental que la BBC2 emitió en 1992 sobre la operación paramilitar clandestina], que es un ejemplo de buen periodismo. No hay un pesimismo total.
- Al presentar el libro reconoció que su intención narrativa era marcar los límites de la información. ¿Cuáles son y cuáles deben ser esos límites?
- No creo que existan unas reglas, debe existir el sentido común. ¿Debo mostrar en televisión cómo el ISIS decapita a alguien? Hay unos límites de decencia, pudor, respeto al público, y decido no mostrarlo. Pero no hay una ley que diga que no se pueda hacer. El problema del periodista es saber individualizar esos límites de la información. El problema de las escuchas telefónicas, por ejemplo: si lees algunas de ellas, en las que se escuchan frases cortadas... A veces publicarlas pone una sombra de sospecha sobre una conversación que podría ser inocente. Con eso no estoy diciendo que esté en contra de las escuchas, pero desde luego un periodista no tendría que llevarlo a la primera página.
- Cuando se perpetró el atentado contra «Charlie Hebdo», «The New York Times» decidió no reproducir las caricaturas de Mahoma.
- Grabe muy atentamente lo que le digo, porque es un problema muy delicado. No está bien ofender la sensibilidad religiosa de los otros, pero no está bien matar a quien ofende la sensibilidad religiosa de los otros. Se pueden criticar las tiras de «Charlie Hebdo», pero también reconocer que el terrorismo es un crimen terrible.
Eco interrumpe un momento el hilo de la conversación y señala la mesa, donde hay varios libros. Entre los papeles, el escritor conserva la caricatura que le hizo el dibujante Georges Wolinski, asesinado en enero en París, en la que dice: «Viva Umberto». «Tenía mi misma edad», recuerda con tristeza el autor italiano.
- Ya que ha mencionado al ISIS, ¿cómo analiza el reto que para Occidente supone el yihadismo?
- Si tuviera una solución, sería el presidente del mundo. Siempre que se le hagan ese tipo de preguntas al intelectual o al escritor, el intelectual debe responder como lo hacía Sócrates: «Yo sé de no saber».
- Volviendo al libro que hoy nos ocupa, menciona hechos como la supuesta fuga de Mussolini a Argentina, el asesinato del Papa Luciani, el golpe de Estado de Julio Valerio Borghese, Gladio... y los emplea para reflexionar sobre el problema de la verdad.
- En mis escritos teóricos siempre me he preocupado de la mentira. Preocuparse de la mentira es preocuparse de la verdad, que puede ser entendida gracias a su comparación con la mentira. Si usted pinta una Gioconda falsa, es bastante fácil demostrar que es una mentira; pero ¿cómo se puede demostrar que la del Louvre es la auténtica? Es mucho más difícil. Entender el mecanismo de la mentira algunas veces puede ayudar a entender el mecanismo de la verdad.
- ¿Es imposible la objetividad periodística?
- Es un debate muy viejo. Cada vez que se cuenta un hecho, depende de una interpretación. El problema es ver si hay hechos que son independientes de nuestras interpretaciones. Los límites del periodismo están muy marcados: el periodismo tendría que hablar sólo de los hechos que no dependen de las interpretaciones.
-Por lo tanto, la interpretación no corresponde al periodista.
- No, un periódico bien hecho tendrá un 10 por ciento de información y un 90 de interpretación. Sólo hace falta distinguirlo, si somos capaces.
- En ese sentido, profesor, ¿cuáles son los principales problemas de la teoría del complot?
- Sobre la teoría de la conspiración, hace 50 años el gran filósofo Karl Popper escribió un ensayo que ya lo decía todo. En él cuenta que la teoría de la conspiración es muy antigua: comienza con la Ilíada, donde se pensaba que la ruina de Troya había sido decidida por una conspiración de los dioses. ¿Cuál es la función? Es una manera de decir: somos inocentes, la culpa es de otros.
- En el fondo, el problema es que no nos consideramos responsables de nuestros propios actos. Me gustaría volver a Berlusconi.
- ¡Basta, cerrado! Tenía un amigo italiano que cuando quería tomar el pelo a los españoles decía: «Superado, superado» [ríe con franqueza].
- Pero uno de los personajes del libro, el Commendatore Vimercate, se parece mucho a él.
- Es una lectura fácil. En Italia, al menos, los periódicos pertenecen todos a alguien que no tiene nada que ver con el periodismo, mientras en Estados Unidos hay familias que poseen los periódicos, no son industriales. Los periódicos tienen una propiedad que no pertenece al periodismo, por lo que hay muchos Vimercates. El uso de la prensa es muy frecuente. Habrá pequeños periódicos, que venderán menos ejemplares, pero aún así pueden llegar a tener fuerza sobre los grupos políticos.
- En un momento en la novela, en la redacción del periódico, Simei, el director, dice: «Los periódicos nos cuentan lo que ya sabemos, por eso venden cada vez menos».
- Sí, lo dice Simei, pero lo digo yo también. El drama de los periódicos nace con la televisión. El periódico contaba por la mañana lo que había pasado por la tarde, por eso se llamaba «Corriere della Sera» o Le Soir. Ahora tiene que contar por la mañana lo que todos ya saben. ¿Qué hace, entonces? Intenta convertirse en un semanal; pero, normalmente, un semanal tiene una semana para tratar un asunto, mientras que el periódico sólo tiene una noche, no puede hacer algo muy profundo. O, si no, hace cotilleo, no sólo de los actores, sino político. Ese es el drama del periódico contemporáneo, porque tiene que llenar 64 páginas. Estoy de acuerdo con Hegel cuando dice que la lectura del periódico es la oración matinal del hombre moderno. Pero yo, cada vez más, leo sólo los titulares.
- ¿Qué deberían contar los periódicos para garantizar su supervivencia?
- ¡No-lo-sé! [deja espacio entre palabra y palabra]. Tiene que empezar a buscarse otra profesión.
- ¿De verdad cree eso?
- Es un problema verdadero. Muchos lectores sólo quieren ver si el periódico A concede más importancia a un determinado hecho que el periódico B, sólo para conocer su opción política, no para saber los hechos. Pero antes bromeaba, porque mientras la televisión no podrá aportar nunca un comentario profundo, el periódico puede expresar opiniones de mayor calado a través de un artículo de opinión. La supervivencia del periódico está garantizada.
- En ese sentido, ¿qué les diría a los apocalípticos que hablan de la muerte de la novela?
- Que usted está hoy aquí hablando de una novela.
- Es más, tengo la sensación de que los jóvenes cada vez leen más.
- De hecho, esta idea de que los jóvenes no leen es otra invención de los periódicos para escribir un artículo de cultura. Sólo hace falta entrar en una librería de cuatro plantas para verla llena de jóvenes. Sobre todo si lo compara con mis tiempos. Además, internet también es una herramienta de lectura.
- Y de accesibilidad. Al explicar a los redactores la filosofía del nuevo periódico, Simei dice: «Hay que hablar el lenguaje de los lectores, no el de los intelectuales». Lo que me lleva a preguntarle: ¿el compromiso político del intelectual actual es el mismo que el del intelectual de principios del siglo XX, por ejemplo?
- No, ciertamente, han cambiado muchas cosas: la crisis de la ideología, la crisis de la intelectualidad... Ha cambiado la fuerza de los partidos políticos. En cierto sentido, el intelectual puede ser más libre para desarrollar una acción crítica. La función del intelectual no es hablar a favor de su partido, sino contra su partido.
- Es el único modo de crecer críticamente.
- Ahora el panorama ha cambiado. Puede haber más intelectuales que se ponen de un lado. Y esto pasa porque nadie va a votar, son dos cosas paralelas. Pero, por otro lado, puede haber intelectuales que siguen trabajando como tales; por ejemplo, durante la época de Berlusconi los intelectuales tomaron posiciones.
-¿Cómo definiría el término «intelectual»?
- No lo definiré, porque es un término estúpido. Si un intelectual es alguien que no trabaja con las manos, sino con la cabeza, entonces un empleado de banca es un intelectual; si es alguien que piensa de modo creativo, entonces un campesino que piensa un nuevo modo de revolucionar el cultivo también puede ser un intelectual. Entonces, hoy, intelectual es alguien que trabaja poco, o que no trabaja [ríe].
- En alguna ocasión ha dicho que el texto es más inteligente que el autor. ¿A qué se refiere?
- A todo. Algunas veces, el lector es más tonto que el autor, pero algunas veces el texto es más inteligente que el autor. Alguien que escribe encuentra ciertas reacciones de lectores que son tontas porque no han entendido nada, pero otros ven en el libro cosas que nunca hubiera pensado el autor. Entonces, el libro es más inteligente que el autor.
- ¿Y qué papel desempeña el lector?
«La teoría de la conspiración nos permite decir: somos inocentes, la culpa es de otros»
- He escrito, al menos, cuatro libros sobre eso. Con la Deconstrucción, en Estados Unidos, se exageró un poco la cosa, llegando a decir que el lector puede hacer lo que quiera de un texto. No es cierto. El intérprete tiene delante de sí un objeto y puede construir, entrar con mucha libertad, pero no decir todo lo que quiere. Es una dialéctica muy compleja, una paradoja. Podemos decir que hay infinitas maneras de leer Finnegans Wake, de Joyce, pero no encontramos instrucciones para ir de Milán a Roma. El texto me permite algunas interpretaciones, pero me niega otras.
- ¿Sigue pensando que la semiótica es la teoría de la mentira?
- Al decir aquello, yo quería referirme a que parte de los signos se ocupan de algo que, sin duda, me permite decir lo que hay. Pero, aún más, me permite decir lo que no hay y nunca ha estado. La semiótica se ocupa de todo aquello que se utiliza para decir mentiras. Cuando Ptolomeo decía que la Tierra no se mueve, él no decía algo que sabía que no era verdadero, simplemente se equivocaba. El chiste de la teoría de la mentira se ha convertido en algo muy popular.
- Le cito: «Cuanto más ambiguo es un símbolo, más poder tiene».
- Aquí tendría que dejarme cinco o seis meses para tratar este argumento, porque el problema del símbolo es muy complicado. Pero me gustaría trasladarlo a la dimensión más cotidiana y vincularlo con el problema del complot. Una de las características del secreto es que, cuanto más vacío, más poderoso. Es una actitud muy infantil. ¿Por qué he mencionado el problema del secreto? Algunas veces un símbolo, por su ambigüedad, es más poderoso que un secreto.
- Cicerón decía aquello de «historia magistra vitae».
- Es un hecho más antiguo. Pero, sobre todo, en nuestros días, que cada vez se pierde más el sentido de la memoria... Vemos jóvenes que no saben lo que pasó en el 45 o muchos libros científicos americanos que no tienen bibliografías de más de diez años... En estos casos, la reflexión sobre el pasado es muy importante. Si Hitler hubiese meditado sobre la expedición rusa de Napoleón o leído «Guerra y paz», no hubiera invadido Rusia porque habría sabido que no hubiera llegado a tiempo, antes del invierno. La Historia no puede enseñar todo, pero sí cómo evitar muchos errores y no repetir las mismas ingenuidades.
- Tengo la sensación de que no hemos aprendido la lección.
- No, la olvidamos. Es la pérdida de la memoria.
- La educación también tiene culpa.
- No lo sé: una carencia de la escuela, el hecho de que internet nos otorga un presente eterno... Esta pérdida de la memoria es una enfermedad, y puede ocurrir como en el primer periodo de la Edad Media, que no sabían lo que había pasado en Grecia.
- ¿Qué piensa de la televisión actual?
- Trabajé cuatro años en la televisión, en los años 50. Entonces había un solo canal, en blanco y negro, pero a las nueve de la noche ponían Shakespeare, o «Guerra y paz», o Pirandello, y a la gente le iba bien. Había transmisiones políticas en las que uno hacía una pregunta y el otro contestaba, mientras que ahora gritan, se insultan. Entonces, en cierto sentido, la televisión antigua era mejor, porque la cuota de basura era mínima. Es como el coche, hay que usarlo para moverse de un lugar a otro, no para ir a 200 kilómetros por la autopista. Pero parece que los jóvenes ahora miran más YouTube, se van acostumbrando a cosas muy rápidas, quizás ya no podrían ver una película de Wim Wenders que dura cuatro horas. Pero se puede cambiar: a uno de mis nietos, cuando tenía diez años, le dije que tenía que ver «El guateque», con Peter Sellers, divertidísima; pero no le gustaba, era demasiado lenta para él. Ahora que tiene quince años, le gusta. Se ha convertido en alguien capaz de entender una película más lenta, pero al principio estaba acostumbrado a una velocidad más rápida. Yo he aprendido más de muchas películas que de algunas novelas.
- «Debemos narrar aquello sobre lo que no podemos teorizar.» ¿Es esa la esencia de la novela?
- Es la esencia de mi modo de concebir la novela. La novela pone en el escenario las cosas, puede presentar a un personaje que dice unas cosas y a otro que dice otras, y algunas veces deja que el lector saque una conclusión.
- No quiero marcharme sin preguntarle por el cómic, una de sus grandes pasiones.
- Ha sido un interés constante. Hoy es más un problema de nostalgia, me gustan más los de mi infancia, las novelas gráficas actuales son muy difíciles para mí. Pero es una pasión crítica: escribí sobre Charlie Brown diciendo que era poesía y sobre Superman señalando su ideología. Luego sí, me gusta coleccionar, voy a mercadillos a buscar cómics de 1940... Sí, puede ser una pasión, así como siento pasión por las canciones de los años 30 que escuchaba en la radio.
- De hecho, en su juventud escribió algún cómic.
- Yo, como Schubert, he sido un gran autor de obras no cumplidas.
- Y hasta poesía.
- La poesía escrita entre los 16 y los 18 años es como la masturbación o el acné: son problemas relacionados con la edad.
La deshonestidad del periodismo
Umberto Eco (Alessandria, 1932) empezó a publicar en 1956, cuando se dio a conocer con «El problema estético en Tomás de Aquino», ensayo al que seguirían, entre otros títulos, «Apocalípticos e integrados» (1964) y «Tratado de semiótica general» (1975). Pero su gran éxito llegó con la novela «El nombre de la rosa» (1980), que Jean-Jacques Annaud llevó al cine en 1986. «Número cero», que Lumen publicará el 9 de abril, es su última novela desde «El cementerio de Praga» (2010). En ella relata la creación de un periódico como instrumento de un empresario para llegar a las esferas de poder del Estado en la Italia de 1992.
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