La tristeza es una de las seis emociones básicas del ser humano según el acreditado psicólogo Paul Ekman, junto al miedo, la ira, el asco, la felicidad y la sorpresa. Al menos son las únicas que transmitimos universalmente con los gestos de la cara; el resto de las emociones son dialectales. En el código escrito, solo la sorpresa tiene un signo. Pero lo sorprendente es que cuatro de ellas sean negativas, frente a una sola positiva y otra dudosa. Así que podríamos decir, como Tolstoy, que la infelicidad es mucho más variopinta que lo contrario y que cada uno se amarga la vida a su manera, mientras que todos queremos tener finca en Galapagar. Qué poca imaginación hay para ser feliz. Ya se vio en Platón.
Los lingüistas y los filósofos coinciden con Ekman. Han descubierto (por ejemplo, nuestro José Antonio Marina) que el repertorio léxico abunda más en palabras peyorativas y denigrantes que en meliorativas y de alabanza. Las palabras para hacernos sentir bien nos las guardamos, porque son muy escasas. Provenimos de cazadores nómadas, y lo que ellos hacen no se hace con buenas intenciones, aunque yo piense que provenimos más bien de domesticadores sedentarios; pero la gente ha preferido y prefiere siempre al bruto, hasta en las películas y en las votaciones. Por supuesto, hace falta una jerarquía para repartir lo cazado; no son lo mismo los pies del jabalí que la panza y las criadillas, y sobre gustos no hay nada escrito... aunque todos queramos tener una finca en Galapagar. Cervantes ya lo dijo: "Cada uno es como Dios le hizo, y aun peor muchas veces". En la jerarquía del reparto, a los viejos y a los niños habría que darles lo que puedan masticar sin dientes, por ejemplo.
Lo curioso de las emociones negativas, fuera de su diversidad, es que el elemento más simple que puede aparecer en la descomposición de esos sentimientos es el dolor, lo que ya apercibió Buda, al que también parecía la felicidad una ilusión no sostenible. Sin embargo, lo malo del budismo es que está vacío.
Además, todas las emociones universales son comunicables con gestos, pero las más complejas requieren otros códigos: los del lenguaje y el cuerpo, tal vez porque ya no son solo emociones, sino cultura, con lo que ya entramos en divisiones. Y la cultura puede ser muchas cosas, pero nunca es básica ni universal: hay que adquirirla con el trabajo y la experiencia de lo distinto.
Hoy en día, gracias a Dios, no nos miramos como si fuéramos filetes crudos y por cortar. Eso solo pasaba en las religiones paganas y en crisis alimentarias tan acuciantes como las de Atapuerca, Leningrado o los Andes. En Leningrado, allá por la Segunda Matanza Mundial, durante la Edad de Oro de la Estupidez, ni siquiera había ratas porque se las comían. El siguiente paso fue lo que más o menos describe Shostakovich en el primer movimiento de su Séptima sinfonía, si es que tienen paciencia para oírlo, sobre todo pasada la mitad.
El caso del reparto de la carne entre los ricos españoles, salvo una excepción, es muy curioso. No reparten para viejos ni para niños, ni para discapacitados. Por ejemplo, que un grupo de 80 millonarios de 7 países (por supuesto, ninguno español) haya iniciado una campaña para que se suban los impuestos a las grandes fortunas para subsidiar al débil Estado ante la crisis que padecen los pobres por el virus les da escalofríos y se cagan en los pantalones solo de pensarlo. Menos Amancio Ortega: habría podido ser un magnífico presidente de la III.ª República Española, de no ser por su abuso del trabajo infantil. En la Grecia antigua, bajo el régimen democrático, eran precisamente los ricos los que no querían asumir los cargos políticos en el Estado y huían de ellos como de la peste aunque el pueblo siempre los nominaba y no se podían escapar. ¿Por qué hoy en día solo son políticos los que quieren hacerse ricos?
Lo que no se puede comprender es que, habiendo lo suficiente para todos, nos peleemos por tener más. Las guerras no son necesarias para que haya suficiente carne para repartir, aunque las Mundiales del XX dieron lugar después a una gran bonanza económica. Pero en su origen, la disputa violenta es siempre una emoción desbocada, sistematizada y mecanizada por la razón. Todo se ve en el borrador del siglo XIX. El sentimiento elemental del miedo nació, se cultivó y creció a partir del nacionalismo generado por la Guerra franco-prusiana, de la cual derivaron las Mundiales del siglo XX.
En nuestro caso, del rigurosamente plantado para que creciera en las guerras carlistas entre liberales anticlericales y clericales militaristas que plasmaron Galdós y Baroja, de las cuales nació nuestra gran Guerra civil. Los sentimientos negativos son más abundantes y crecen más que la cizaña y ahogan el buen grano candeal, los sentimientos positivos y constructivos, siempre mal interpretados, arrinconados y marginados, como lo fue el Partido Democrático por la componenda pastelera de Cánovas y Sagasta. Parecería como si el odio, ese resumen de asco, miedo, ira y tristeza, uniese más que el amor, que solo es felicidad y, desde luego, una sorpresa.
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