domingo, 23 de agosto de 2015

Las mejores novelas de la literatura en inglés por orden cronológico

Traduzco penosamente del inglés a Robert McCrum, "Las 100 mejores novelas escritas en Inglés: la lista completa", The Guardina, 17 de agosto de 2015. En el artículo original vienen en cada enlace las reseñas críticas completas de estas obras por el autor:

Después de dos años de una cuidadosa consideración, Robert McCrum ha llegado a un veredicto en su selección de los 100 mejores novelas escritas en inglés. 

1. El progreso del peregrino de John Bunyan (1678)

Historia de un hombre en busca de la verdad; la simple claridad y belleza de la prosa de Bunyan hace de este el último clásico inglés.

2. Robinson Crusoe de Daniel Defoe (1719)

A finales del siglo XIX, ningún libro de la historia de la literatura inglesa había disfrutado de más ediciones y traducciones. La más famosa novela de Defoe es compleja e irresistible.

3. Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift (1726)

Una obra maestra satírica que nunca ha dejado de imprimirse. Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift se sitúa tercera en la lista de las mejores novelas escritas en inglés

4. Clarissa de Samuel Richardson (1748)

Clarissa es una heroína trágica que se ve presionada por su familia para casarse con un nuevo rico sin escrúpulos que ella detesta; Samuel Johnson lo describió como "el primer libro del mundo por el conocimiento que muestra del corazón humano."

5. Tom Jones de Henry Fielding (1749)

Tom Jones es una novela clásica de Inglés que captura el espíritu de su época; sus famosos personajes han llegado a representar a la sociedad de entonces en toda su locuacidad, turbulencia y variedad cómica.

6. Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy de Laurence Sterne (1759)

La vívida novela de Laurence Sterne que causó deleite y consternación cuando apareció por primera vez y ha perdido poco de su originalidad inicial.

7. Emma de Jane Austen (1816)

Emma de Jane Austen es su obra maestra: mezcla el brillo de sus primeros libros con una sensibilidad profunda.

8. Frankenstein de Mary Shelley (1818)

La primera novela de Mary Shelley ha sido aclamada como una obra maestra del horror y lo macabro.

9. Abadía de pesadilla de Thomas Love Peacock (1818)

Hightmare Abbey fue inspirada a Thomas Love Peacock por su amistad con Shelley y tiene su deleita en cómo se burla del movimiento romántico.

10. La narración de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe (1838)

Única novela de Edgar Allan Poe, una historia clásica de aventuras con elementos sobrenaturales, ha fascinado e influido a generaciones de escritores.

11. Sybil por Benjamin Disraeli (1845)

El futuro primer ministro muestra destellos de brillantez que lo igualaron con los más grandes novelistas victorianos.

12. Jane Eyre de Charlotte Brontë (1847)

Obra maestra de la novela gótica de Charlotte Brontë que en el fondo es una novela romántica y se convirtió en la sensación de la Inglaterra victoriana. Su gran avance fue dialogar íntimamente con el lector.

13. Cumbres borrascosas de Emily Brontë (1847)

Obra maestra azotada por el viento de Emily Brontë; es notable no sólo por su belleza salvaje, sino por su reinvención audaz y propia de las fórmulas novelísticas.

14. Vanity Fair por William Thackeray (1848)

La feria de las vanidades, obra maestra de William Thackeray, está ambientada en Inglaterra de la Regencia y es una brillante interpretación de la misma por un escritor en el periodo maduro de su creación.

15. David Copperfield de Charles Dickens (1850)

David Copperfield marcó el punto de inflexión de Dickens: se convierte en el gran narrador de la época y sienta las bases de sus posteriores obras maestras, más oscuras.

16. La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne (1850)

Libro asombroso de Nathaniel Hawthorne, está lleno de intenso simbolismo y es tan inquietante como cualquier otra cosa de Edgar Allan Poe.

17. Moby Dick de Herman Melville (1851)

Genial, divertida y apasionante obra épica de Melville que sigue proyectando larga sombra sobre la literatura norteamericana.

18. Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll (1865)

Brillante disparate, cuento absurdo o "non sense" de Lewis Carroll que es uno de los más influyentes y más queridos del canon inglés.

19. La piedra lunar de Wilkie Collins (1868)

Obra maestra de Wilkie Collins, aclamada por muchos como la mejor novela policiaca de la literatura inglesa, es un matrimonio brillante de lo sensacional y lo realista.

20. Mujercitas de Louisa May Alcott (1868-9)

Muy original relato de Louisa May Alcott dirigido a un público femenino joven; tiene la consideración de icono en Estados Unidos y nunca ha dejado de imprimirse.

21. Middlemarch de George Eliot (1.871-2)

Esta catedral de palabras se coloca hoy como quizás la más grande de las grandes ficciones victorianas.

22. La forma en que vivimos ahora por Anthony Trollope (1875)

Inspirada por la furia del autor por el estado corrupto de Inglaterra, y rechazada por los críticos de la época, La forma en que vivimos ahora es reconocida como la obra maestra de Trollope.

23. Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain (1884/5)

La historia de Mark Twain sobre un niño rebelde y un esclavo fugitivo en busca de la libertad sobre las aguas del Mississippi sigue siendo un clásico definitorio de la literatura norteamericana.

24. Secuestrado por Robert Louis Stevenson (1886)

Una historia emocionante de aventuras y apasionante y fascinante estudio del carácter escocés. Secuestrado no ha perdido nada de su poder.

25. Tres hombres en una barca de Jerome K Jerome (1889)

Clásico accidental, la novela de Jerome K Jerome sobre cómo perder el tiempo en el Támesis sigue siendo una joya cómica.

26. El signo de los cuatro por Arthur Conan Doyle (1890)

Segunda salida de Sherlock Holmes, brillante detective de Conan Doyle, y su compañero Watson.

27. El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde (1891)

Cuento moral de Wilde con brillantes alusiones sobre la juventud, la belleza y la corrupción que fue recibido con gritos de protesta en su publicación.

28. New Street Grub por George Gissing (1891)

El retrato de George Gissing de los hechos concretos de la vida literaria sigue siendo tan relevante hoy como lo fue en el siglo XIX.

29. Jude el oscuro de Thomas Hardy (1895)

Hardy expuso sus sentimientos más profundos en esta sombría novela, y enojado y picado por la respuesta hostil de crítica y público, nunca escribió más narrativa.

30. La roja insignia del valor por Stephen Crane (1895)

Cuenta del paso de un joven a la edad adulta a través de la vida de soldado por Stephen Crane; es un modelo para la gran novela de guerra estadounidense.

31. Drácula de Bram Stoker (1897)

Historia de vampiros clásica de Bram Stoker, muy bien acogida en su tiempo pero que todavía resuena más de un siglo después.

32. El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad (1899)

La obra maestra de Joseph Conrad sobre un viaje iniciático que cambia la vida del protagonista, en busca de Kurtz, tiene la sencillez de un gran mito.

33. Sister Carrie por Theodore Dreiser (1900)

En Theodore Dreiser no había un estilista, pero sí un narrador excelente para la novela más sólida sobre el sueño americano de una campesina.

34. Kim de Rudyard Kipling (1901)

En forma de historia de espionaje, la historia de Kipling sobre un huérfano en la India británica expone cómo debe hacerse una elección entre Oriente y Occidente.

35. La llamada de la selva por Jack London (1903)

Las vívidas aventuras de un perro que se siente atraído por el confort de la vida doméstica y elige la naturaleza salvaje refleja lo mejor del estilo y al consumado narrador que fue Jack London.

36. El cuenco de oro de Henry James (1904)

La literatura americana no contiene nada que se parezca a la increíble, laberíntica y claustrofóbica novela de Henry James.

37. Adriano Séptimo por Frederick Rolfe (1904)

Esta entretenida historia sobre un sacerdote que se convierte en papa arroja luz sobre su excéntrico autor, descrito por David Herbert Lawrence como un "hombre-demonio".

38. El viento en los sauces de Kenneth Grahame (1908)

Narración de hojas perennes sobre la orilla de un río y una poderosa contribución a la mitología de la Inglaterra eduardiana.

39. La historia del señor Polly por H. G. Wells (1910)

El retrato irónico de Wells de un hombre muy parecido a sí mismo es lo que se destaca en esta novela.

40. Zuleika Dobson por Max Beerbohm (1911)

El paso del tiempo ha conferido un oscuro poder a la sátira eduardiana ostensiblemente luminosa e ingeniosa de Beerbohm.

41. El buen soldado de Ford Madox Ford (1915)

La obra maestra de Ford es un estudio abrasador de disolución moral tras la fachada de un gentleman o caballero inglés, y su influencia estilística perdura hasta nuestros días.

42. Los Treinta y Nueve Pasos de John Buchan (1915)

Thriller de espías de John Buchan difícil de dejar a pesar de su escaso parecido a la prosa de hoy.

43. El arco iris de D. H. Lawrence (1915)

El arco iris es quizás mejor obra de D. H. Lawrence, y muestra al proteico y moderno escritor radical que era.

44. Servidumbre humana o Of Human Bondage por W. Somerset Maugham (1915)

Novela semi-autobiográfica de Somerset Maugham que muestra la salvaje honestidad del autor y su maestría para contar historias en su apogeo.

45. La edad de la inocencia de Edith Wharton (1920)

La historia de un matrimonio de Nueva York se erige como una acusación feroz de una sociedad distanciada de la cultura.

46. ​​Ulises de James Joyce (1922)

Este retrato de un día en la vida de tres dublineses sigue siendo una obra imponente, y en su juego de palabras supera incluso a Shakespeare.

47. Babbitt por Sinclair Lewis (1922)

Lo que le falta de estructura y argucia narrativa se compensa por la vívida sátira y caracterización de los felices años veinte.

48. Pasaje a la India por E. M. Forster (1924)

El trabajo más exitoso de EM Forster es increíblemente profético sobre el tema del imperio.

49. Los caballeros las prefieren rubias de Anita Loos (1925)

Un placer todo lo culpable que sea, pero es imposible pasar por alto la influencia perdurable de una historia que ayudó a definir la era del jazz.

50. La señora Dalloway de Virginia Woolf (1925)

La gran novela de Woolf muestra un día de preparativos de una fiesta sirviendo de lienzo para los temas de amor perdido, de las opciones vitales y las enfermedades mentales.

51. El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald (1925)

La obra maestra de Fitzgerald sobre la era del jazz se ha convertido en una metáfora tentadora para el eterno misterio del arte.

52. Lolly Willowes por Sylvia Townsend Warner (1926)

Una joven mujer se escapa de convenciones al convertirse en una bruja en esta sátira original de Inglaterra tras la Primera Guerra mundial.

53. Fiesta, o The Sun Also Rises por Ernest Hemingway (1926)

Primera y mejor novela de Hemingway en que hace una escapada a España en 1920 para explorar el valor, la cobardía y la autenticidad varonil.

54. El halcón maltés de Dashiell Hammett (1929)

Thriller de Dashiell Hammett y su duro héroe Sam Spade que influyó a toda la novela negra posterior, desde Chandler a Le Carré.

55. Mientras agonizo de William Faulkner (1930)

El influjo de la inmersión de William Faulkner en la vida rural del brutal Mississippi se puede sentir hasta nuestros días.

56. Un mundo feliz de Aldous Huxley (1932)

La visión de Aldous Huxley de una raza humana futura controlada por el capitalismo global es tan clarividente como más famosa distopía de Orwell.

57. Cold Comfort Farm de Stella Gibbons (1932)

El libro por el que se recuerda mejor a Gibbons es una tardía sátira de la ficción pastoral victoriana, pero llegó a influir en muchas generaciones posteriores.

58. Diecinueve Diecinueve por John Dos Passos (1932)

El volumen medio de la trilogía de John Dos Passos sobre los Estados Unidos es revolucionario en sus intenciones, técnicas y duraderos efectos.

59. Trópico de Cáncer de Henry Miller (1934)

El debut del novelista estadounidense deleitó reflejando un submundo de París de sexo sórdido manteniendo el curso de la novela no sin lucha con los censores.

60. Scoop o Cucharada de Evelyn Waugh (1938)

La sátira de Evelyn Waugh sigue siendo fuerte, pertinente y memorable.

61. Murphy de Samuel Beckett (1938)

La primera novela publicada de Samuel Beckett es una obra maestra del absurdo, un escaparate de su voz cómica y única.

62. El sueño eterno de Raymond Chandler (1939)

Debut en novela negra pulp (hardboiled) de Raymond Chandler que trae a la vida el inframundo de un Los Ángeles de mala muerte y a Philip Marlowe, el arquetípico detective de ficción.

63. Yendo a la velada o Party going, por Henry Green (1939)

Ambientado en vísperas de la guerra, esta negligente obra maestra del modernismo describe a un grupo de juerguistas jóvenes brillantes retrasados por la niebla.

64. A Swim-Two-Birds por Flann O'Brien (1939)

Laberíntica y de múltiples capas, el debut humorístico de Flann O'Brien es a la vez una reflexión y un modelo de la novela irlandesa.

65. Las uvas de la ira de John Steinbeck (1939)

Uno de las más grandes de las grandes novelas americanas es este estudio de una familia destrozada por la pobreza y la desesperación en la Gran Depresión, y conmocionó a la sociedad estadounidense.

66. Alegría matinal por P. G. Wodehouse (1946)

Elegíaca novela de Jeeves escrita por P. G. Wodehouse durante sus calamitosos años de guerra en Alemania; sigue siendo su obra maestra.

67. Todos los hombres del rey de Robert Penn Warren (1946)

Una historia personal convincente de corrupción política ambientada en la década de 1930 en Sudamérica.

68. Bajo el volcán de Malcolm Lowry (1947)

La obra maestra de Malcolm Lowry sobre las últimas horas de un ex diplomático alcohólico en México ambientada a comienzos del conflicto venidero.

69. El calor del día por Elizabeth Bowen (1948)

La novela de Elizabeth Bowen capta perfectamente la atmósfera de Londres durante el bombardeo al tiempo que hace brillantes calas al corazón humano.

70. Mil novecientos ochenta y cuatro de George Orwell (1949)

Clásico distópico de George Orwell poco apreciada por su autor pero que es sin duda la novela inglesa más conocida del siglo XX.

71. El fin de la trama de Graham Greene (1951)

Conmovedora historia de Graham Greene sobre el adulterio y sus secuelas, muy representativa de los temas vitales que se hilan en su trabajo.

72. El guardián entre el centeno de JD Salinger (1951)

El estudio de JD Salinger sobre la rebelión adolescente sigue siendo una de las novelas americanas más controvertidas y más queridas del siglo 20.

73. Las aventuras de Augie March de Saul Bellow (1953)

En la larga búsqueda para identificar a la gran novela americana, la novela picaresca y tercer libro de Saul Bellow suele salir con frecuencia la primera.

74. Señor de las moscas de William Golding (1954)

Despreciada en un principio como "basura y aburrida", el apólogo distópico de la isla desierta observado brillantemente por Golding ya se ha convertido en un clásico.

75. Lolita de Vladimir Nabokov (1955)

Tragicómico tour de force de Nabokov en que cruza los límites del buen gusto con alegría.

76. In the road o En el camino de Jack Kerouac (1957)

La historia de cómo se creó el clásico de la generación beat de Kerouac alimentándose solo con sopa de sobre de guisantes y benzedrina se se ha convertido en tan famosa como la propia novela.

77. Voss por Patrick White (1957)

Una historia de amor ambientada en la desaparición de un explorador en el interior; Voss allanó el camino a una generación de escritores australianos para hacer caso omiso del pasado colonial.

78. Matar a un ruiseñor de Harper Lee (1960)

Su segunda novela finalmente llegó este verano, pero la primera de Harper Lee hizo lo suficiente por sí sola para asegurar su fama duradera, y sigue siendo un clásico verdaderamente popular.

79. Los mejores años de Miss Brodie de Muriel Spark (1960)

Corto y agridulce cuento de Muriel Spark sobre la caída de una maestra de escuela escocesa que es una obra maestra de la ficción narrativa.

80. Catch-22 de Joseph Heller (1961)

Esta mordaz novela antibélica fue lenta en disparar la imaginación del público, pero es justamente considerada como una crítica revolucionaria de la locura militar.

81. The Golden Notebook o El cuaderno dorado de Doris Lessing (1962)

Aclamado como uno de los textos fundamentales del movimiento feminista en la década de 1960, este estudio de la búsqueda de una madre soltera divorciada de su identidad personal y política sigue siendo un ambicioso y desafiante tour de force.

82. La naranja mecánica de Anthony Burgess (1962)

Clásico distópico de Anthony Burgess que aún sigue sobresaltando y provocando, negándose a ser eclipsado por la brillante adaptación fílmica de Stanley Kubrick.

83. Un hombre soltero de Christopher Isherwood (1964)

La historia de Christopher Isherwood de un inglés gay que lucha con la tristeza en LA es una obra de comprimida brillantez.

84. A sangre fría de Truman Capote (1966)

Novela testimonio de Truman Capote, una historia real de asesinato sangriento en la Kansas rural, que abre una ventana en la parte más oscura de la literatura de posguerra.

85. The Bell Jar o La campana de cristal de Sylvia Plath (1966)

Novela dolorosamente gráfica de Sylvia Plath à clef (en clave), en la que una mujer lucha con su identidad frente a la presión social; es un texto clave del feminismo angloamericano.

86. El lamento de Portnoy de Philip Roth (1969)

Esta novela perversamente divertida sobre la obsesión de un joven judío americano con la masturbación causó indignación cuando se publicó, pero sigue siendo su obra más deslumbrante.

87. La señora Palfrey en el Claremont por Elizabeth Taylor (1971)

Estudio sobre la vejez excéntrica y retrato agudo e ingenioso de la gentil vida de posguerra inglesa frente a los cambios advenidos en los años 60.

88. Rabbit Redux por John Updike (1971)

Harry "Conejo" Angstrom, mediocre alter ego de Updike, es uno de los grandes protoganistas literarios de Estados Unidos a la altura de Huck Finn y Jay Gatsby.

89. Cantar de los Cantares de Toni Morrison (1977)

La novela con la que la autora estableció su nombre es una evocación caleidoscópica de la experiencia afro-americana en el siglo 20.

90. Una curva en el río por VS Naipaul (1979)

Visión infernal de VS Naipaul del camino de una nación africana a la independencia; se le acusó de racismo, pero sigue siendo su obra maestra.

91. Hijos de la medianoche de Salman Rushdie (1981)

La fusión de lo histórico y lo personal es deslumbrante y cambió la novela india en inglés; narra la historia de un joven nacido en el mismo momento de la independencia india.

92. La limpieza por Marilynne Robinson (1981)

Cuento de Marilynne Robinson sobre hermanas huérfanas y su tía excéntrica en un pueblo remoto de Idaho que es admirado por todos, desde Barack Obama a Bret Easton Ellis.

93. Money: A Suicide Note o Dinero: una nota de sucidio, por Martin Amis (1984)

Martin Amis desató con esta obra a uno de los mayores monstruos modernos de la literatura en forma de su antihéroe autodestructivo John Self.

94. Un artista del mundo flotante de Kazuo Ishiguro (1986)

La novela de Kazuo Ishiguro sobre un artista retirado en el Japón de la posguerra reflexionando infielmente sobre su carrera en los años oscuros del país es un tour de force.

95. El comienzo de la primavera por Penélope Fitzgerald (1988)

La historia de Fitzgerald, ambientada en Rusia antes de la revolución bolchevique, es su obra maestra: una miniatura brillante cuya magia peculiar casi desafía el análisis.

96. Lecciones de respiración de Anne Tyler (1988)

El retrato de Anne Tyler de un matrimonio de mediana edad muestra su claridad narrativa, ritmo para la comedia y oído para el habla de América a la perfección.

97. Entre las mujeres de John McGahern (1990)

Esta obra maestra irlandesa moderna es a la vez un estudio del patriarcado irlandés y una elegía de un mundo perdido.

98. Underworld de Don DeLillo (1997)

Un escritor de la "percepción atemorizante", Don DeLillo guía al lector en un viaje épico a través de la historia de América y la cultura popular.

99. Desgracia de JM Coetzee (1999)

En su obra maestra ganadora del premio Booker, se refleja la visión intensamente humana de Coetzee en un mundo de ficción que a la vez invita y confunde la interpretación política.

100. La verdadera historia de la banda de Kelly de Peter Carey (2000)

Peter Carey redondea nuestra lista de hitos literarios con un premio Booker que examina la vida y tiempos de un infame antihéroe australiano, Ned Kelly.

Vargas Llosa relee Guerra y paz

Mario Vargas Llosa, "Lecciones de Tolstói", en El País, 23 de agosto de 2015:

El escritor ruso nos enseña en 'Guerra y paz' que pese a todo lo malo que hay en la vida, la humanidad va dejando atrás, poco a poco, lo peor que ella arrastra.

Leí Guerra y paz por primera vez hace medio siglo, en Perros-Guirec, un volumen entero de la Pléiade, durante mis primeras vacaciones pagadas en la Agence France-Presse. Escribía entonces mi primera novela y estaba obsesionado con la idea de que, en el género novelesco, a diferencia de los otros, la cantidad era ingrediente esencial de la calidad, que las grandes novelas solían ser también grandes —largas— porque ellas abarcaban tantos planos de realidad que daban la impresión de expresar la totalidad de la experiencia humana.

La novela de Tolstói parecía confirmar al milímetro semejante teoría. Desde su inicio frívolo y social, en esos salones elegantes de San Petersburgo y Moscú, entre esos nobles que hablaban más en francés que en ruso, la historia iba descendiendo y esparciéndose a lo largo y a lo ancho de la compleja sociedad rusa, mostrándola en su infinito registro de clases y tipos sociales, desde los príncipes y generales hasta los siervos y campesinos, pasando por los comerciantes y las señoritas casaderas, los calaveras y los masones, los religiosos y los pícaros, los soldados, los artistas, los arribistas, los místicos, hasta sumir al lector en el vértigo de tener bajo sus ojos una historia en la que discurrían todas las variedades posibles de lo humano.

En mi memoria, lo que más destacaba en esa gigantesca novela eran las batallas, la prodigiosa odisea del anciano general Kutúzov que, de derrota en derrota, va poco a poco mermando a las invasoras tropas napoleónicas hasta que, con ayuda del crudo invierno, las nieves y el hambre, consigue aniquilarlas. Tenía la falsa idea de que, si había que resumir Guerra y paz en una frase, se podía decir de ella que era un gran mural épico sobre la manera como el pueblo ruso rechazó los empeños imperialistas de Napoleón Bonaparte, “el enemigo de la humanidad”, y defendió su soberanía; es decir, una gran novela nacionalista y militar, de exaltación de la guerra, la tradición y las supuestas virtudes castrenses del pueblo ruso.

Lejos de presentar la guerra como una virtuosa experiencia la novela la expone en todo su horror
Compruebo ahora, en esta segunda lectura, que estaba equivocado. Que, lejos de presentar la guerra como una virtuosa experiencia donde se forja el ánimo, la personalidad y la grandeza de un país, la novela la expone en todo su horror, mostrando, en cada una de las batallas —y acaso, sobre todo, en la alucinante descripción de la victoria de Napoleón en Austerlitz—, la monstruosa sangría que acarrea y las infinitas penurias e injusticias que golpean a los hombres comunes y corrientes que constituyen la inmensa mayoría de sus víctimas; y la estupidez macabra y criminal de quienes desatan esos cataclismos, hablando del honor, del patriotismo y de valores cívicos y marciales, palabras cuyo vacío y nimiedad se hacen patentes apenas estallan los cañones. La novela de Tolstói tiene mucho más que ver con la paz que con la guerra y el amor a la historia y a la cultura rusa que sin duda la impregna no exalta para nada el ruido y la furia de las matanzas sino esa intensa vida interior, de reflexión, dudas, búsqueda de la verdad y empeño de hacer el bien a los demás que encarna el pasivo y benigno Pierre Bezújov, el héroe de la novela. Aunque la traducción al español de Guerra y paz que estoy leyendo no sea excelente, la genialidad de Tolstói se hace presente a cada paso en todo lo que cuenta, y mucho más en lo que oculta que en lo que hace explícito. Sus silencios son siempre locuaces, comunicativos, excitan una curiosidad en el lector que lo mantiene prendido del texto, ávido por saber si el príncipe Andréi se declarará por fin a Natasha, si la boda pactada tendrá lugar o el atrabiliario príncipe Nikolái Andréievich conseguirá frustrarla. Prácticamente no hay episodio en la novela que no quede a medio contar, que no se interrumpa sin hurtar al lector algún dato o información decisivos, de modo que su atención no decaiga, se mantenga siempre ávida y alerta. Es realmente extraordinario cómo en una novela tan vasta, tan diversa, de tantos personajes, la trama narrativa esté tan perfectamente conducida por ese narrador omnisciente que nunca pierde el control, que gradúa con infinita sabiduría el tiempo que dedica a cada cual, que va avanzando sin descuidar ni preterir a nadie, dando a todos el tiempo y el espacio debidos para que todo parezca avanzar como avanza la vida, a veces muy despacio, a veces a saltos frenéticos, con sus dosis cotidianas de alegrías, desgracias, sueños, amores, fantasías.

En esta relectura de Guerra y paz advierto algo que, en la primera, no había entendido: que la dimensión espiritual de la historia es mucho más importante que la que ocurre en los salones o en el campo de batalla. La filosofía, la religión, la búsqueda de una verdad que permita distinguir nítidamente el bien del mal y obrar en consecuencia es preocupación central de los principales personajes, incluso los jerarcas militares como el general Kutúzov, personaje deslumbrante, quien, pese a haberse pasado la vida combatiendo —todavía luce la cicatriz que le dejó la bala de los turcos que le atravesó la cara— es un hombre eminentemente moral, desprovisto de odios, que, se diría, hace la guerra porque no tiene más remedio y alguien tiene que hacerla, pero preferiría dedicar su tiempo a quehaceres más intelectuales y espirituales.

Aunque, “hablando en frío”, las cosas que ocurren en Guerra y paz son terribles, dudo que alguien salga entristecido o pesimista luego de leerla. Por el contrario, la novela nos deja la sensación de que, pese a todo lo malo que hay en la vida, y a la abundancia de canallas y gentes viles que se salen con la suya, hechas las sumas y las restas, los buenos son más numerosos que los malvados, las ocasiones de goce y de serenidad mayores que las de amargura y odio y que, aunque no siempre sea evidente, la humanidad va dejando atrás, poco a poco, lo peor que ella arrastra, es decir, de una manera a menudo invisible, va mejorando y redimiéndose.

La dimensión espiritual de la historia es mucho más importante que la que ocurre en los salones
Esa es probablemente la mayor hazaña de Tolstói, como lo fue la de Cervantes cuando escribió El Quijote, la de Balzac con su Comedia humana, la de un Dickens con Oliver Twist, de un Victor Hugo con Los miserables o de Faulkner con su saga sureña: pese a sumergirnos en sus novelas en las cloacas de lo humano, inyectarnos la convicción de que, con todo, la aventura humana es infinitamente más rica y exaltante que las miserias y pequeñeces que también se dan en ella; que, vista en su conjunto, desde una perspectiva serena, ella vale la pena de ser vivida, aunque solo fuera porque en este mundo podemos no sólo vivir de verdad, también de mentiras, gracias a las grandes novelas.

No puedo terminar este artículo sin formular en público esta pregunta que, desde que lo supe, me martilla los oídos: ¿cómo fue posible que el primer Premio Nobel de Literatura que se dio fuera para Sully Prudhomme en vez de Tolstói, el otro contendiente? ¿Acaso no era tan claro entonces, como ahora, que Guerra y paz es uno de esos raros milagros que, de siglo en siglo, ocurren en el universo de la literatura?

Entrevista a Rafael Argullol

Entrevista de Hernán Garcés a Rafael Argullol: “Vivimos en un vértigo inmovilizador”, en Eldiario.es, 19-VI-2015:

Avisó Octavio Paz: “No se sabe qué se corrompe primero, si la realidad o las palabras”. Profundiza Rafael Argullol: “Una sociedad a la que han arrebatado el significado de las palabras se expone a un riesgo inminente” o “¿Quién habla de los codiciosos en nuestra época? Nadie, puesto que los codiciosos han conseguido que su inclinación haya sido bautizada con una multitud de nombres respetables o, algo todavía preferible, que sea innombrable.”

El panorama que nos rodea es sombrío: crisis económica, crisis ecológica, crisis social. Para poder comprender la amplitud de una crisis de naturaleza proteica quién mejor que Rafael Argullol, escritor y catedrático de Estética y Teoría de las Artes. Durante más de 30 años en una de sus múltiples facetas, la de cronista de nuestro tiempo en la prensa escrita –en El País, la mayoría– ha sido un guardián de la palabra frente a los diferentes bandidos que la han secuestrado y vampirizado (que recopila en la Enciclopedia del Crepúsculo, Acantilado).

Argullol, uno de los escritores más relevantes de nuestro país, ha publicado más de 30 libros, entre los que se cuentan novelas, ensayos y libros de poesía (editados por Acantilado).

En un artículo reciente apuntaba que “en medio de una notable ignorancia social y de una absoluta indiferencia política España está arruinando, de nuevo, las posibilidades de construir una comunidad moderna y culta. ¿Por qué España es incapaz de acceder, a lo largo de la historia, a la modernidad?

En España se da una periódica frustración del acceso a la modernidad y entiendo por modernidad una sociedad cohesionada alrededor de lo ilustrado y de lo humanístico. La primera frustración se da hace 500 años, en el momento en el que España estaba en grandes condiciones de recibir el humanismo italiano. La expulsión de los judíos elimina prácticamente a todos los que están vinculados con la palabra, a los que sabían leer y escribir. Por eso lo que llamamos el siglo de oro español no es el umbral de algo sino es un canto de cisne. Esta es la diferencia entre Calderón y Lope de Vega, que cierran, o Shakespeare, que abre. Tres grandes nombres, pero dos cierran y el otro abre.

Una segunda frustración muy clara fue la segunda mitad del siglo XVIII, cuando los ilustrados tipo Jovellanos intentan de nuevo la modernización que acaba con la guerra de Independencia y el regreso de Fernando VII. La gran visualización de eso sería la obra de Goya. Hay un nuevo intento a principios del siglo XX que culminaría en los años treinta y se frustra con la Guerra Civil. Hubo un nuevo intento después de la reinstauración de la democracia y que parece que se ha ido frustrando en los últimos años del siglo XX y principios del XXI.

Como si fuera una especie de ritornello de la incapacidad de crear una conciencia moderna en el sentido ilustrado, eso en España se manifiesta popularmente a través de algo que ya habían captado Cervantes, Goya, Valle-Inclán, que es la ignorancia autosatisfecha. Quizá sería el toque hispánico específico respecto a fenómenos más universales; en este país la ignorancia tiene premio. Hay una autoafirmación arrogante de la ignorancia, eso ya lo vio Cervantes, a Goya lo amargó y lo vio sarcásticamente Valle-Inclán. Antes parecía que España estaba prisionera de fuerzas retrógradas perfectamente dibujadas; por ejemplo, el aparato de la Iglesia católica. Lo curioso es que las iglesias están vacías, pero las bibliotecas también. Hay algo que debe formar parte de una especie de genética histórica española que es bastante lamentable, que se refleja siempre en la incapacidad de la derecha de modernizarse y la incapacidad de la izquierda para ser flexible, rica, etcétera.

Uno tiene la impresión de que los españoles no reaccionan ante estas fuerzas retrógradas.

El español, bajo la petulancia del gallito, está definido por un miedo histórico, un miedo secular que se manifiesta muy bien, por ejemplo, en los informes PISA sobre educación. Los estudiantes españoles están muy mal en todo, pero en lo que están peor es en lectura y matemática. En los dos casos, tanto leer un libro como avanzar un problema matemático, exige el ejercicio de la libertad individual. No se puede resolver la lectura, el argumento o el problema matemático a través de gregarismo, sino que tienes que decidir individualmente, y encuentro que es aquí donde hay mayores problemas. Por lo tanto hay muchísimos problemas para ser auténticamente libre en el terreno individual.

¿Por qué se ha producido todo esto?

Deberíamos profundizar sobre la incapacidad para la autocrítica; no de ahora, sino de hace cinco siglos. El papel que ha tenido, seguramente, el catolicismo en España, ha sido bastante más nefasto, en ese sentido, que en la propia Italia. Yo lo veo con los estudiantes: son gregarios. En lo que tienen más miedo es en decidir por su cuenta y, claro, una sociedad formada por individuos que tienen miedo a ejercer su libertad individual es continuamente una sociedad atenazada. Por eso España tiene esa gran tendencia al guerracivilismo, porque las banderías sí le van, y los dogmatismos, sectarismos y las intransigencias, pero el ejercicio de la libertad individual no le va, y eso es lo que nos lleva a nuestra gran pobreza en el terreno científico. El gregarismo lo prima todo, por eso el español es tan amante del grito, porque el grito es la manifestación publica de ese gregarismo y de ese miedo.

Cuando aquí la gente alardea, habría que recordarles que sigue habiendo solo dos premios Nobel de ciencias en la historia española, Ramón y Cajal y Severo Ochoa, en 120 años de premios Nobel, que es lo que verdaderamente mide el nivel cultural de un país. Además, tampoco hay muchos premios Nobel de literatura, todos son políticos y son escritores mediocres.

  ¿Está España todavía atrapada por la sombra del franquismo?

El franquismo es la máscara más reciente, pero creo que viene de lejos, de la Inquisición, de Fernando VII, de las banderías del siglo XIX. No sé si fue Moratín o Jovellanos el que se desesperaba en su época al ver que mientras en Europa se construían bibliotecas, observatorios etcétera, en España, creo que en el ciclo vital de Goya se construyeron 300 o 400 plazas de toros. Por tanto, eso viene de lejos.

Hace 15 años advertía usted en un artículo que Europa se contemplaba en un espejo de opulencia y que corría el riesgo de ser espiritualmente anémica. Ahora el desencanto de los ciudadanos hacia la Unión Europea no deja de aumentar por su falta de reacción a la crisis. ¿Por qué?

Europa no tiene capacidad de reacción porque es una construcción muy superficial. Aunque en el terreno pragmático se hicieron avances interesantes –como las operaciones de las fronteras o la moneda única– en Europa falta mucho élan vital. Stefan Zweig en El mundo de ayer hacía referencia al entusiasmo con que Rilke y Valéry se referían a la “unidad espiritual” de Europa. Creo que Europa, fundamentalmente, era su espíritu, su cultura –es lo que ha dejado más de lado– y eso es lo que hace que sea un proyecto poco ilusionante para los europeos. No tiene savia, no tiene sangre. Quizá aún estaba presente en alguno de los primeros patriarcas de la construcción europea después de la II Guerra Mundial, pero pasados 70 años desde ese primer impulso ahora ha entrado, como tantas otras cosas en nuestra vida colectiva, en una vía totalmente utilitaria y del corto plazo.

Un buen ejemplo de ello es lo que está ocurriendo en la isla de Lampedusa. ¿Qué le sugiere el drama humanitario que está aconteciendo allí?

Lo que sucede en Lampedusa es una metáfora particularmente hiriente y en mi caso tiene una especie de doble simbología. Cuando era muy joven escribí mi primer libro, la novela Lampedusa, en la que, en cierto modo, veía ese pedazo de tierra en el medio del mar como una metáfora de lo que había sido la gran tradición milenaria mediterránea de la fusión de culturas, en Sicilia en general y en Lampedusa en particular. Ahora Lampedusa emerge como una metáfora de esa impotencia europea por afrontar su propio destino, pero esa sensación de impotencia, casi diríamos perversa, que tenemos en estos últimos años se está repitiendo demasiado para que sea casual.

La impotencia de Lampedusa es lo que podríamos llamar también la impotencia de Palmira. Vamos a ver qué sucede con la ruinas de Palmira, pero es muy curiosa esa impotencia de no poder hacer nada ante el llamado Estado Islámico. Los medios de comunicación occidentales se han pasado cuatro años alabando a esos “rebeldes sirios” que luego han resultado ser el Estado Islámico, que están decapitando a todo el mundo. También se han llenado la boca con la “primavera árabe” y ha resultado ser lo de Libia, lo de Oriente Medio y Egipto, donde condenan a muerte al primer presidente elegido democráticamente y nadie dice nada en Europa. La impotencia de Lampedusa es como una metáfora de una cadena de impotencias altamente sospechosa.

¿Cuál es la responsabilidad de los ciudadanos en esta cadena de impotencias?

Los ciudadanos tienen toda la responsabilidad porque trasladar la responsabilidad a los políticos, a los militares, a los periodistas, es un recurso facilísimo. La responsabilidad es de los seres humanos, de los ciudadanos, y no sé si llamarlos ciudadanos porque muchas veces se comportan como súbditos. Estamos como metidos en una campana mágica, hechizados, y como es propio del que está hechizado, no hay conciencia del hechizo. Este hechizo se manifiesta de muchas maneras, a través del ensimismamiento tecnológico, del fast food, en todos los terrenos, no sólo en el alimenticio sino en el erótico, espiritual, se manifiesta en un pragmatismo de corto plazo. También se manifiesta en algo realmente curioso, que yo he percibido en la universidad, que es el abandono de las ambiciones transcendentes del ser humano o de las preguntas de la transcendencia, y no lo digo en un sentido religioso.

¿Qué más ha percibido en la universidad?

He visto, a lo largo de estos años que daba clase, una progresiva pérdida de interés en lo que habían sido las grandes preguntas del ser humano a lo largo de los últimos 2.500 años, al menos desde la Atenas clásica. Quizá, en ese sentido, estaríamos entrando en una nueva era idolátrica, en la que el mundo del logos, de la palabra y de la mirada, está vaciado. O quizá no, es como una situación de impasse en el que en un momento determinado moveremos el pie y pondremos una patita fuera de la campana del hechizo y después pondremos quizá la otra y finalmente lograremos mirar esa campana desde fuera. Pero mientras no se haga, hay esta especie de ensimismamiento amnésico

Además, hay muchísima información, pero todo el mundo está amnésico. De hecho, el problema debe ser muy antiguo, porque Heráclito ya decía que la mucha erudición no proporciona la comprensión; nosotros podríamos decir que la mucha información no proporciona la comprensión. A los estudiantes de este año en la universidad les pregunté por el tsunami, que es algo que pasó hace solo siete u ocho años. Nadie recordaba nada. Eso es la idolatría de nuestra época, el baile alrededor del becerro: bailas, bailas para ir olvidando toda pregunta. Solo a veces se rompe el sortilegio: cuando uno tiene que enfrentarse individualmente a situaciones muy críticas, por ejemplo, la muerte de los seres queridos, parece que, por un momento, el hombre vuelve a ser capaz de mirar.

Apuntaba recientemente que los ciudadanos han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. En su opinión, ¿en qué realidad viven los ciudadanos?

Se ha proyectado un ser humano que vive una especie de hedonismo simplón que no se sabe leer ni mirar y ni gozar. En mi opinión vivimos en un vértigo inmovilizador, estamos en un pseudohuracán, pero nunca somos capaces de meternos en el ojo del huracán donde hay la calma suficiente para ver la complejidad y la belleza del mundo que nos rodea. Yo veo que la gente está completamente estresada en sus propios goces y placeres; tampoco sabe gozar, por tanto es un hedonismo chato, en el que el hombre acepta ser reducido a producto que consume y es consumido y cuyo tiempo de duración, como el de los productos que nos rodea, esté limitado por su fecha de iniciarse en la producción de consumo, y su fecha de muerte por la producción y el consumo. Es decir, un poco después de nacer, porque a los niños se les convierte rápidamente en consumidores, y antes de morir, porque quedas impotente para consumir.

La universidad se ha convertido en una escuela de negocios, en una maquina pragmática; el estudiante sustituido por el cliente, y en todos lados es un poco así. Entonces, el ser humano reducido a eso, pues claro, pierde mucho la perspectiva que ha tenido a lo largo de miles de años. No sé si el ciudadano es un súbdito, no sé si el súbdito es puramente un esclavo de esa concepción reduccionista.

Setenta años después del lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki el ser humano sigue en una lógica de autodestrucción. La ONG WWF en su informe bianual denuncia que la humanidad necesita 1,5 planetas por año para satisfacer su demanda de recursos. ¿Esta lógica es imparable?

Hiroshima y Nagasaki significaron un gran salto cualitativo respecto al mito del progreso: a partir de ese momento se inauguró la capacidad de autodestrucción. Los campesinos japoneses creían que habían sido los dioses quienes habían destruido aquello porque era inconcebible que una fuerza humana hiciera el papel que tradicionalmente habían tenido los dioses o la naturaleza. Es el comienzo de la tercera vía: el hombre autodestruyéndose. Cuando yo me enteré de que el museo más visitado en Estados Unidos es el Museo del Aire y del Espacio de Washington y que la pieza más visitada es el Enola Gay, el avión que tiró la bomba, tenía mucha curiosidad por ver la leyenda de esta pieza. Me encontré con una leyenda auténticamente apologética y sin ningún tono autocrítico. No ha habido una autocrítica profunda de Hiroshima y Nagasaki. Aquí solo ha habido una autocrítica masiva y profunda, durante 70 años, de Alemania respecto a lo que sucedió en la II Guerra Mundial, quizá porque fue tan brutal, quizá por lo cualitativo del Holocausto.

Aparte de la guerra fría directa, que describe Stanley Kubrick en Teléfono rojo volamos hacia Moscú, hay la guerra fría que consiste en la autodestrucción del planeta. En mi opinión, la única salida es ver que el principal enemigo del hombre es la hybris griega, la desmesura. Entonces, de alguna manera, hay que sustituir el concepto de contrato social ilustrado a lo roussoniano, ya no sólo por un contrato existencial, sino por un contrato cósmico. Si la humanidad no llega a tener la percepción simbólica de ese contrato cósmico no habrá aprendido, no habrá captado profundamente lo que está pasando.

¿Es la codicia la raíz del problema?

Yo hago mucho caso de la jerarquía de pecados que hizo Dante del infierno, y los avariciosos y los codiciosos estaban muy al fondo del embudo del infierno. Yo creo que la codicia es una característica del ser humano, del miedo del ser humano, pero que en nuestra época el problema de la codicia es que no tiene contenciones. Vivimos en un capitalismo que ha roto con la propia ética capitalista protestante que regía hasta mediados del siglo XX. El capitalismo analizado por Marx o en las novelas de Thomas Mann y Robert Musil es un capitalismo enraizado en la ética protestante, que luego podía ser maligno, pero en teoría lo importante no era la codicia personal sino la construcción de la empresa. Pero en el capitalismo de casino especulativo en el que vivimos se da rienda suelta a la codicia sin ningún tipo de contención y volvemos a la palabra hybris: la codicia se convierte en el centro de la existencia.

Han pasado ocho años desde el inicio de la crisis y parece que las cosas no han cambiado.

El problema es que no ha habido aprendizaje de la crisis. Si mañana, por arte de magia, desapareciera lo que llamamos la crisis y todo volviera a la época de las vacas gordas, la gente reincidiría en lo mismo. ¿Por qué? Por ejemplo, los traumas del cuerpo, las enfermedades, son para aprender: o te dejas la piel en ellas o tienes que aprender. Yo pienso que es una crisis que no ha suscitado la épica y la tragedia de la crisis como para aprender de esta crisis. El crack de 1929 suscitó una cantidad de obras literarias y cinematográficas, es decir, luego se pudo a volver a caer, pero durante años la gente aprendió a mirar lo que había sucedido a través del arte. Yo no veo en nuestra época que eso haya sucedido. Por ejemplo, lo que está en el orden del día, las series de televisión, son una especie de lucha por el poder y la codicia. No veo que haya habido en el espejo de la cultura y del arte una especie de reflejo de lo que ha sucedido. Es más, yo diría que la reflexión y la meditación alrededor de la crisis han sido más bien pobres.

¿Por qué el economista ha reemplazado al intelectual?

Lo que llamamos intelectual era un tipo de un determinado periódico histórico, generalmente un escritor o un filósofo que se convertía en caja de resonancia de lo que, para ser breves, podríamos llamar las utopías ilustradas y románticas. A partir de ahí se convertía en ideología, fuera de izquierdas o de derechas. Por lo tanto el intelectual hacía de sacerdote ideológico de esa nueva religión, en la época en que la gran religión del cristianismo había entrado en crisis después del Renacimiento, evidentemente aún más después de la Ilustración.

Esas utopías acaban catastróficamente en el siglo XX y yo creo que con la conversión del sueño en pesadilla desaparece, por suerte, la figura del intelectual. Diríamos que el último ramalazo fue en el 68 con los Jean Paul Sartre que aún, en un cierto modo, eran el horizonte anterior. A partir de ahí se entra en los últimos decenios del siglo XX y ahora, que rige el puro pragmatismo, el nuevo sacerdote es aquel que aparenta saber algo en medio de la enorme desorientación laberíntica que es el capitalismo de casino y ¿quién es este?: el economista.

De hecho, ahora vivimos en un horizonte profundamente no utópico. Prácticamente nadie en nuestros días habla de conseguir un hombre nuevo, una humanidad nueva, de mejorar el hombre, todo eso que dominó a finales del siglo XVIII, siglo XIX y primera mitad del siglo XX ha desaparecido como mecanismo. Entonces se habla de conseguir un hombre más eficaz, más utilitario, hasta más ocioso, pero no un hombre nuevo, y ahí es donde mete la mano el economista y se convierte en profeta.

¿El ser humano puede vivir sin utopía?

No, la utopía forma de parte de la propia esencia del ser humano, cuando pensamos, pensamos en términos de perspectiva utópica. Incluso en nuestros pensamientos más íntimos existe un contraste entre lo que ahora soy, lo que querría ser, lo que hubiera podido ser. Somos una polifonía y, en ese sentido, el horizonte utópico siempre surge y colectivamente pienso que acabará resurgiendo. Es evidente que estos profetas, a corto plazo, del pragmatismo, serán desplazados por otros, pero no me atrevería a decir de qué signo serán.

Usted menciona con frecuencia a Friedrich Schiller, quien sostenía que toda revolución futura estaba condenada necesariamente al fracaso si no venía antecedida por una revolución de la sensibilidad. ¿Es la solución?

Creo que es la única posibilidad porque, precisamente, la revolución de la sensibilidad es aquella que llama a la posibilidad de que el hombre tenga una conciliación consigo mismo y con lo otro. Hay un filósofo estoico que dijo algo hace muchos siglos pero que parece muy valido. Decía que teníamos el triple logos, una triple dimensión; es como si estuviéramos tensados por tres cuerdas. Estamos tensados por una cuerda que va hacia el yo íntimo, por una segunda cuerda que va hacia los otros y lo otro, y una tercera cuerda que va hacia lo cósmico.

Yo pienso que lo mejor en la situación del hombre, que siempre es un ser con miedos y esperanzas, es el equilibrio de estas tres tensiones, el equilibrio que yo llamaría hoy, a principios del siglo XXI, una educación sensorial o como se quiera llamar. Es el que me parece que puede llevar a una mayor dicha, a mayor felicidad porque la felicidad puramente egoísta acaba autoconsumiéndose, la felicidad puramente altruista no forma parte de la esencia humana y la felicidad que diríamos cósmica, como granos de energía en el universo, creo que tampoco forma parte de nuestra metafísica. La nuestra necesita, creo, un gran equilibrio entre lo corporal y lo espiritual, y el hombre solo se puede cambiar a través de esto. De ahí que recuerde que Schiller pensaba que para hacer una revolución en el sentido político e histórico es imprescindible autocambiarse.

¿Hay que ser optimista?

Yo no soy pesimista. Llegué a conclusiones suficientemente pesimistas sobre el hombre, nuestro destino y el universo hace muchos años, y luego ya tuve tiempo de transfigurar esas conclusiones. Precisamente la belleza, el arte, la cultura y muchas cosas que nos concede la vida forman parte de esta capacidad, que nosotros tenemos, de transfigurar la parte negra de la existencia. Si tuviéramos una balanza de Osiris y se midiera nuestra posibilidad de vivir felices, es la misma ahora que en la época en que se adoraba a Osiris.

Siempre la humanidad ha transcurrido en medio del naufragio, de la errancia. Los griegos, por ejemplo, se hacían muy pocas ilusiones, eran muy pesimistas y crearon una cultura, una vida deslumbrante. Hay que saber vivir en lo que Leonardo Da Vinci llamaría el chiaroscuro.

Formas (visibles) de la codicia marrana y la estafa bolsística en Wall Street

David Fernández, "Tramposos en Wall Street. El supervisor bursátil de EE UU destapa los fraudes por el uso de información privilegiada", en El País, 23 de agosto de 2015:

El uso de información privilegiada es un mal endémico de todas las Bolsas. La diferencia es que en algunos mercados como el estadounidense el supervisor (SEC, según sus siglas en inglés) es mucho más activo a la hora de perseguir a aquellos inversores que hacen trampas. En Wall Street se recompensa con sumas millonarias a los chivatos, es decir, a los que denuncian prácticas ilegales que sirven al policía bursátil para destapar tramas corruptas. Además, la SEC sabe que el insider trading, como se conoce en la jerga a la información privilegiada, es muy fácil de detectar (la cotización de un valor cae o sube de forma sospechosa antes de que se comunique una noticia), pero difícil de demostrar. Por eso, y a modo de aviso a navegantes, el organismo presidido por Mary Jo White publica con todo detalle cómo maniobran los tramposos del parqué. Estos son algunos de los últimos casos destapados por la SEC.

Un fármaco fallido. Genta es una empresa farmacéutica que experimentaba con un nuevo producto para tratar el melanoma. La doctora Loretta Itri era la responsable del equipo de investigación de la compañía y sabía que los resultados de las pruebas eran negativos. Un día antes de publicar las conclusiones, Itri llamó a un amigo, Neil Moskowitz, para avisarle de lo que iba a ocurrir. Ambos vendieron sus acciones de Genta justo antes de que la compañía perdiese el 70% de su valor.

El auditor sabía demasiado. Donald S. Toth era socio de una firma de auditoría con sede en Atlanta. Uno de sus clientes era O’Charley’s, una cadena de restaurantes cotizada en Bolsa. En una reunión para analizar una serie de temas fiscales, los directivos de O’Charleys confesaron a Toth que otro grupo, Fidelity National Financial, iba a presentar una oferta para hacerse con la compañía. Nada más terminó el encuentro, Toth dio órdenes a su agente de comprar acciones y aconsejó a varios amigos que hiciesen lo mismo. Dos meses después, cuando la oferta se hizo pública, los títulos de O’Charley’s se dispararon un 42%.

Una cascada de tramposos. Christopher Saridakis era uno de los principales directivos de GSI Commerce, una compañía de comercio electrónico con sede en Filadelfia. Como alto ejecutivo, Saridakis estuvo al corriente desde el principio de la oferta de eBay para hacerse con la compañía. Rompió su compromiso de confidencialidad contándoselo a unos familiares que compraron acciones. Luego avisó a dos amigos que a su vez fueron extendiendo el soplo. En total, 15 personas se lucraron de la subida en Bolsa de GSI cuando se materializó la compra.

Confesiones en la estación de tren. Steven Metro trabajaba en Simpson Thacher & Bartlett, una firma de abogados de Wall Street. A escondidas, Metro accedía a la información confidencial sobre algunas compañías cotizadas que trabajaban en diferentes operaciones corporativas. El abogado se reunía con un contacto regularmente en una cafetería y le daba el chivatazo. Este intermediario a su vez se citaba con Vladimir Eydelman, un bróker que trabajaba en Oppenheimer, debajo del reloj de la estación de ferrocarril Grand Central de Nueva York. En estos fugaces encuentros, le enseñaba en una servilleta o un post-it el símbolo del valor que iba a protagonizar una compra e inmediatamente lo tiraba o se lo comía. Con esa información, el agente compraba acciones. Este esquema se alargó durante cuatro años y los participantes ganaron 5,6 millones de dólares en una docena de fusiones.

Dos maridos indiscretos. La SEC descubrió dos casos sin relación entre ellos pero con el mismo modus operandi: los hombres espiaban a sus mujeres, ejecutivas ambas de empresas de Silicon Valley. En el primer fraude, Tyrone Hawk escuchaba las conversaciones telefónicas de su esposa, alta ejecutiva de Oracle, acerca de la compra de otra compañía, Acme Packet, de la que compró acciones. Por su parte, Ching Hwa Chen vendió títulos de Informatica Corp, donde trabajaba su mujer, al escuchar que la empresa iba a incumplir los objetivos de beneficios por primera vez en 31 trimestres.

Traición en el club de golf. Eric McPhail jugaba al golf en un club de Waltham (Massachusetts). Allí se ganó la amistad de un alto ejecutivo de la empresa American Superconductor, especializada en tecnología energética. Entre green y green, hablaban sobre la marcha de la compañía, los contratos que iban a firmar y los movimientos corporativos previstos. Esa información McPhail la compartía a través del correo electrónico con otros seis jugadores de golf.

Notas de prensa. Michael Dupré trabajaba en una firma especializada en relaciones con inversores que prestaba servicios a empresas cotizadas. Su puesto le abría las puertas a datos sensibles de las compañías, entre ellos las notas de prensa. Dupré accedía a los comunicados de la sociedad antes de que se hicieran públicos, y en función de la información que estos contenían compraba o vendía acciones. En total, se aprovechó de más de una docena de clientes y obtuvo unas plusvalías superiores al millón de dólares.

Un analista y un agente de Bolsa, compinchados. Gregory Bolan era analista de valores en Wells Fargo. Su trabajo consistía en estudiar una compañía y emitir un informe a sus clientes con la recomendación de comprar o vender acciones de la empresa. Como sabía que estos informes, cuando eran públicos, tenían un impacto en la cotización del valor, Bolan le filtraba previamente el contenido de los mismos a un compañero que trabajaba en la mesa de intermediación del banco para que operase anticipándose al resto de inversores.

Subidos a un ‘hedge fund’. Jordan Peixoto era analista en el hedge fund Pershing Square. Sabía que el gestor del fondo iba a hacer públicos unos comentarios muy negativos sobre Herbalife y compartió esa información con su compañero de piso, Filip Szy. Ambos compraron derivados para aprovecharse de la caída que iba a tener Herbalife en Bolsa cuando se conociese la noticia.

Un restaurante de Manhattan. William Redmon era el consejero de la compañía de ingeniería GenTek. Solía ir a cenar a un restaurante italiano de Manhattan regentado por Stefano Sinorastri. Con el tiempo ambos se hicieron amigos y charlaban de cosas personas, pero también del trabajo de Redmon. En función de las confesiones que le hacía su cliente, Sinorastri fue comprando y vendiendo acciones de Gentek y logrando importantes plusvalías.